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Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer ChiaveriniЧитать онлайн книгу.

Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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tajante la niñera.

      Sara asintió con la cabeza. ¿Y Natan? En medio de toda esta locura, ¿dónde estaba Natan? Su mirada se cruzó con la de Amalie y supo que su hermana se estaba haciendo la misma pregunta.

      Al cabo de un rato, Wilhelm, desencajado y enfurecido, entró como un torbellino a abrazar a su esposa y besar a sus dos tesoros.

      —¿Por qué nos odian tanto? —se lamentó Amalie agarrándose a su marido, los luminosos ojos al borde de las lágrimas—. Mujeres y judíos…, ¿qué amenaza ven esos hombres en nosotros para que pidan nuestra muerte?

      —No te dejes amedrentar por esos cobardes —dijo Wilhelm—. Jamás permitiré que nadie os haga daño a ti ni a las niñas. Jamás.

      Amalie asintió mudamente y posó la cabeza sobre el pecho de su marido, pero al cerrar los ojos le resbalaron dos lágrimas por las mejillas. Sara no dijo nada. Wilhelm tenía buena intención, Sara lo sabía, pero ni su fortuna ni su rango, ni siquiera su cristianismo, habrían podido proteger a su familia ese día si hubieran dado el mal paso de meterse en el tumulto.

      Wilhelm hizo varias llamadas, y cuando se convenció de que no había peligro, le dijo a su chófer que llevase a Sara a la elegante residencia del Grunewald en la que llevaba viviendo casi toda su vida. Sus padres salieron a recibirla: su madre, pálida y temblorosa, y su padre sumido en un lúgubre silencio. Detrás, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y frunciendo el ceño con aire pensativo, estaba Natan.

      —¡¿Dónde estabas?! —gritó Sara, soltándose de su madre para ir a abrazar a su hermano.

      —Cubriendo la apertura del Reichstag, por supuesto —respondió él—. Y después, los disturbios. Una cosa llevó a la otra. Te cuento: nada más abrirse la sesión, los nacionalsocialistas entraron con paso resuelto vistiendo los uniformes pardos, a pesar de las estrictas normas que tiene el Reichstag contra los atuendos partidistas. Se pusieron en posición de firmes, hicieron el saludo ese de Hitler y… —De repente cayó en la cuenta—. Ay, Sara. Lo siento. La comida.

      —Sí, la comida. —Le dio unos golpecitos en el pecho—. Amalie y yo estábamos preocupadísimas. Al menos dime que has conseguido una buena historia. Si es así, te perdono.

      —No hay ninguna historia buena que contar sobre lo que ha sucedido hoy —sentenció su madre—. Pero al menos estamos todos sanos y salvos. No quiero volver a oír hablar del tema esta noche; si no, voy a perder el sueño.

      Sus hijos intercambiaron una mirada fugaz a sus espaldas, pero al ver que su padre enarcaba las cejas a modo de advertencia, murmuraron obedientemente que por supuesto.

      Conforme iban pasando los días, Sara siguió la historia en la prensa, buscando la firma de Natan y, a pesar de los terribles acontecimientos, orgullosa del nuevo puesto de su hermano. Le escandalizó saber que ninguno de los más o menos trescientos manifestantes había sido arrestado, pero no le sorprendió demasiado leer que la mayoría de las ventanas rotas pertenecían a negocios de propiedad judía.

      Y aunque era completamente falso, la prensa nacionalsocialista difundió el rumor de que habían sido los comunistas quienes habían iniciado los disturbios. Tantas veces y tan enfáticamente proclamaron la mentira que todos aquellos que no habían visto la algarada con sus propios ojos no podían distinguir lo verdadero de lo falso.

      Capítulo cuatro

      Octubre de 1930-agosto de 1931

      Mildred

      Cuando Mildred se trasladó a la Universidad de Berlín en otoño de 1930, se fue sola.

      Ese mismo verano Arvid había obtenido el doctorado en Económicas, summa cum laude, y había solicitado a la Universidad de Berlín que le permitiese completar su habilitationsarbeit, la investigación y las publicaciones posdoctorales necesarias para obtener una cátedra. Cuando le aseguraron que su plaza estaba prácticamente garantizada, Mildred arregló las cosas para acompañarle, pero justo cuando acababa de completar su traslado a la universidad, la solicitud de Arvid fue denegada debido a recortes presupuestarios y de personal docente. La única oferta que recibió fue de la Universidad de Marburgo, a unos quinientos kilómetros al sudeste de Berlín.

