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Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer ChiaveriniЧитать онлайн книгу.

Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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la única mujer del cuerpo docente, y extranjera. Basta con que pregunten a herr Schönemann por qué me echó de la Universidad de Berlín y seguro que me despiden.

      Arvid intentaba animarla, pero estaba tan convencida de que el despido era inminente que cuando recibió una carta con la fecha de reapertura de la escuela se preguntó si querrían que diera clase o que recogiera sus bártulos del escritorio. El primer día solo era para los profesores, convocados a una reunión en la que se iba a hablar de todas las cuestiones planteadas por la inspección. Quizá querían despedirla de viva voz.

      Llegó el día señalado y nada más llegar se quedó horrorizada. Aunque, por alguna razón, ella conservaba su puesto, la mitad del profesorado había sido expulsada, incluidos el director y los cuatro profesores numerarios que preparaban y supervisaban los exámenes de fin de carrera. El doctor Stecher, el orientador del alumnado, había sido nombrado director provisional. Mildred se esforzó por mantener una expresión impasible mientras oía su discurso inaugural, en el que denunció «la manifiesta tradición demócrata-liberal de la escuela» y su «ideología marchita» y declaró que los cruciales acontecimientos históricos de 1933 habían impulsado a la escuela a una nueva era grandiosa de «poderosa transformación». Al acabar su discurso, que fue recibido con aplausos tibios, mecánicos, sus ayudantes corrieron a reasignar a los estudiantes a los doce profesores que quedaban. Inmediatamente después, se estableció en la escuela una división de la Asociación de Estudiantes Alemanes Nacionalsocialistas con el fin de animar a los alumnos a adaptarse a los ideales del nuevo Estado. Una vez reanudadas las clases, y para cuando empezaron los exámenes finales, en el Berlin abendgymnasium se había extirpado de raíz hasta el último vestigio de la ideología y la filosofía socialdemócrata.

      El primero de mayo era, por tradición, un día en el que los sindicatos alemanes celebraban su solidaridad con desfiles y discursos, pero aquel año los nazis se lo apropiaron para sus propios fines, declarándolo Día Nacional del Trabajo y convirtiéndolo en un festivo pagado para ganarse las simpatías de los obreros. A lo largo y ancho del país se celebraban enormes concentraciones y festivales, pero el mayor fue en Berlín, donde incluso algunos sindicatos que hasta entonces se habían mostrado escépticos participaron en el espectáculo. Decenas de miles de personas desfilaron por delante de las ventanas de Mildred y Arvid que daban a Hasenheide, cantando, gritando eslóganes y portando pancartas, con rumbo al campo de aviación Tempelhof, donde más de un millón de personas, entre participantes en el desfile y espectadores entusiastas, abarrotaban el terreno. A la vez que se desplegaban en lo alto banderas con esvásticas, doce grandes bloques de participantes uniformados se lucieron con marcada precisión militar, arrancando vítores eufóricos de la mayoría de la multitud e infundiendo en otros un pavor atenazante.

      ¡Qué hermoso fue!, escribió Mildred a su madre al día siguiente, adoptando un sencillo código que confiaba que su madre entendería y que consistía en decir exactamente lo contrario de lo que pensaba. Miles y miles de personas desfilando ordenadamente, cantando y tocando por las majestuosas calles que se abren en abanico desde nuestra casa. Me acordé de los desfiles de preparación que se hacían en nuestro país al inicio de la Gran Guerra. En las masas hay un gran impulso que puede despertarse… un impulso grandioso y bello. Como sabes, me pareció que este impulso se encauzaba adecuadamente en la guerra, y de la misma manera pienso que también ahora se está encauzando adecuadamente. Es algo muy hermoso y muy serio…, tan serio como la muerte.

      Más tarde, Mildred habría de enterarse de que, mientras ella escribía, los nazis estaban ejecutando un ataque coordinado a los sindicatos socialdemócratas de todo el país, allanando sus oficinas, cerrando sus publicaciones, apropiándose de sus fondos. Detuvieron a líderes sindicales y los pusieron bajo custodia protectora en campos de concentración… menos a aquellos a los que mataron en el acto, supuestamente por resistirse a ser detenidos.

      —Un día los nazis celebran al trabajador —dijo Arvid— y al día siguiente le destruyen.

