Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer ChiaveriniЧитать онлайн книгу.
describiendo su singular carácter nacional y el funcionamiento de la economía planificada.
—Cuando termine el manuscrito, voy a buscar un editor —le había dicho Arvid entre bostezo y bostezo mientras desayunaban después de otra larga noche volcado en sus papeles y sus notas—. Un libro con buena acogida podría abrirme por fin las puertas a un puesto de profesor universitario.
La resolución de Arvid, la determinación de sus alumnos y su fe en ellos la sostuvieron durante aquel otoño tan conflictivo. Después vinieron las elecciones de noviembre, y el revés de los nazis contribuyó a que las de 1932 fueran sus Navidades más felices desde que los nacionalsocialistas comenzaran su cruel y encarnizada lucha por el poder.
A comienzos de año hubo otra buena noticia: Rowohlt, una de las editoriales más grandes y prestigiosas de Alemania, aceptó publicar el manuscrito de Arvid. Le pagaron por adelantado, y cuando Arvid insistió en que Mildred utilizara la mitad del pago para comprarse un abrigo calentito de invierno, ella aceptó con la condición de que él invirtiera la otra mitad en unas gafas; hacía mucho tiempo que no se las graduaba, y además tenían una patilla rota y pegada con pegamento.
¡Hay tanto por lo que trabajar!, le escribió a su madre a finales de enero después de contarle la buena noticia de Arvid. El porvenir es magnífico, mejor que nunca. Tengo treinta años y un trabajo que me gusta, y no hay ningún obstáculo insuperable que me impida seguir avanzando. La vida me trata bien.
La tarde siguiente, arrebujada en su nuevo abrigo de lana y con una bufanda que le había tejido la madre de Arvid, se fue caminando al Berlin abendgymnasium y al llegar se encontró con que varios de sus alumnos la estaban esperando a la entrada con expresión sombría.
—¿Se ha enterado? —preguntó Karl Behrens, un trabajador del metal que aspiraba ser ingeniero mecánico—. Hindenburg ha nombrado canciller a Hitler.
A Mildred le dio un vuelco el corazón.
—¿Estás seguro?
—Conozco a uno de los asesores de Hindenburg —dijo Paul Thomas—. Los partidarios de Hindenburg intentaron formar una coalición respaldada por el ejército, pero al fracasar empezaron a negociar con los nacionalsocialistas. Los nazis convencieron a Hindenburg de que el sector más conservador conseguiría refrenar los impulsos más extremos de Hitler, de manera que… —Hizo un gesto de rabia con su único brazo—. En fin, que el Viejo Caballero dio el paso.
—Canciller Adolf Hitler —dijo Mildred silabeando. Las palabras sonaban preocupantemente falsas—. No, no puede ser.
—Pero es —dijo otra estudiante, apretándose los libros contra el pecho—. ¿Qué hacemos ahora?
En aquel momento, Mildred no tenía ni idea de si había algo que pudieran hacer, pero no pensaba desalentar a sus alumnos cuando habían acudido a ella en busca de esperanza.
—Ahora vamos a clase —dijo con firmeza señalando la entrada—. Seguimos como siempre, pero vigilantes. Vuestra educación es tan importante hoy como lo era ayer.
Con fuerza de voluntad, Mildred se centró y dio la clase como si fuera una tarde como otra cualquiera. A juzgar por las expresiones de sus alumnos, parecían divididos a partes iguales entre los que habían recibido la noticia del ascenso de Hitler con pavor y los que estaban exultantes. Estos últimos cogieron rápidamente los libros y salieron corriendo del aula nada más acabar la clase, mientras que la mayoría de los primeros se quedaron un rato más. Mildred los animó cuanto pudo mientras se consolaban unos a otros y especulaban acerca de lo que supondría un cambio tan drástico y repentino.
Cuando por fin se dispersó la clase, le sorprendió ver que Arvid la estaba esperando en la puerta de la calle. Le acompañaba su sobrino político de dieciocho años Wolfgang Havemann, estudiante de Derecho en la Universidad de Berlín. Inge, la hermana de Arvid, se había vuelto a casar el año anterior; Wolfgang era el hijo de su nuevo marido, el violinista y profesor de conservatorio Gustav Havemann.
