Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer ChiaveriniЧитать онлайн книгу.
Greta se fue a buscarle, abriéndose paso entre la multitud mientras picaba del plato que llevaba en precario equilibrio. Le encontró delante del fuego, atento a un caldero negro que colgaba de un gancho de hierro sobre las llamas. Estaba removiendo la mezcla con un cucharón de madera, y el vapor subía transportando el delicioso aroma del vino tinto, los toques picantes de la canela, la pimienta inglesa y el cardamomo, y las dulces fragancias afrutadas del limón y la naranja. Era casi cómicamente feo, bajito, con orejas de soplillo y una nuez enorme; y también era un brillante erudito, uno de los mejores alumnos de su promoción y una de las personas más buenas y generosas que había conocido Greta. Después de la universidad se había puesto a estudiar Derecho, y nada más licenciarse le había contratado el despacho de abogados más prestigioso de Berlín. Greta había oído que se había casado con la hermosa hija de uno de los socios fundadores y que tenían dos niños encantadores. Si alguien merecía tanta felicidad, era él.
Dejó el plato, se acercó al fuego y dijo su nombre en voz baja. El rostro de Felix se iluminó al verla.
—¡Greta! —exclamó, y, soltando el cucharón en el caldero, le cogió la mano y se la sacudió vigorosamente—. Me dijeron que habías vuelto a Berlín. ¡Qué alegría verte! ¿Qué te pareció Estados Unidos?
—Me gustó mucho —dijo ella arrimando una silla.
—¡Felix, el ponche! —gritó alguien.
—Ah, sí, claro.—Se remangó y agarró el extremo del cucharón, con cuidado de no tocar los lados del caldero ni el líquido que hervía a fuego lento—. Cuéntamelo todo. Estuviste en Wisconsin, ¿no?
—Eso es —dijo Greta, contenta de que se acordase. Mientras Felix se encargaba del ponche, Greta le contó la versión breve y divertida de su estancia en Madison, procurando que no sonara demasiado melancólica ni nostálgica, pendiente de los invitados que había cerca y muerta de ganas de probar el ponche caliente.
Poco después, Felix cambió el cucharón por unas gruesas tenazas, cogió un pan de azúcar con las pinzas y lo sostuvo encima del caldero. Con la mano libre, poco a poco fue echando ron sobre el zuckerhut y esperó a que el licor empapase el cono de azúcar fina y compacta.
—Greta —dijo señalando con la cabeza una cesta con brochetas de madera—, ¿me harías los honores?
Greta cogió una brocheta de la cesta, acercó la punta a las llamas y después al zuckerhut, que empezó a arder. La gente de alrededor murmuró admirada mientras la llama azulada bailaba sobre el cono y caramelizaba el azúcar, que iba goteando sobre el humeante ponche. Cuando la llama amenazó con extinguirse, Felix vertió más ron sobre el cono hasta que la botella se quedó vacía y el azúcar se derritió. Suspirando por el placer que les esperaba, los invitados se arracimaron con sus tazas mientras Felix cogía el cazo y empezaba a servir.
Con el tazón entre las manos, caldeada por el calor del fuego, el vino y el ron, Greta escuchó las esperanzas y los planes que tenían sus compañeros para el nuevo año. Alzaba con fervor la taza cada vez que alguien proponía un brindis por un nuevo año mejor, más próspero y más pacífico.
Al cabo de un rato, Felix dimitió de sus obligaciones como maestro del ponche, entregó el cazo y se llevó a Greta a un cuarto más tranquilo.
—¿Cómo te han ido las cosas desde que volviste a Alemania?
Le vinieron a la cabeza las explicaciones anodinas de siempre, pero antes de echarse a hablar adivinó por su expresión que su amigo ya sospechaba la verdad.
—No muy bien —confesó—. Intenté que me aceptaran en alguna universidad, en cualquiera, tanto de profesora como de alumna, pero no lo conseguí. He ido haciendo trabajillos por aquí y por allá, dando clases particulares y revisando textos, sobre todo. —Soltó unas risas forzadas—. Tal vez debería haber estudiado Derecho, como tú.
—Me dijo Kerstin que trabajaste en un teatro, organizando una biblioteca de guiones.
