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Anna Karenina. León TolstoiЧитать онлайн книгу.

Anna Karenina - León Tolstoi


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sigue siendo mi marido y amante de ella. ¡Oh, tú no lo puedes entender!

      —Lo entiendo, querida Dolly... —dijo Anna, mientras le apretaba la mano.

      —¿Y piensas que él comprende todo el horror de mi situación? —siguió Dolly—. ¡No, para nada! Él vive feliz y contento.

      —Eso no —la interrumpió, vivamente, Anna—. También es digno de compasión; el arrepentimiento le tiene apesadumbrado.

      —Pero ¿piensas que siquiera es capaz de sentirse arrepentido? —interrumpió Dolly, mirando fijamente a Anna.

      —Sí. Le conozco muy bien y, al verle, no pude menos que sentir compasión. Ambas le conocemos. Él es muy orgulloso, pero bueno. ¡Y en este momento se siente tan humillado! De él lo que más me conmueve (Anna estaba segura de que aquello iba a impresionar a Dolly más que nada) es que existen dos cosas que le angustian: primero, la vergüenza que siente ante sus hijos, y después que, queriéndote como te quiere... Sí, sí, te quiere más que a nada en el mundo —dijo Anna precipitadamente, impidiendo que Dolly pudiera contestar—. Pues bien, que queriéndote como te quiere, te haya perjudicado tanto. «¡No, Dolly no me va a perdonar!», me dijo.

      Pensativa, Dolly ya no miraba a Anna y únicamente escuchaba sus palabras.

      —Entiendo —dijo— que también su situación es espantosa. Sobrellevar esto es más difícil para el culpable que para el que no lo es, si se da cuenta de que es él quien causó todo el daño. Pero ¿cómo disculparle? ¿Cómo continuar siendo su esposa, después que ella...? Para mí sería una tortura vivir con él, justamente porque le he querido.

      El llanto ahogó su voz.

      Sin embargo, cada vez que se conmovía, y como si lo hiciera de manera intencionada, la idea que la martirizaba volvía nuevamente a sus palabras:

      —Ella es guapa y joven —siguió—. ¿No entiendes, Anna? Mi juventud se ha evaporado... ¿Y cómo? Sirviéndole a él y a sus hijos. Les serví, consumiéndome en ello, y en este momento a él le es más agradable una chica joven, aunque sea una cualquiera. Probablemente que ellos hablarían de mí; o quizá no, y en este caso es aún peor. ¿Entiendes?

      Y el resentimiento reavivó otra vez su mirada.

      —¿Qué puede decirme después de eso? Nunca le voy a creer. Todo ha acabado, todo lo que me servía de recompensa de mis sufrimientos, de mi trabajo... ¿Podrás creer que dar la lección a Gricha, que antes era un placer para mí, ahora es un suplicio? ¿Para qué trabajar, para qué hacer tantos esfuerzos? ¡Me da mucha lástima que tengamos hijos! Es espantoso, pero te puedo asegurar que ahora, en vez de amor y de ternura, únicamente siento rencor hacia él, sí, rencor, y hasta, de poder, te aseguro que llegaría a asesinarle.

      —Querida Dolly, entiendo todo. Pero, por favor, no te pongas así. Estás tan ofendida, tan excitada, que no ves las cosas claramente.

      Dolly se tranquilizó. Ambas permanecieron calladas durante unos instantes.

      —¿Qué voy a hacer, Anna? Ayúdame a solucionarlo. Yo he pensado en todo y no encuentro remedio.

      Tampoco Anna lo podía encontrar, pero su corazón respondía con sinceridad a cada palabra, a cada expresión de la cara de Dolly.

      —Es mi hermano —comenzó— y conozco muy bien su carácter: lo fácil que olvida todo —e hizo un gesto señalando la frente—, la facilidad con que se entrega y con que más tarde se arrepiente. En este momento no imagina, no acierta a entender cómo pudo hacer lo que hizo.

      —Ya, ya comprendo —interrumpió Dolly—. Pero ¿y yo? ¿Te olvidas de mí? ¿Acaso estoy sufriendo menos que él?

