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Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer ChiaveriniЧитать онлайн книгу.

Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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no veía el momento de cambiar de tema, pero como pasaban los segundos y la pregunta seguía flotando en el aire, la necesidad de una respuesta se hacía cada vez más apremiante.

      —Claro, escuchar a las dos partes —dijo alegremente—. Así, si ves que una de las dos es irracional y que se equivoca en todos los sentidos, sabes que tienes vía libre para no hacerle caso.

      Dieter se rio, sus padres sonrieron y Sara cambió rápidamente de tema.

      Después de cenar, Sara declinó la invitación de sus padres a acompañarlos al salón y, cogiendo a Dieter de la mano, le llevó hasta la hilera de tilos del jardín. Sabía que allí detrás no se les veía desde la casa.

      —Bienvenido, Dieter —dijo entrelazando los dedos por detrás de su nuca y poniéndose de puntillas para besarle.

      —Mi preciosa Sara —susurró él cogiéndole la cara con ambas manos y devolviéndole el beso—. Te he echado de menos.

      Sara tiró de él y le hizo sentarse a su lado en un banco escondido.

      —No podemos quedarnos demasiado tiempo aquí fuera. Mi padre se inventará cualquier excusa para venir a ver los parterres.

      Dieter soltó un bufido y preguntó con tono irónico:

      —Bueno, qué, ¿he aprobado?

      —¿A qué te refieres?

      —Ya lo sabes. ¿He aprobado la inspección de tus padres?

      —Pues claro. ¡Si no ha habido ninguna inspección!

      Dieter se rio.

      —Bueno, a ver, ¿cuál es el veredicto?

      Sara hizo como que se indignaba y le dio un empujoncito. Dieter sonrió, la rodeó con los brazos y volvió a besarla. El corazón de Sara latía aceleradamente de felicidad y deseo. Enseguida pareció que Dieter se olvidaba de que en realidad no había respondido a su pregunta; y menos mal, porque no habría sabido qué decirle.

      Dos semanas más tarde, Natan firmaba una crónica espeluznante. Corrían rumores de que unos siete mil miembros nazis de las SA y las SS de Prusia habían provocado a sus enemigos políticos desfilando a través de Altona, un suburbio de Hamburgo con gran presencia comunista en el que habían sido recibidos a tiros por francotiradores apostados en los tejados. En la edición del día siguiente, los corresponsales de la ciudad confirmaban que diecisiete personas habían muerto por herida de bala y que había varios centenares de heridos. Tres días después, el canciller Papen declaró que los incidentes del Domingo Sangriento de Altona le exigían disolver el gobierno de coalición de centro-izquierda de Prusia, así como su formidable fuerza policial, y someter a ambos al control federal.

      —Esto es un golpe de Estado —dijo el padre de Sara, moviendo incrédulo la cabeza mientras dejaba un periódico y cogía otro, buscando, en vano, alguna noticia buena—. Esto es nada menos que un derrocamiento del Estado Libre de Prusia.

      Las elecciones nacionales del 31 de julio asestaron otro duro golpe. Los nacionalsocialistas sacaron más de catorce millones de votos, el treinta y siete por ciento del electorado. Aún más desconcertante para Sara, los estudiantes universitarios votaron a Adolf Hitler en cantidades desorbitadas. ¿Cómo podían estar sus compañeros tan cautivados por la retórica de Hitler, por su manera tan palmaria de seguir el juego a los peores temores y prejuicios de la gente?

      —¿Qué ven las generaciones más jóvenes en los nazis? —le preguntó su madre.

      —No tengo ni idea —dijo Sara angustiada—. Ninguno de mis amigos se está dejando arrastrar por todo esto.

      —Te digo yo lo que ven los jóvenes —dijo su padre—. Algo diferente. Algo perturbador. Hasta donde les llega la memoria, el gobierno siempre les ha fallado. No tienen trabajo, no tienen esperanza, solo rabia, y no tienen motivos para pensar que los partidos políticos en los que han confiado en el pasado vayan a frenar el declive. Para ellos, cambio es sinónimo de mejora.

      —Y ¿qué hay del resto del electorado? —dijo Sara—. Vuestra generación debería tener más conocimiento, ¿no?

