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Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer ChiaveriniЧитать онлайн книгу.

Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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descanso con su familia, cogió el tren de la mañana con rumbo a la capital, y esa misma noche ya había alquilado una habitación amueblada en una casa de huéspedes, más pequeña y más fea de lo que habría podido obtener por el mismo precio en Madison, pero limpia y más o menos tranquila. La alfombra raída y las cortinas desvaídas le daban un aire de dejadez que no le costó imaginarse que acabaría contagiándose a su inquilina. Se dijo que ojalá pronto pudiera permitirse un lugar mejor.

      Apenas acababa de instalarse cuando el devastador desplome de la bolsa estadounidense sacudió a Europa. Gracias a su formación en economía, comprendió las inquietantes repercusiones que tendría en Alemania incluso antes de que los zozobrantes bancos estadounidenses reclamasen la devolución de los préstamos concedidos a otros países. La frágil economía alemana, afectada ya por una inflación abrumadora y por el desempleo, no pudo soportar el golpe. Sin inversión extranjera, las fábricas cerraron, los proyectos de construcción se interrumpieron y miles de trabadores perdieron sus empleos.

      A medida que se iba revelando la magnitud del desastre financiero, Greta se afanaba por obtener una esquiva beca universitaria, por convencer a algún profesor para que la contratase, por encontrar trabajo de conferenciante, investigadora o incluso de modesta profesora ayudante. No había vacantes de ningún tipo en ningún sitio. Los profesores universitarios se aferraban a sus titularidades, retrasando la jubilación por miedo a que las pensiones desaparecieran de la noche a la mañana. Los estudiantes seguían matriculándose con la esperanza de que cuantas más titulaciones académicas obtuviesen más ventajas tendrían sobre sus compañeros cuando por fin se vieran obligados a licenciarse y a engrosar las filas de los miserables millones de parados.

      Greta aceptaba de buen grado el trabajo que podía encontrar: clases particulares, edición por cuenta propia, redacción de textos publicitarios. Le recordaba el trabajo a destajo de su madre, pero con pluma y tinta en lugar de hilo y aguja. Como apenas le quedaba dinero para gastar en ocio, redescubrió su amor de toda la vida por la literatura y el teatro, perdiéndose entre las páginas de una novela o de una obra de teatro y arañando de aquí y de allá los marcos necesarios para sacar entradas baratas para el Staatstheater o el Deutsches Theater. Las largas tardes de invierno se acurrucaba bajo las mantas en la única butaca de su cuarto y se ensimismaba en dramas y comedias, las obras maestras de la literatura alemana, francesa e inglesa.

      Cuando el invierno dio paso a la primavera, acarició la idea de abrirse camino en el mundo del teatro. Podía traducir obras inglesas y francesas para los escenarios alemanes, o convertirse en autora teatral o asesora de repertorio.

      —Deberías ir al Internationaler Theaterkongresse —le insistió su amiga Ursula, que era actriz—. Se celebra en Hamburgo en junio, nueve maravillosos días dedicados a todo lo relacionado con el teatro: actuaciones, seminarios, conferencias.

      —Suena estupendo. Estupendo, sí, y muy caro.

      —Ya, pero van compañías de teatro y profesionales de todo el mundo. ¿Qué mejor oportunidad para hacer contactos que lo mismo desembocan en un trabajo?

      Eso Greta no se lo podía discutir, de manera que rápidamente reunió el dinero necesario saltándose comidas y privándose del sueño para terminar dos largos proyectos de edición antes de lo previsto. Consiguió tres estudiantes nuevos de inglés y pidió el pago de un mes por adelantado. Justo a tiempo, ahorró lo suficiente para cubrir el pago de la matrícula, el billete de tren y el alojamiento, pero mientras hacía la maleta le rondaba un comecome: ¿y si acababa despilfarrando todo su dinero en nueve días de juerga de los que saldría significativamente más pobre pero no más cerca de encontrar trabajo?

      El primer día completo que pasó en Hamburgo se juntó con un alegre grupo de escritores y actores franceses que se alojaban en su mismo hotel. Hablaba francés con la suficiente fluidez como para merecer su aprobación, y ellos tenían una conversación lo bastante inteligente como para merecer la suya. Cuando la invitaron a que se considerase una más del grupo, aceptó con mucho gusto.

