El conde de montecristo. Alexandre DumasЧитать онлайн книгу.
y sanidad, y corrí por último a ver a mi novia, que he encontrado más bella y más encantadora que nunca. Gracias al señor Morrel todas las diligencias eclesiásticas se apresuraron, de modo que cuando me prendieron asistía como dije a la comida de boda. Una hora después pensaba casarme y partir mañana a París, cuando esta maldita denuncia que parece despreciáis tanto como yo…
-Sí, sí -murmuró Villefort-, todo lo creo, y a ser culpable lo sois de imprudencia, aunque imprudencia legítima, pues vuestro capitán os la impuso. Por consiguiente, dadme esa carta de la isla de Elba, y con palabra de presentaros así que os llame, podéis volver al lado de vuestros amigos.
-¿Conque, es decir, que ya estoy libre, señor? -exclamó Dantés lleno de júbilo.
-Sí, pero dadme primero esa carta.
-Debe de estar en vuestro poder, porque en ese paquete reconozco algunos papeles de los que me cogieron.
-Aguardad -dijo el sustituto a Dantés, que ya cogía su sombrero y sus guantes-; ¿a quién iba dirigida?
-Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, París.
Un rayo que hiriera a Villefort no le trastornara más que este imprevisto golpe. Dejóse caer sobre su asiento, del que se había separado un si es no es para asir el legajo, y ojeándolo precipitadamente, entresacó la carta fatal, contemplándola con terror indescriptible.
-¡Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13! -murmuró palideciendo cada vez más.
-Sí, señor -respondió Dantés-. ¿Le conocéis?
-No -respondió el sustituto vivamente-. Un fiel servidor del rey no conoce a los conspiradores.
-¿Es una conspiración? -le preguntó Edmundo, que después de haberse creído libre empezaba de nuevo a asustarse-. De todos modos, os lo repito, señor, ignoraba el contenido de esa carta.
-Sí -repuso Villefort con voz sorda-, pero no ignorabais el nombre de la persona a quien va dirigida.
-Era preciso que lo supiese para poder entregársela a él mismo.
-¿Y no se la habéis enseñado a nadie? -dijo Villefort leyendo y demudándose al mismo tiempo.
-A nadie; os lo juro por mi honor.
-¿Ignora todo el mundo que sois portador de una carta de la isla de Elba para el señor Noirtier?
-Todo el mundo, señor… , salvo la persona que me la entregó.
-Eso ya es mucho… , muchísimo -murmuró Villefort.
Su frente fruncíase cada vez más, a medida que proseguía la lectura de la carta: sus labios blancos, sus manos temblorosas, sus ojos sanguinolentos, hacían cruzar por el cerebro de Dantés las más dolorosas fantasías.
Terminada la lectura, el sustituto dejó caer la cabeza entre las manos, permaneciendo un instante como fuera de sí.
-¡Dios mío! ¿Qué ocurre de nuevo? -preguntó tímidamente Dantés.
Villefort no respondió, y al cabo de un rato volvió a levantar su rostro descompuesto para releer la misiva.
-¿Decís que no sabéis el contenido de esta carta? -volvió a preguntar a Edmundo.
-Os juro por mi honor -respondió Dantés-, que lo ignoraba, pero, ¡Dios mío!, ¿qué tenéis? ¿Estáis malo? ¿Queréis que llame?
-No, señor -dijo el sustituto levantándose vivamente-; no abráis la boca, no digáis una palabra. Yo soy quien manda aquí, no vos.
-Era, señor, no más que por ayudaros -dijo Dantés un tanto herido en su amor propio.
-De nada necesito; fue un mareo pasajero. Ocupaos de vos: dejadme a mí. Responded.
Dantés esperó el interrogatorio que auguraba este mandato; pero vanamente. Volvió el sustituto a caer en el sillón, y pasándose por la frente su mano fría se puso a leer la carta por tercera vez.
-¡Oh! ¡Si sabe lo que contiene esta carta, si sabe que Noirtier es padre de Villefort, estoy perdido, perdido para siempre!
Y de vez en cuando miraba de reojo a Dantés, como si quisiese penetrar ese velo impenetrable que cubre en el corazón los secretos que no suben a los labios.
-¡Oh! No vacilemos -exclamó de repente.
-Pero en nombre del cielo -exclamó el desdichado joven-, si dudáis de mí, si sospecháis de mi honradez, interrogadme, que estoy dispuesto a contestaros.
Hizo Villefort un violento esfuerzo sobre sí mismo, y con un acento que en vano procuraba fuese firme:
-Caballero -le dijo-, resultan contra vos los más graves cargos. No está ya en mi poder, como creía antes, el poneros en libertad ahora mismo. Antes de paso tan grave, debo consultar al juez de instrucción. Mientras tanto, ya habéis visto de qué manera os traté…
-¡Oh!, sí, señor -exclamó Dantés-, y os lo agradezco en el alma que habéis sido para mí más un amigo que un juez.
-Pues, amigo, voy a teneros preso algún tiempo todavía, lo menos que pueda. El principal cargo que existe contra vos es esta carta, y ahora veréis…
Villefort se acercó a la chimenea, y arrojó la carta al fuego, sin apartarse de allí hasta verla convertida en cenizas.
-Mirad… , ya no existe.
-¡Oh, señor! -exclamó Dantés-; no sois la justicia: sois la Providencia.
-Escuchadme -prosiguió Villefort-: con lo que acabo de hacer me parece que confiaréis en mí, ¿no es verdad?
-¡Oh, señor! Mandad y seréis obedecido.
-No -dijo Villefort, aproximándose al joven-; no son órdenes lo que quiero daros, sino consejos.
-Pues bien, los miraré como si fueran órdenes.
-Hasta la noche os tendré aquí en el palacio de justicia: si otra persona viniese a interrogaros, decidle todo lo que me habéis dicho, excepto lo de la carta.
-Os lo prometo, señor.
Era como si el juez rogase y el preso concediese.
-Ya comprendéis -añadió mirando las cenizas que aún conservaban la forma de papel, y revoloteaban en torno a la llama-; ya comprendéis que destruida esta carta y guardando el secreto por vos y por mí, nadie os la volverá a presentar. Negad, pues, si os hablan de ella, negadlo todo, y os habréis salvado.
-Os lo prometo, señor -dijo Dantés.
-¡Bien! ¡Bien! -añadió Villefort llevando la mano al cordón de la campanilla; pero se detuvo al ir a cogerlo.
-¿No teníais más carta que ésa? -le preguntó.
-No, señor, era la única.
-Juradlo.
-Lo juro -dijo Dantés extendiendo la mano.
Villefort llamó, y apareció un comisario de policía.
Acercóse Villefort al comisario para decirle al oído ciertas palabras, a las que respondió aquél con una leve inclinación de cabeza.
-Seguidle -dijo Villefort a Dantés.
Hizo el joven una genuflexión, y con una postrera mirada de gratitud salió de la estancia.
Apenas se cerró tras él la puerta, cuando faltaron las fuerzas al sustituto, y cayendo en un sillón casi desvanecido, murmuró:
-¡Oh, Dios mío! ¡De qué sirven la vida y la fortuna! Si hubiese estado en Marsella el procurador del rey, si hubieran llamado al juez de instrucción en lugar mío, segura era mi ruina. Y todo por ese papel, ¡por ese papel maldito! ¡Ah, padre mío, padre mío! ¿Habéis de ser siempre un obstáculo para mi felicidad en este mundo? ¿He de luchar yo siempre con vuestra vida pasada?
De repente, brilló en toda su fisonomía