Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer ChiaveriniЧитать онлайн книгу.
judíos que estaban sufriendo bajo el régimen nazi, amigos a los que podría ayudar si estuviese allí.
Cuantas más vueltas le daba, más ansiaba volver.
Su decisión, una vez tomada, fue firme e inquebrantable. Volvería a Alemania, pero lo que no podía saber era si Adam tendría algún papel en su vida, ni si quería que lo tuviera.
Capítulo trece
Marzo-abril de 1933
Sara
Sara podía hacer caso omiso de las banderas con esvásticas y los carteles para reclutar camisas pardas que proliferaban por todo el campus de la Universidad de Berlín, pero se quedaba paralizada por el miedo cada vez que se topaba con las SA haciendo añicos los escaparates de tiendas de propiedad judía, destruyendo mercancías y dando palizas a los aterrorizados dueños. Al principio, la policía municipal intentaba intervenir, pero no tenía nada que hacer contra la guardia de asalto y, con el tiempo, muchos empezaron a mirar hacia otro lado, como si fuera más importante que no se les arrugasen los verdes uniformes que hacer cumplir la ley.
Natan le contó a Sara que había visto entrar a agentes de las SA en juzgados, arrastrar a la calle a abogados y jueces judíos, increparles, pegarles, escupirles. Los ataques a las sinagogas eran tan corrientes que mirar por encima del hombro cuando uno iba a los oficios del sabbat se había convertido en un automatismo.
Las atrocidades recibieron una gran cobertura por parte de la prensa internacional, y se inició un movimiento entre organizaciones judías del mundo entero para boicotear los productos alemanes en protesta. Adolf Hitler acusó a los judíos alemanes de poner a la prensa internacional en contra de los nazis y, como represalia, proclamó un boicot nacional a los negocios judíos a partir del primero de abril.
Sara se dijo que era una fecha extraña, ya que el primer día de abril caía en sábado y muchos judíos practicantes cerraban sus negocios por el sabbat. Tal vez Hitler pensara que la gente vería los escaparates a oscuras y daría por hecho que los judíos intimidados no se habían molestado en abrir sus puertas esa mañana. O quizá sabía que los judíos practicantes no salían a la compra en sabbat, y de este modo se evitaba cualquier posible intento por parte de la comunidad judía de contrarrestar el boicot saliendo en masa a comprar.
Indignada, Sara llamó a su hermana.
—Dieter me ha invitado a una fiesta y necesito un vestido nuevo —dijo—. ¿Te vienes conmigo de compras este sábado?
Tras un instante de vacilación, Amalie dijo que sí.
—A mamá no le digas nada —advirtió.
—¡Claro que no! Me encerraría en casa a cal y canto.
La mañana del 1 de abril, Sara y Amalie quedaron en la puerta del café Kranzler, en Charlottenburg. Amalie estaba tan increíblemente bella como siempre: llevaba el cabello negro recogido en un grácil moño que realzaba el fino cuello y los pómulos marcados, y su atuendo, elegante y perfectamente entallado, revelaba riqueza y un gusto excelente. Tan solo una trémula sonrisa delataba su nerviosismo.
Las hermanas se cogieron del brazo y pasearon por Kurfürstendam, interrumpiendo la conversación cada vez que veían tropas de asalto plantadas amenazadoramente delante de tiendas y negocios claramente identificados por el símbolo pintado en ventanas y puertas, una estrella de David amarilla de seis puntas en cuyo centro, garabateadas en negro, se leían las palabras jude, «judío», o jüdisches geschäft, «negocio judío». En los muros y las farolas había escalofriantes letreros escritos en riguroso blanco y negro: No compréis a los judíos, ordenaba uno, y otro rezaba: Los judíos son nuestra desgracia. Alemanes, defendeos contra la propaganda difamatoria de los judíos. Y otro advertía, ¡Comprad solo en comercios alemanes! Hombres de las SA vestidos de negro recorrían a trancos las aceras con letreros colgados del cuello en los que se leían idénticas advertencias escritas con letra gótica: ¡Alemanes! ¡Resistid! ¡No compréis a los judíos!
