Dame un respiro. Clara NúñezЧитать онлайн книгу.
viviendo en Londres y sigo perdiéndome por todos sitios. Es muy patético. Pero nunca había vivido en una gran ciudad. Y tengo un pésimo sentido de la orientación.
“Patético no, encantador”, me dije. “¡No lo hagas, ni se te ocurra invitarlo a tu casa con la excusa de un secador y un té caliente, no! ¡No lo hagas, Olivia! Juraste que…”.
—Mi casa está ahí enfrente. Tengo secador y toallas.
Demasiado tarde, allí estaba él, mirándome con sus ojazos verdes, como un cachorrillo, y no pude resistirme.
—Ya sé dónde vives, Olivia —dijo con dulzura. Y me sostuvo la mirada.
Claro que lo sabía. Qué estúpido comentario.
—Pero no quiero molestar. Iré a alguna cafetería y esperaré a que cese la lluvia.
—No es molestia —me apresuré a decir.
Él dudo unos segundos, pero finalmente aceptó.
—De acuerdo.
Sin preguntarme, cogió mis bolsas de la compra y con la otra mano libre abrió su paraguas que, como había dicho, estaba roto.
—Permíteme. Sé que está hecho un asco, pero al menos te cubrirá un poco.
Era el colmo de la galantería, ya que yo llevaba capucha y él no y lo había colocado justo encima de mi cabeza. Nuestros hombros se rozaban y no nos miramos durante todo el camino. Mi casa estaba cerca, menos mal. Al abrir la puerta las llaves se me cayeron al suelo debido a que tenía las manos chorreando. Henry las cogió y me las dio. Al levantarse casi se le caen las gafas al suelo.
—Gracias.
—De nada —dijo con una sonrisa, y se limpió los cristales de las gafas con la camisa. Era tan educado, torpe y bello como Clark Kent, solo que sin poderes ocultos.
Mientras Henry O´Donnell estaba en mi baño secándose el pelo con mi secador puse la tetera a hervir e intenté adecentarme un poco. Me recogí el pelo en una coleta y me puse ropa seca. Coloqué su camisa junto al radiador y asegurándome de que él no salía del baño, la agarré un momento y me perdí en su aroma. Definitivamente, no estaba en mis cabales. Falta de sueño, embarazada —aunque no confirmado por mi ginecóloga, era casi una certeza— y todavía con cicatrices por mi divorcio.
Al cabo de un rato Henry apareció en el salón en camiseta blanca interior, inconsciente de su enorme atractivo. Rápidamente le pasé una manta del sofá. La tentación era demasiado fuerte.
—¿Cómo te va todo? —preguntó, dando un sorbo a la taza de té.
—Bien, mucho trabajo. Además, la nueva novela me tiene ocupada los fines de semana —mentí, apenas escribía.
—Lo sé, ya no vienes por el pub. ¿Me dejarás leerla?
—Por supuesto. Serás el primero en leerla.
Cuando la acabe el próximo siglo…
Henry se inclinó hacia mi lado del sofá y se me paró el corazón pensando que tal vez… quizás…Entonces, se agachó y agarró su bandolera del suelo.
—Por cierto, feliz cumpleaños. —Henry sacó un pequeño paquete rectangular—. Pensaba dártelo en el festival, pero ya que nos hemos encontrado… Si te parece inoportuno o fuera de lugar no tienes por qué abrirlo.
—Es mi primer regalo. Cómo no aceptarlo. Gracias.
Henry me sonrió, un poco avergonzado por el gesto del regalo. A pesar de su carácter serio sabía que por dentro su corazoncito estaba emocionado, aunque no lo expresara.
Abrí el paquete hecha un manojo de nervios. Era una primera edición de El jardín secreto, mi libro favorito de niña, con dibujos originales. Lo había nombrado hace más de un año en el pub y él se había acordado.
—Cielos santo, Henry, ¿dónde lo has encontrado?
—En una antigua librería que hay cerca de Portobello. Lo bueno de perderse por una ciudad es que encuentras rincones llenos de encanto.
Enseguida me vino a la mente una imagen. Henry sentado a los pies de una pequeña cama leyéndole el cuento a una niña, con sus ojos verdes y mi cabello rubio… Emma, o Claire, o tal vez… ¡Para! ¡Para!
—¿Cómo pudiste acordarte?
—Te conozco —dijo sin sonar presuntuoso.
Agachó la cabeza, y noté que se había sonrojado. Entonces me miró.
—Sé que no te gusta que te hablen por la mañana, al menos hasta que has tomado tu segunda taza de té. También sé que te gusta darte una ducha bien caliente antes de dormir porque te relaja, que siempre llevas algo de calderilla suelta en los bolsillos del abrigo por si ves a alguien pidiendo en la calle y que el chocolate hace que te salga un pequeño sarpullido en la frente.
Rozó mi frente con sus dedos y me estremecí. Todo era cierto. Y sí, anoche me había comido dos Toblerone intentando calmar mi ansiedad. Me levanté del sofá conmocionada. En el patio aún seguía la bolsa de basura que había sacado Sharon con las pruebas de embarazo. Las cuatro. Eran demasiadas emociones para no ser ni medio día.
—Olivia, ¿te encuentras bien?
Me giré temblando.
—Henry, yo… Tengo que decirte algo —mascullé casi sin voz.
—¿Qué sucede? Estás pálida. ¿Llamo a un médico? —Rápidamente sacó su móvil.
—No. Estoy bien, es solo que…
Entonces sonó el teléfono, una vez, y otra y otra hasta que tuve que ir a la cocina.
—¿Diga? —respondí con el corazón desbocado.
—¡Cielo, soy yo!
Sin duda este prometía ser el fin de semana más largo y terrible de toda mi miserable existencia.
—He conseguido el traje de Betty. Claro que ella tiene el trasero del tamaño de Norteamérica… Pero me servirá.
—Es estupendo, mamá. Pero me pillas en un mal momento.
—¡Darcy! Ven aquí, campeón. ¿Cómo te va la vida, granujilla?
Vi como Henry le hacía mimos a mi gato y mi corazón se llenó de ternura.
—Olivia, ¿quién hay en tu casa?
—Nadie.
—Olivia Marie Bennet, ¿hay un hombre en tu casa a estas horas?
—Es Colin. Ha venido a arreglar la ducha.
—Ah, bueno… —dijo decepcionada.
—Mamá, tengo que dejarte. Henry, digo, Colin, necesita que le ayude con el… destornillador.
Escuché una risita ahogada de Henry.
Volví a sentarme en el sofá.
—Nunca has arreglado una ducha, ¿verdad? —me preguntó.
—No. De hecho, ni siquiera tengo destornillador. Por eso siempre llamo a Colin, mi vecino, cuando se estropea algo. A veces son tonterías, cosas que podría arreglar yo misma. No sale mucho de casa desde que murió su esposa. Solemos tomar un té, ponemos verde al primer ministro y cosas así…
—Suena bien.
—Sí, es muy inteligente y divertido, te caería bien.
—Bueno, ya me lo presentarás algún día.
—Claro —dije sin mucha convicción.
Hubo unos segundos de incómodo silencio.
—Por cierto… ¿Qué querías decirme antes?
—¿Qué? —Me puse roja como un tomate.
—Antes.