      —¡Y pensar que he cruzado el océano para estar contigo y ahora tenemos que volver a separarnos! —se había lamentado Mildred después de que fracasaran sus frenéticos intentos de última hora para encontrar trabajo en Marburgo.

      —Será por poco tiempo —la había tranquilizado él, cogiéndole la cara con las manos para besarla—. Te veré casi todos los fines de semana, y con Inge y los niños no te sentirás sola. También ella se alegrará de que le hagas compañía.

      Después de su reciente divorcio del escultor Johannes Auerbach, Inge se había mudado con sus dos hijos desde su casa de París a un apartamento en Berlín.

      —Quédate conmigo hasta que Arvid pueda volver aquí contigo —le había ofrecido al saber de la inminente separación de Arvid y Mildred—. Tengo sitio, y las dos juntas estaremos menos solas.

      Mildred había aceptado de buen grado. Adoraba a Inge y a los chicos, y Arvid y ella apenas podían permitirse pagar un alquiler mensual, menos aún dos alquileres en dos ciudades. Pero aun sabiendo que tendría la compañía de Inge, la idea de separarse de Arvid la había aterrorizado. Se habían prometido escribirse a diario cartas tan detalladas y expresivas que tendrían la sensación de haber estado juntos en todo momento. El uno era para el otro el aliado más fiel a la vez que el crítico más perspicaz, compañeros para todo, colegas además de amantes. Y eso no lo podía cambiar una nadería de quinientos kilómetros.

      Una vez en Berlín, Mildred se había instalado en el cuarto de huéspedes de Inge, y, casi con la misma facilidad, se había volcado en sus obligaciones de estudiante de posgrado y conferenciante. Llenaba las horas con trabajo y también con placeres: estudiando, dando clase, asistiendo a conciertos y a representaciones teatrales, y jugando con sus sobrinitos. Arvid iba a verla siempre que podía. Una mañana, a los pocos días de los disturbios del 13 de octubre, Mildred y él llevaron a sus sobrinos al zoológico del Tiergarten. A Mildred le asombró que hubieran tardado tan poco en recoger los cristales rotos y cubrir las pintadas. Casi podía uno imaginarse que el nuevo Reichstag se había inaugurado en un clima de absoluta tranquilidad.

      Parecía que Wulf y Claus se habían olvidado por completo del tumulto, si es que habían llegado a darse cuenta. Mildred y Arvid intercambiaban sonrisas mientras los chicos salían disparados de un grupo de animales a otro, imitando a una familia de babuinos, maravillándose de la enormidad de los elefantes. Algún día, se decía Mildred, Arvid y ella llevarían allí a sus propios hijos.

      Incluso cuando Arvid no podía acompañarla por Berlín, Mildred descubrió que la ciudad tenía muchos aspectos atractivos: los museos, la ópera, los parques, los teatros y, sobre todo, la famosa universidad. Algunos de sus colegas nuevos se mostraron sorprendidos porque una estadounidense de Wisconsin viniera a Alemania a hacer un doctorado en literatura americana, pero les explicaba que estudiar Literatura Americana desde una perspectiva europea le ayudaba a verla con más objetividad, a entender mejor el lugar que ocupaba su país en el mundo.

      Berlín también le permitía descansar de la creciente popularidad de los nazis en Jena y en Giessen, donde había dado clases. En Giessen, Mildred se había quedado consternada cuando, en respuesta a una encuesta del periódico universitario sobre preferencias políticas, casi la mitad del alumnado había manifestado su apoyo a los nacionalsocialistas. En varias ocasiones inquietantes había visto a estudiantes hostiles enfrentarse a miembros del profesorado de los que sospechaban que eran socialistas o pacifistas. En la Universidad de Berlín, aunque cada vez más alumnos suyos se presentaban en clase con uniformes de los camisas pardas o insignias nazis, su indignación hervía a fuego lento y no a borbotones, lo cual, sin ser lo ideal, era mejor que lo que sucedía en otros lugares.

      Los fines de semana que Arvid no podía ir a Berlín, Mildred intentaba ir a Marburgo. El aspecto gótico de la ciudad la fascinaba, sobre todo después


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