—Esto es absurdo —dijo Sara en voz baja cuando pasaron por delante de dos SA que estaban charlando amigablemente mientras bloqueaban la entrada a unos grandes almacenes de propiedad judía, una de las tiendas favoritas de su madre—. ¿Los nazis son los perseguidos? ¿Son ellos los que tienen que resistirse a nosotros?
—Shh. Ya lo sé —susurró su hermana, la viva imagen de la serenidad.
Sara se había imaginado que el distrito comercial más popular de Berlín estaría prácticamente desierto, pero, para su sorpresa, había casi tantas personas paseando por las aceras como cualquier otro sábado, algunas mirando boquiabiertas los severos rótulos y los estridentes símbolos, otras haciendo como que no existían. Varios comercios de propietarios judíos estaban a oscuras, las persianas bajadas, los rótulos vueltos por la cara de Cerrado en los escaparates, pero los clientes entraban con total libertad a los que estaban abiertos y salían con bolsas y paquetes atados con cuerda, ignorando las miradas fulminantes de los SA.
Delante de la tienda de modas favorita de Amalie había un guardia de asalto rubio y fornido.
—Disculpen, señoras —dijo al ver que se acercaban a la puerta—. Es una tienda judía.
—Sí, gracias, ya lo sabemos —dijo Amalie, dirigiéndole una sonrisa tan radiante que el guardia parpadeó con cara de bobo y no dijo nada más.
El dueño las saludó con una sonrisa tensa. Después de probarse varios vestidos, Sara escogió uno precioso de crepé de China a rayas burdeos y crema, con canesú abotonado y cuello joya, talle peplum y bastilla de volantes que ondulaba justo por encima de sus tobillos cuando se movía. Amalie cargó la compra a la cuenta de Wilhelm, y el dependiente envolvió cuidadosamente el vestido con papel de seda y lo metió en una caja que llevaba el nombre de la tienda.
—Gracias, Amalie —dijo Sara cuando salieron de la tienda pasando por delante del guardia, que se guardó muy bien de mirarlas—. Y dale también las gracias a Wilhelm de mi parte.
—Lo haré, pero ¿cómo se lo vas a explicar a mamá?
—Esconderé la caja debajo de mi cama unos días. No se enterará.
Este sencillo acto de desafío las animó, así que decidieron volver al café Kranzler para tomar un almuerzo temprano. Tan solo después de que se despidieran en el metro sintió Sara cierta inquietud al preguntarse cómo iba a colar la caja en casa y subirla a su cuarto sin que su madre se diera cuenta. Durante todo el camino de vuelta estuvo sopesando las alternativas, pero justo cuando entraba en su manzana vio venir a su madre de frente. Del hueco de su codo colgaba una bolsa con el nombre de la librería de Ernst Kantorowicz.
—¡Mutti! —exclamó al toparse con ella en la cancela de la calle—. Has violado el embargo. ¡Y en sabbat!
Su madre se paró.
—¿Te crees que solo los jóvenes pueden desafiar a la autoridad?
—No es eso, pero es que… tú eres esposa y madre.
—¿Y quién más responsable que una mujer que es esposa y madre de conseguir que su familia viva en un país justo y civilizado?
Sara jamás se había sentido tan orgullosa de ella.
Al caer la tarde los nazis ya habían cantado victoria, diciendo que el boicot había tenido un éxito tan clamoroso que no había necesidad de prolongarlo más allá de un solo día. Sus palabras no alteraban lo que realmente había sucedido: cualquiera que hubiera echado un vistazo a los distritos comerciales más populares de Berlín conocía la verdad.
Cuando el grupo de estudios se reunió unos días más tarde en el piso de Mildred Harnack en Neukölln, Sara se enteró de que casi todos los presentes habían contravenido el boicot. Se quedó profundamente impresionada cuando Mildred les contó que la tía abuela de su marido, de noventa y un años, había ignorado imperiosamente el cordón que rodeaba JaDeWe, los grandes almacenes de propiedad judía de los que era clienta desde hacía varias décadas. Las SA la habían tenido un rato arrestada,