Estrella Fugitiva. Barbara CartlandЧитать онлайн книгу.
que podía escapar de su niñera, se la podía encontrar en la despensa, sentada en las rodillas de Mitty, contemplando los objetos de plata que él sacaba de la caja fuerte especialmente para que ella los viera, y la mimaba dándole uvas de los grandes racimos que llegaban de los invernaderos.
«Mitty me ocultará», se había dicho Grace.
El hecho de pensar en él, despejó un poco la oscuridad que la había envuelto como un sudario desde que se dio cuenta de que tenía que salir del Castillo.
Sabía adonde se había dirigido Mitty el día que, lloroso, se había marchado, vestido con ropa ordinaria, la que le hacía parecer un pobre anciano, y no el mayordomo con aspecto de obispo que con tanta dignidad recibía a los invitados en el vestíbulo o servía en el comedor.
—¿Qué harás? ¿Adónde irás, mi querido Mitty?— le había preguntado entonces Grace.
Le resultaba difícil creer que alguien a quien consideraba casi como parte de su familia pudiera ser eliminado de su vida con tanta facilidad.
—Encontraré otro puesto— había contestado Millet—, por el momento, me refugiaré con mi hermana.
—¿Con la señora Hansell, en Baron´s Hall?
Millet se concretó a asentir con la cabeza, porque el nudo que tenía en la garganta le impedía hablar.
—Pero, cuando te vayas de ahí, ¿me prometes que me darás tu nueva dirección?
—Se lo prometo, milady.
—¿Y me prometes también que te cuidarás?
—Estaré pensando en usted, milady. Siempre estaré pensando en usted.
—Y yo estaré pensando en ti, mi queridísimo Mitty— había contestado Grace.
Al decir eso, le había echado los brazos al cuello y lo había besado como cuando era niña.
No le importaba lo que nadie pensara o dijera. Mitty era parte de su vida y ocupaba un lugar en su corazón que jamás había tenido su madrastra.
—¿Cómo pudiste dejar que mi madrastra despidiera a Millet? ¡A Millet, papá!— le había preguntado Grace a su padre en cuanto supo lo que estaba sucediendo.
—Sabes que yo jamás interfiero en las cosas de la casa, Grace
—le había contestado su padre con frialdad.
—¡Pero Millet ha estado aquí toda mi vida, y llegó como lacayo aun antes que te casaras con mamá!
—Tu madrastra dice que está ya demasiado viejo para poder hacer bien su trabajo.
—¡Eso no es verdad!— dijo Grace furiosa—. Todos admiran el brillo de la plata en el comedor, y sabes tan bien como yo que todos en el condado prefieren tener un lacayo que haya salido de aquí, enseñado por Millet, que de cualquier otra parte.
—No estoy dispuesto a discutir sobre esto, Grace. Deja todas esas cosas en manos de tu madrastra.
Era la respuesta de un hombre débil y Grace comprendió que su padre se estaba sintiendo incómodo, por lo que, sin decir una palabra más, salió de la habitación y cerró la puerta con brusquedad.
Eso no era muy peculiar de ella, pues Grace casi nunca perdía los estribos, y mientras vivió su madre nunca había tenido razón para hacerlo.
Al verse sola en su cuarto, lloró como no lo había hecho desdel funeral de su madre, pues sabía que cuando Millet se hubiera marchado estaría más sola que nunca.
«¿Por qué no pensé en él inmediatamente?», se había preguntado después, y en aquel momento todo le pareció más sencillo.
De algún modo, Millet resolvería el problema, como le había resuelto sus problemas a través de toda su vida.
I a puerta de la despensa se abrió y Millet volvió.
¡ Llevaba sobre un brazo el enorme bulto que formaban los vestidos de Grace, envueltos en una colcha de seda. Con la otra mano sujetaba una gran bolsa de lona, que las doncellas del Castillo usaban para poner las toallas de manos, cuando ya estaban sucias, antes de llevarlas a lavar.
Todo aquello pesaba bastante, pero César era un caballo fuerte y brioso, que Grace había entrenado desde que era un potrillo, y habría resistido diez veces ese peso sin afectar su paso o resistencia.
Millet colocó los vestidos sobre la banca con dos asientos situada detrás de la despensa y puso la bolsa de lona en el piso, junto a ellas.
Entonces se dirigió hacia Grace y ella comprendió, al ver la expresión de su rostro, que no iba a ser fácil convencerlo de que la ayudara.
—He traído estas cosas, milady —dijo él con voz gentil—, porque usted me pidió que lo hiciera, Pero apenas haya descansado un poco, las pondré de nuevo en la silla y la enviaré de regreso a su casa.
—No tengo intenciones de volver, Mitty— dijo Grace—, y hay… razones… razones que no puedo… decirte, pero que te juro que son muy reales, por las que no puedo casarme con el Duque.
Millet la miró fijamente;
La había conocido toda su vida y ahora vio algo que no había notado antes: una expresión en su carita que le reveló que había sufrido una fuerte impresión.
Se preguntó qué podía haber sucedido.
Sin importar lo que hubiera sido, se dio cuenta de que la niñita que él amaba más que nada en el mundo, estaba profundamente alterada, aunque trataba de ocultarlo.
«¡Es cosa de su madrastra!» pensó para sí mismo, con gran percepción y en voz alta dijo:
—Si quiere escapar, milady, puede refugiarse en casa de su abuela. Ella siempre la ha querido mucho.
—¿Y qué crees que diga ella, Mitty, excepto que debo casar-me con el Duque?
Grace aspiró una fuerte bocanada de aire y, extendiendo las manos hacia él, lo hizo sentarse de nuevo junto a ella.
—Escucha, Mitty— dijo, aferrándose a él—, sabes que confío en ti y tú debes confiar en mí. Te juro que no hay ningún otro lugar al que yo pueda ir y nadie que me pueda ayudar, como no seas tú. Todos los demás me harían volver al Castillo para casarme con el Duque.
Los ojos de Millet estaban clavados en Grace, mientras ella continuaba diciendo:
—Pero yo sé que tú me creerás cuando te diga que prefiero morir a casarme con él. Sería erróneo y perverso de mi parte hacerlo, y sé que si mamá viviera te diría lo mismo.
Grace esperó un poco y después preguntó:
—¿Crees lo que te digo, Mitty?
—Le creo, milady, pero, ¿qué otra alternativa hay?
—¡Quiero que me escondas aquí! ¡Escóndeme en Hall, donde nadie me buscará, hasta que haya pasado todo el escándalo que provocará mi desaparición y el Duque haya aceptado que no pienso casarme con él!
—¡Pero no puedo hacer eso, milady!
—¿Por qué no?— preguntó Grace, todavía aferrada a sus manos.
—Porque Su Señoría ha vuelto a casa. ¡Él está aquí!
—¿Lord Damien?
—Sí, milady. ¡Llegó hace tres días!
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