      El tercer día, Greta y sus nuevos amigos asistieron a una charla especial de Leopold Jessner, un afamado productor y director del teatro expresionista alemán, presidente honorario del Theaterkongresse, jefe del Preussisches Staatstheater en la plaza Gendarmenmarkt y una eminencia de la escena berlinesa. En la sala de conferencias, una delegación de artistas del Staatstheater acompañó a Jessner al escenario. Cuando Jessner presentó al doctor Adam Kuckhoff, su principal dramaturgo, un hombre robusto de cuarenta y pocos años, labios carnosos y mirada taciturna subió de un tranco al podio.

      Greta, resignada a escuchar una árida conferencia sobre la logística de la administración teatral, se arrellanó en su butaca, pero Kuckhoff pronunció un apasionado discurso sobre la naturaleza del teatro y del cine en la era moderna. Fascinada, Greta absorbió con asombro todas y cada una de sus palabras sin apartar por un instante la mirada de su rostro. De pronto cayó en la cuenta de que era el autor de un elocuente ensayo que había leído ese mismo invierno, Arbeiter und Film, una denuncia de «las mentiras sentimentales de las típicas películas de la alta sociedad» y del «espíritu trasnochado y los vítores patrióticos del cine nacionalista». Escuchó embelesada mientras Kuckhoff transformaba estos conceptos en una audaz y asombrosa visión de futuro del teatro alemán.

      Su ferviente atención no le pasó inadvertida al orador. A veces, cuando sus ojos recorrían al público, se detenían en los de Greta, curiosos y escrutadores.

      Al acabar, Greta y sus compañeros estaban decidiendo a qué sesión iban a ir después cuando se le acercó Kuckhoff.

      —Me ha parecido que estaba usted muy absorta en mis comentarios —dijo en francés—. ¿Significa eso que está de acuerdo o en desacuerdo?

      Greta se le quedó mirando unos instantes, desconcertada…, pero, claro, a la vista de sus acompañantes, cómo no iba a suponer que era francesa. Decidió seguirle el juego.

      —Estoy de acuerdo, si es que sirve de algo; soy una novata en esto del teatro —dijo en francés, tendiéndole la mano—. Greta Lorke, una simple aspirante a autora teatral, o a asesora de repertorio, o a cualquier cosa que se tercie.

      La miró a los ojos mientras se daban un apretón de manos.

      —Dudo que la palabra «simple» la pueda definir a usted, mademoiselle.

      Cuando la invitó a debatir su conferencia con más detalle en una excursión en barco por la bahía de Hamburgo, Greta solo vaciló un instante antes de aceptar.

      Entre los lugares de interés y la absorbente conversación, las horas pasaron tan deprisa y de manera tan gozosa que el Theaterkongresse cayó en el olvido. La excursión concluyó con una romántica cena en uno de los hoteles más distinguidos de la ciudad, en una mesa con vistas al Elba. Después de la comida más deliciosa que había probado Greta en toda su vida y de una magnífica botella de vino, la charla derivó agradablemente hacia miradas sostenidas y sutiles roces; sobre la mesa, la mano de Adam descansaba sobre la de Greta, y, por debajo, la pierna de Greta se apretaba contra la de Adam.

      Cuando, casi con formal cortesía, la invitó a subir a su habitación, Greta asintió con la cabeza y le dio la mano.

      Por la mañana se despertó entre los brazos de Adam, y supo por el chorro de luz que entraba por las ventanas que las sesiones matinales del congreso habían empezado hacía un buen rato. No había pensado pasar la noche fuera de casa, ni tampoco hacer el amor con él, pero su modo de tocarla y sus palabras le habían despertado deseos que ni siquiera sabía que tuviera. En el último momento, cuando la prudencia le había advertido a gritos que escapase de sus brazos si no quería arriesgarse a perderlo todo —su futuro, su reputación— por un instante de pasión, Adam había sacado un paquetito que Greta reconoció en un santiamén. Era un condón. Por supuesto, para él no era la primera vez, como sí lo era para ella; y, como hombre de mundo que era, había venido preparado.

      Cuando Adam se despertó, Greta se acurrucó contra él y apoyó la cabeza en su hombro. Medio dormido, la besó en la frente, aspiró con fuerza y soltó un suspiro.

      —Ah, ma chère man’selle —se lamentó sonriendo—. Eres demasiado


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