—Wolfgang y yo pasábamos por aquí y se nos ocurrió que podríamos acompañarte a casa —dijo Arvid, saludándola con un beso en la mejilla.
—Hay mucha tensión en la universidad desde que dieron la noticia —dijo Wolfgang—. Los comunistas van a ir a la Cancillería a protestar contra el nombramiento de Hitler.
—Hemos pensado ir a echar un vistazo —dijo Arvid—, y a demostrarles a los nazis que no solo se oponen a ellos los comunistas.
Mildred sintió una punzada de angustia, pero no hizo caso.
—Vamos allá.
Al llegar a la Reichskanzlei, se encontraron con que no había una presencia apreciable de la oposición. Solo había multitudes de nazis entusiastas flanqueando las aceras, hombres y mujeres joviales y amenazantes sonriendo de oreja a oreja y ondeando banderas con la cruz gamada. La mayoría miraba hacia una ventana del primer piso de la Cancillería con un brillo de ilusionada reverencia en el rostro, y otros estiraban el cuello para ver bien la Wilhelmstrasse.
Al oír vítores y pisotones a lo lejos, Mildred cogió la mano de Arvid y le hizo detenerse. También Wolfgang se detuvo, y mientras el gentío rebullía entusiasmado a su alrededor, vislumbraron al fondo del bulevar un resplandor rojo parpadeante que se iba volviendo cada vez más intenso a medida que se acercaba.
—¿Fuego? —dijo Wolfgang.
Arvid asintió con la cabeza.
—Antorchas.
No tardaron en aparecer los manifestantes. Al frente iban los camisas pardas con las antorchas en alto, el humo subiendo hacia el cielo invernal. A continuación estaban los hombres de las SA, vestidos de negro, las insignias metálicas brillando a la luz de las antorchas. «Deutschland erwache!», gritó alguien en medio de la multitud, y otro hombre coreó el grito, y después, a ambos lados de la calle, las voces se alzaron al unísono cantando «Deutschland, Deutschland, Deutschland über Alles!».
Una tras otra iban pasando las filas de manifestantes, los rostros serios, orgullosos y triunfales, una avalancha de uniformes negros y pardos, luz de antorchas, metal centelleante. De repente, las voces se transformaron en un clamor. Cuando Arvid se volvió para echar un vistazo a la Cancillería, Mildred le siguió la mirada y descubrió que acababan de abrirse un par de ventanales de la primera planta y que había un hombre perfilado contra el resplandor de la luz eléctrica de la habitación de detrás. Le reconoció al instante: la baja estatura, el saludo acostumbrado —brazo derecho en alto, rígido, la palma hacia abajo—, el pelo castaño y lacio con raya a la izquierda y peinado a un lado, el bigote cuadrado y pasado de moda entre la nariz y el labio superior.
—Les presento a nuestro nuevo canciller —murmuró asqueado Wolfgang mientras Hitler saludaba a una sección de la muchedumbre y después a la otra, absorbiendo su adulación.
—No parece real —dijo Mildred con el corazón en un puño. No soportaba ver al nuevo canciller radiante y satisfecho, pero la escena que había debajo del ventanal no era mejor: hombres y mujeres corrientes, sus vecinos y conciudadanos, le vitoreaban con asombroso fervor. Mientras, el desfile de las SA y las SS continuaba sin parar: veinte mil hombres o más, los rostros orgullosos y siniestros a la luz de las antorchas.
—Mira cómo desfilan con las correas ceñidas y las dagas lustrosas —le dijo Arvid a su sobrino, apartando la mirada del nuevo canciller para posarla en los oficiales que le saludaban—. Están sedientos de sangre y son capaces de cualquier cosa. Ya lo verás. Con estas antorchas, lo primero que van a hacer es prender fuego a Alemania, y después al resto de Europa. Antes de que te des cuenta, te habrán puesto un uniforme.
Wolfgang palideció.
—Arvid —le reprendió Mildred.
—Ya lo verás —insistió Arvid. Cogió la mano de Mildred y les indicó con un gesto que salieran de la muchedumbre. Ya habían visto bastante.
Al día siguiente, mutti Harnack les dijo que un primo de Arvid, Dietrich Bonhoeffer, iba a pronunciar un discurso por la radio esa misma tarde