—Sí. Y además era un trabajo que me gustaba mucho, mientras duró.
—Tengo una propuesta que hacerte, pero prométeme que no la rechazarás hasta que te la hayas pensado dos veces.
Greta se encogió de hombros y apuró los restos del ponche.
—Te lo prometo.
—En primavera, me van a trasladar a las oficinas que tiene nuestro despacho en Zúrich. A Julia le encanta Suiza y los dos estamos muy contentos, pero… —Movió la cabeza—. Planificar una casa nueva es una tarea abrumadora, y yo voy a estar ocupado con mis casos.
—Claro —dijo Greta, intrigada. ¿Cómo encajaba ella en todo aquello?
—Estaba pensando que a lo mejor querrías acompañarnos. Tengo una enorme biblioteca que habrá que desembalar y organizar, y, además, quiero que las niñas aprendan inglés. Tendrás tu sueldo, por supuesto, y una suite privada para que escribas sin que nadie te moleste, e insistiremos en que te consideres un miembro de la familia.
—Es… es una oferta muy generosa, pero… no sé.
—La casa es preciosa —añadió él, afanoso—, y mis hijas son unos cielos. Sé que todos los padres piensan que sus hijos son maravillosos, pero en nuestro caso es cierto. Te encantarían.
Greta sonrió.
—No lo dudo.
—Por favor, dime que te lo pensarás. Necesitamos ayuda desesperadamente, y no se me ocurre nadie que pudiera hacernos mejor compañía que tú.
Halagada, Greta accedió a pensárselo, recuperando una esperanza que no había vuelto a tener desde el malhadado Internationaler Theaterkongresse. Le encantaba viajar, necesitaba un empleo fijo, estaba harta de su abarrotado cuarto de alquiler y anhelaba la paz de espíritu que daba saber que tenía garantizado el sustento. Un cambio de aires le daría una nueva perspectiva, le ayudaría a elegir un nuevo rumbo para su errática vida. Y también sería un alivio poner varios centenares de kilómetros entre ella y Adam.
El nuevo año entró frío, inclemente y tempestuoso. Greta no paraba de dar vueltas a la propuesta de Felix: la lista de las ventajas iba en aumento a medida que transcurrían las semanas, pero le preocupaba que si se iba al extranjero antes de haberse instalado firmemente en el teatro berlinés, a la vuelta tendría que partir de cero, hacer contactos y méritos, demostrar de nuevo su valía. Aunque quizá no estaría fuera el tiempo suficiente como para que la olvidasen. O quizá mejorara la situación económica y al volver se encontrara con abundantes oportunidades. Se temía que era más probable que la situación fuese a peor y que al volver sería la última de la cola para los pocos trabajos que quedasen. Tal vez haría bien en quedarse y agarrarse a lo poco que tenía.
A finales de enero, Greta iba caminando por Weydingerstrasse, esquivando el aguanieve sucia que se amontonaba en las acercas y temblando con su raído abrigo de lana, cuando se topó con una protesta de trabajadores enfrente de la Karl-Liebknecht-Haus, sede del Comité Central del Partido Comunista. Mientras se abría paso, una caterva de camisas pardas nazis irrumpió gritando consignas y blandiendo los puños. Instintivamente, se arrimó a un edificio, observando con alarma creciente cómo estallaba un terrible enfrentamiento. Mientras combatían rojos y pardos, se presentó la policía e inmediatamente se puso de parte de los fascistas, haciendo retroceder a los manifestantes con porras de goma y acordonando la plaza para detener a los comunistas a la vez que dejaba pasar a los camisas pardas. Fuera del perímetro del cordón policial, los manifestantes —trabajadores y desempleados, comunistas y socialdemócratas— iban y venían en pequeños grupos, vigilantes y lanzando miradas tan feroces que Greta casi podía sentir la hostilidad restallando en el aire gélido.
Agachando la cabeza para protegerse del implacable viento, hundiendo la barbilla en la bufanda, siguió su camino, tan solo para encontrarse con otra protesta cerca de Alexanderplatz. Un grupo de parados se estaba manifestando en la plaza exigiendo desesperadamente que el gobierno les diera comida y trabajo, pidiendo a gritos a los mirones escépticos que se sumasen a ellos.
—¡Nuestras