      —Las generaciones más viejas siguen molestas por el castigo que les impuso el resto del mundo después de la Gran Guerra. Estoy seguro de que la promesa de Hitler de restituir el país a una mítica edad de oro les parece atractiva.

      —Es terrible, terrible —dijo su madre con voz temblorosa—. Quizá deberíamos abandonar la ciudad. Podríamos pasar el resto del verano en la finca de Wilhelm y Amalie, hasta que amaine la violencia.

      El padre de Sara negó con la cabeza.

      —Ya sé que el panorama no es muy alentador, pero Hitler no es presidente, ni canciller, ni lo va a ser nunca. El pueblo alemán jamás aceptará que alguien como él sea su líder. Está completamente incapacitado para desempeñar ese papel.

      —¿Cómo puedes estar tan seguro? —respondió la madre de Sara—. Los miles de alemanes que se concentraron en el Lustgarten para apoyar a los nazis parecían de lo más dispuestos a coronarle rey.

      —Ya se les apagará el entusiasmo —dijo su padre con firmeza—. De aquí a un año, la estrella de Hitler dejará de brillar, y con ella la influencia de los nacionalsocialistas. Podrán sembrar el odio y la violencia, pero no gobernar.

      La madre de Sara asintió, apaciguada, pero Sara seguía con sus dudas. Quería creer a su padre, pero no se le iba de la cabeza la descripción que había hecho Natan del salvaje fervor que asomaba a los ojos de las masas presentes en el acto. Había fuegos que solo se apagaban una vez que habían arrasado con todo lo que estaba al alcance de las llamas.

      Capítulo ocho

      Abril-noviembre de 1932

      Greta

      Zúrich era todo lo que Felix había prometido y más. La elegante residencia de los Henrich era un oasis de serena prosperidad, y como Felix y Julia la trataban como a un miembro más de la familia, Greta disfrutaba de lujos hasta ahora desconocidos para ella: trufas de Périgord, caviar ruso, el mejor champán… Su suite, compuesta por un amplio dormitorio, un cuarto de estar y un cuarto de baño adjunto, era más grande que cualquiera de los apartamentos que había considerado su hogar, y las ventanas presumían de unas preciosas vistas de montañas nevadas y verdes valles abarrotados de ásteres violeta y senecios amarillos. Felix y Julia la incluían en sus salidas al teatro, a la ópera y a las salas de conciertos, y disponía de todo el tiempo que quisiera para explorar Zúrich y los alrededores a solas.

      Su trabajo era interesante y ameno, y nunca tan arduo como para que tuviese ganas de quejarse. La biblioteca de Felix era el sueño de cualquier bibliófilo, inmensa tanto en cantidad como en variedad, pero estaba embalada de una manera tan arbitraria que la primera vez que abrió las cajas Greta se rio a carcajadas de puro asombro ante el desorden. Las dos niñas eran listas y encantadoras, generosas en abrazos, besos y piropos, y aprendían las sencillas lecciones de inglés tan deprisa que Julia confesaba que estaba asombrada y que envidiaba sus dotes. A cambio de todo esto, Felix pagaba a Greta un sueldo generoso además de la pensión completa. De este modo, podía cubrir sus necesidades, ahorrar para cuando vinieran las vacas flacas y enviar una buena suma de dinero a sus padres, agradecida de ser capaz de devolverles, por fin, una pequeña parte de todo lo que habían sacrificado por ella.

      Y, para colmo, vivir en Zúrich le permitía poner más de ochocientos kilómetros entre ella y Adam, cuyas cartas, cuando Greta dejó de responder, se volvieron cada vez más infrecuentes hasta que dejaron de llegar del todo.

      Greta siempre había sabido que el empleo no iba a durar para toda la vida, pero sintió una punzada de tristeza cuando colocó en su sitio el último de los libros de Felix y cayó en la cuenta de que el idilio suizo estaba llegando a su fin. Felix y Julia le aseguraron que podía quedarse cuanto quisiera como profesora de inglés de las niñas, pero las clases solo le ocupaban unas horas a la semana, y se notaba nerviosa, impaciente por enfrentarse


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