      —Me figuro que el pueblo alemán verá la misma pauta que vemos nosotros —dijo Mildred—. En algún momento dejarán de distraerlo las concentraciones y los espectáculos. Al final será cuestión de elegir entre el bien y el mal, el sentido común contra el absurdo.

      Arvid guardó silencio.

      —¿No estás de acuerdo? Las cosas no pueden seguir así. Al final la gente dirá que ya basta.

      —¿Qué gente? —dijo Arvid—. ¿Los comunistas y los sindicalistas que están en campos de prisioneros? ¿Los judíos alemanes a los que cada día despojan de más derechos civiles? ¿Los estudiantes hambrientos que se dejan llevar por el entusiasmo de Hitler porque quieren respuestas fáciles y un chivo expiatorio?

      —La gente racional —dijo Mildred—. La gente que actúa impulsada por la decencia, la compasión y el respeto a la ley, y no por el odio y el miedo. Esa es la verdadera Alemania, y no… —Desde el mirador, señaló en general desde la acera de abajo hacia el campo de aviación de Tempelhof—. Y no ese delirio de mentiras que vimos ayer.

      —¿Tú estás segura de que nosotros somos más que ellos?

      —¿Cómo no vamos a ser más?

      —Eso pensaba yo. Ya no estoy tan seguro. Pero por mucho que nuestras filas sean poco numerosas, no puedo deshacerme de mis convicciones más íntimas solo para seguir la corriente a la mayoría.

      —Yo tampoco.

      —Pues entonces, no lo haremos. —Arvid cogió las manos de Mildred entre las suyas—. Permaneceremos fieles a nosotros mismos, pero hemos de tener cuidado.

      Mildred lo sabía perfectamente. A medida que la «unificación» iba arraigando a su alrededor, había empezado a sentirse demasiado angustiada para hablar con libertad sobre temas políticos si no era en casa de amigos o familiares. En el aula, medía sus palabras incluso con miembros de su grupo de estudios progresista, por si acaso había alguna persona hostil al alcance del oído.

      La presencia de la Asociación de Estudiantes Alemanes Nacionalsocialistas fue transformando a un ritmo constante el carácter del abendgymnasium. Aunque Mildred luchaba por alejar de su clase la influencia del grupo, no podía evitar los carteles que cubrían los pasillos con las Doce Tesis para restaurar la pureza de la lengua y la literatura alemanas. La mayoría eran llamadas a purgar la cultura alemana del «intelectualismo judío» y volver a la expresión «pura y sin adulterar» de sus tradiciones populares. «Nuestro enemigo más peligroso es el judío y aquellos que son sus esclavos», chillaba la cuarta tesis, y la quinta comenzaba: «Un judío solo puede pensar en judío. Si escribe en alemán, está mintiendo».

      Las Doce Tesis carecían de toda lógica, solo había odio y rabia, y a Mildred le asqueaba ver a estudiantes leyendo los carteles y discutiéndolos en serio como si fueran verdades que merecían explicaciones intelectuales y no un puñado de basura entremezclada con invectivas. Le apenaba ver a algunos de sus alumnos preparándose con ilusión para la Acción Contra el Espíritu Anti-Alemán convocada por la Oficina Principal de Prensa y Propaganda de la asociación. Se instaba a las divisiones, a compilar listas negras de autores «degenerados», a escribir artículos denunciando la influencia judía en la cultura literaria alemana y a entregar los documentos a la prensa y a la radio de la localidad. Su campaña publicitaria iba a culminar el 10 de mayo a escala nacional en una inmensa säuberung…, una limpieza literaria por medio del fuego.

      Mientras el crepúsculo daba paso a aquella noche fatídica, Mildred estaba enfrente de las ventanas del mirador viendo con aire pensativo cómo se encendían las luces en las ventanas a ambos lados del Hasenheide. Arvid la encontró allí y la abrazó por detrás con ternura.

      —No hace falta que vayamos —dijo contemplando la escena por encima del hombro de Mildred—. ¡Como si no nos bastase con imaginarlo! No hace falta que compruebes con tus propios ojos que sucede.

      —Quiero verlo. —Mildred respiró hondo, se dio la vuelta sin soltarse de su abrazo y le besó—. Tengo que ver con mis propios ojos hasta qué punto hemos llegado a una situación desesperada, porque si no, no me lo creeré.

      Poniéndose un jersey


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