Mi honorable caballero - Mi digno príncipe. Arwen GreyЧитать онлайн книгу.
cultural —comentó mirándola de reojo, con un brillo alegre que la delataba.
—En las visitas meramente culturales, en mis tiempos, se robaban besos y se hacían alianzas matrimoniales, pero ahora sois demasiado mojigatos. Y ahora corre, no te distraigas, que los demás han entrado hace rato.
El ambiente durante la cena, tras los agradables momentos pasados en la excursión, donde los lazos se habían estrechado, fue más festivo de lo habitual, aunque hubo algún que otro estornudo o tos por aquí y por allá, pese a los esfuerzos de Ursula.
La única zona de la mesa donde la conversación no versaba sobre la salida de la tarde era aquella donde cenaban Joseph y sus amigos, ya que estos habían alegado otros quehaceres, y parecían concentrados en la comida y en la bebida y hablaban poco, como si no hubiera temas más interesantes que el sabor de la carne y el pudin, o la cosecha del vino.
Lanzaba de vez en cuando el bastardo miradas extrañas a su hermano, sobre todo cuando este reía las gracias de sus caballeros o de las jóvenes damas, y arrugaba los labios en una extraña sonrisa. Entrecerraba los ojos, como estudiando y apuntando en su cabeza las frases que su hermano pronunciaba, y parecía perder el hilo de lo que sucedía a su alrededor durante minutos, aunque luego volvía a la conversación sin problemas, sin que sus comensales pudieran reprocharle nada o, más bien, sin que osaran hacerlo.
Cuando el anfitrión le dirigió la palabra para preguntarle si ya se encontraba mejor de su malestar, le respondió con amabilidad e incluso lamentó no haber podido asistir a la excursión.
—Es una lástima haberme perdido un entretenimiento semejante. Dicen que se trata de un lugar muy hermoso.
—Así es, caballero —respondió lord Ravenstook, satisfecho al ver que Joseph alababa un paraje del que él no podía estar más orgulloso.
—Sin duda vuestra hija y vuestra sobrina no tendrán problema en acompañarme hasta allí otro día, señor —sugirió con un gesto de la cabeza y una sonrisa torcida.
Iris, hacia quien dirigía su mirada, sintió que su mano temblaba al sentir sus ojos sobre ella. Dejó la copa sobre la mesa con un leve tintineo de cristal.
—Estoy segura de que os gustará.
—No lo dudo —respondió él ampliando su sonrisa hasta obtener la respuesta que deseaba, el escandaloso sonrojo de las mejillas de la joven.
—¿Ha visto cómo mira el bastardo a Peter? Pone los pelos de punta.
Benedikt fingió que tomaba algo a su izquierda para mirar con disimulo hacia el lugar en la mesa donde se sentaban Joseph y sus dos hombres para todo, Conrad y Bruno. Estos estaban visiblemente borrachos y mostraban unos modales propios de animales. Joseph, en cambio, comía poco y bebía menos. Como siempre, sus gestos eran delicados y dignos de un príncipe, casi más que los de su propio hermano. Sus miradas se toparon durante unos segundos por encima de la mesa. Los ojos azules de Joseph brillaron con algo parecido al odio, aunque muy pronto una sonrisa encantadora moderó esa impresión. No le convenía al bastardo mostrar en público sus sentimientos hacia los mejores caballeros de su hermano, pensó Benedikt. Joseph bajó la cabeza en un gesto de saludo y tomó el tenedor, como si fuera a comer, aunque no llegó a meterse el bocado de pudin en la boca.
—Más me preocupa el hecho de que pida a las muchachas que le acompañen a pasear. Algo se propone, estoy seguro —musitó Charles, que no podía olvidar las galanterías que le había dedicado a Iris hacía unos minutos.
Benedikt se encogió de hombros y tomó una copa, aunque, como Joseph, tampoco llegó a llevársela a los labios.
Era como si necesitara tener algo en la mano para aclarar sus pensamientos.
Charles tenía razón, Joseph no era de fiar.
Hasta cierto punto, había comprendido sus motivos para buscar una alianza con Napoleón en un momento peligroso, cuando se había quedado solo al mando de Rultinia, rodeado de enemigos, y no solo fuera de las fronteras. Un aliado fuerte le hubiera dado seguridad y poder fuera y dentro del país. Con lo que ya no estaba de acuerdo era con el hecho de querer eliminar a Peter y quedarse él con la corona.