      —No, espera. Dolly, debo confesarte que cuando él me explicó las cosas no entendí todavía completamente el horror de tu situación. Únicamente le vi a él, entendí que la familia estaba deshecha y sentí compasión por mi hermano. Sin embargo, después de conversar contigo, yo, como mujer, veo lo demás, siento tu dolor y no te podría expresar con palabras la piedad que me inspiras. Pero, querida Dolly, por mucho que entienda tus sufrimientos, no sé, por el contrario, el amor que puedas albergar por él en lo profundo de tu corazón. Si le quieres lo suficiente para perdonarle, perdónale.

      —¡No...! —exclamó Dolly. Pero Anna la interrumpió cogiéndole la mano y besándosela nuevamente.

      —Dolly, conozco el mundo más que tú —dijo— y sé cómo las personas como Esteban ven estas cosas. Tú piensas que ellos hablarían de ti. No, nada de eso. Los hombres que son así infringen sus códigos de fidelidad, pero para ellos su esposa y su hogar son sagrados. A sus ojos, mujeres como esa institutriz son una cosa diferente, incompatible con el amor a la familia. Colocan una línea de separación entre ellas y el hogar que jamás se cruza. No entiendo muy bien cómo puede ser eso, pero es de esa manera.

      —Sí, sí, pero él le daría besos y...

      —Dolly, tranquilízate. Recuerdo perfectamente cuando Stiva estaba enamorado de ti, cómo lloraba cuando pensaba en ti, cuánta poesía ponía en tu amor, cómo hablaba siempre de ti. Y sé que, a medida que transcurre el tiempo, siente mayor respeto por ti. Todo el tiempo nos reíamos cuando decía a cada instante: «Dolly es una mujer maravillosa». Para él, tú eras una diosa y continúas siéndolo. Esta pasión de ahora no ha afectado lo profundo de su alma.

      —¿Y si volviera a ocurrir?

      —No creo que sea posible.

      —¿Tú le habrías perdonado?

      —No sé, Dolly, me es imposible juzgar...

      Anna reflexionó un instante y agregó:

      —Sí, sí puedo, claro que sí puedo. ¡Yo le habría perdonado! Es verdad que me habría convertido en otra mujer, sí; pero le perdonaría, como si no hubiese sucedido nada, nada en absoluto...

      —Sí, de esa manera tendría que ser —interrumpió Dolly, como si ya antes hubiera pensado en ello—; de otra forma, no sería perdón. Si se perdona, debe ser completamente... En fin, te acompañaré a tu habitación —agregó, al tiempo que se ponía en pie y abrazaba a Anna—. ¡Querida, me alegro mucho de que hayas venido! Siento el corazón mucho más sereno, mucho más sereno.

      XX

      Aunque varios de sus conocidos, informados de su llegada, acudieron a visitarla, Anna no recibió a nadie y pasó todo el día en casa de los Oblonsky.

      Toda la mañana estuvo con Dolly y con los niños y mandó a avisar a su hermano que fuera, sin falta, a comer a casa. «Ven», le escribió. «El Señor es misericordioso».

      Así, Oblonsky comió en casa, la charla fue sobre temas generales y su mujer le tuteó, lo que últimamente jamás ocurría. Es verdad que continuaba la frialdad entre marido y mujer, pero ya no se hablaba de separación y Oblonsky comenzaba a vislumbrar la posibilidad de reconciliación.

      Kitty llegó después de comer. Casi no conocía a Anna Karenina y llegaba un poco inquieta ante la idea de enfrentarse con esa gran dama de San Petersburgo de la que todo el mundo hablaba con tanta ponderación. Pero inmediatamente entendió que le gustaba mucho. Anna se sintió gratamente impresionada por la lozanía y juventud de la muchacha, y Kitty se sintió, instantáneamente, prendada de ella, como habitualmente se prendan las jóvenes de las señoras de más edad. No parecía en nada una gran señora, ni que fuese madre de un chiquillo de ocho años. Al ver la agilidad de sus movimientos, la tersura de su cutis y su vivacidad, cualquiera la habría tomado por una chica de veinte años, de no haber sido por una expresión dura y hasta triste, que subyugaba e impresionaba a Kitty, que a veces ensombrecía un poco su mirada.

      Kitty adivinaba que Anna era de una completa sencillez y que no escondía nada, pero también adivinaba que en su alma vivía un mundo superior, complicado y poético que ella no podía entender.

      Dolly se fue a su habitación después de comer y Anna se aproximó a su hermano, que estaba encendiendo un cigarro.

      —Stiva


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