Peter, pese a todas las pruebas que existían en su contra, había decidido perdonarle para honrar la memoria de su padre, el difunto rey Paul. Este le había pedido antes de morir que cuidara de su hermano «pasara lo que pasara», y se temía que Peter se tomaba esas últimas palabras de un modo demasiado literal. Tanto que olvidaba que el rey Paul no había sido precisamente clemente con sus enemigos. De haber seguido vivo y haber sido él el traicionado, lo más probable era que Joseph ya no estuviera vivo.
Lo cierto era que Peter no parecía comprender que el resentimiento y la envidia de su hermano bastardo hacia él habían estado a punto de acabar con su vida, y que solo la fidelidad de sus caballeros le había mantenido vivo. La próxima vez, que la habría, estaba seguro de ello, quizás no tuviera tanta suerte, o sus caballeros podrían no estar a mano.
Observó a su príncipe al otro lado de la mesa, bromeando y bebiendo como un jovenzuelo irresponsable, riendo todas las gracias de su anfitrión y narrando escaramuzas de la guerra como si el hecho de haber estado a punto de morir durante ellas fuera una bobada.
—Y allí estaba yo, y allí estaba aquel coracero francés diciéndome que su deber era matarme por orden de su emperador. Imaginaos qué papelón, yo desarmado, y él con su sable en mi garganta. Ya me veía cenando en el infierno —decía Peter en ese momento, de pie y con las manos en alto, simulando ser un hombre en el momento de rendirse.
Las jóvenes lo observaban con los ojos abiertos de par en par, en especial Iris, que se removía nerviosa en la silla, como si viera la escena en tiempo real. Cassandra lo hacía con una sonrisa ladeada, fingiendo indiferencia, pellizcando de vez en cuando un mendrugo de pan y lanzando las migas en el plato. Benedikt contempló esa mano de dedos pálidos y ese brazo que él había sostenido esa misma tarde. Su recuerdo le trajo la reminiscencia del calor de su tacto y un inesperado ramalazo de deseo.
Incómodo, volvió la mirada a su príncipe, que seguía narrando su historia con pulso de buen narrador. Ojalá no estuviera contando esa historia en particular, se dijo tocándose el costado de modo inconsciente.
—Y justo cuando ya estaba encomendándome a los dioses, apareció Ben y dijo: «Pues mi deber es defender a mi príncipe de idiotas como tú», y se interpuso entre el coracero y yo y lo mató. Se llevó de paso un palmo de su acero en las costillas, por lo que ganó la Gran Cruz de Santa Gervasia al valor, el mayor honor de nuestro país —añadió con una reverencia informal en dirección al caballero escocés.
Benedikt arrugó los labios de disgusto al escuchar esa anécdota en labios de su señor. No le gustaba que hablaran de él como si fuera un héroe. Como caballero, cumplía su deber y nada más. Aunque fuera su capitán, no se consideraba ni el más valiente ni el más bravo de la guardia de Peter, era uno más. Sin embargo, él parecía dar a entender que era algo así como un caballero suicida, dispuesto a sacrificar su vida por su príncipe. Y no es que no estuviera dispuesto a cualquier cosa por salvarle, pero de ahí a ser un ángel guerrero…
De pronto sintió la mirada de Cassandra sobre sí, oscura y penetrante, como si pudiera ver todos y cada uno de los pensamientos que se paseaban por su cabeza. Su sonrisa burlona lo irritó. Y también lo hizo el hecho de ser consciente de la forma de esa boca, la forma de corazón de su labio superior y la curva sedosa del inferior, del tono sonrosado de su piel.
¿Desde cuándo se sentía atraído por esa mujer, que siempre lo había irritado más que ninguna?
Llevaba demasiado tiempo sin una moza bajo él. En cuanto saliera de aquella mansión de campo se buscaría una amante complaciente que le hiciera olvidar la guerra y aquella mirada burlona.
—¿Por qué no le contáis a estas hermosas jóvenes las numerosas hazañas del conde Charles? —dijo con tono ácido—. Seguro que les interesarán más que cualquier cosa que le concierna a un viejo lobo como yo.
Iris se volvió hacia