Por siempre. Caroline AndersonЧитать онлайн книгу.
–¿Ahora? ¿De verdad? –preguntó ella sorprendida.
–Bueno, tal vez mañana…
–No, no. Está bien. Puedo ir ahora. No son más que las cinco y media, así que podría estar allí a eso de las seis… si no tiene usted ningún problema.
Dan miró a su alrededor… después de todo esa era su parte de la casa. Arriba no estaba tan desordenado. La consulta estaba impecable… aunque de la cocina no podía decir lo mismo.
–Bien, me parece muy bien –dijo él, antes de que ella pudiera cambiar de idea. Pronto se dio cuenta de que se le había escapado hacer una pregunta si no de vital importancia, sí de buena educación–. Por cierto, ¿cuál es su nombre?
–Doctora Blake, Holly Blake –ella se rió–. Nací en Navidad…
–En ese caso, feliz cumpleaños, Holly Blake –dijo él y se sorprendió a sí mismo disfrutando de aquella conversación.
Ella se rió.
–Gracias, doctor Elliott. Enseguida estaré allí –colgó el teléfono.
Dan se quedó pensativo, con el auricular en la oreja. Holly. Cuando por fin reaccionó, colgó el teléfono rápidamente.
–Vamos chicos, en marcha –les dijo a sus perros y a su gato–. Tenemos visita.
Dos colas se movieron al unísono, pero esa fue la única respuesta que obtuvo. ¿Para qué iban a moverse?
Se puso de pie y estiró la pierna. Le dolía. Volvió a encogerla y a estirarla varias veces. ¡Maldición! Le dolía todo. Quizás sí que tuviera fiebre. Le dolían las costillas de un modo insidioso.
Se dirigió a la consulta, encendió las luces y comprobó que todo estaba ordenado. Las revistas estaban bien colocadas, las sillas estaban correctamente alineadas… Sólo un colorido juguete se había quedado olvidado bajo la mesa, amenazando con desdecir lo que el resto de la habitación afirmaba. Lo colocó en su sitio.
Bien, ya estaba.
La oficina estaba un poco destartalada, pero Julia iría al día siguiente y la ordenaría. Hasta entonces sería mejor que dejara las cosas como estaban, no fuera que interceptara su modus operandis y se encontrara con una reprimenda.
Fue a la cocina y metió los platos en el lavaplatos a toda velocidad. La señora Hodges ya se habría echado las manos a la cabeza de haberlo visto. Pero como no estaba allí y, sin embargo, Holly llegaría muy pronto, no tenía más remedio que hacer las cosas a su modo. O sea, mal.
Se apoyó ligeramente sobre el mostrado de la cocina. Holly. ¡Qué voz! Ya sólo el recuerdo de aquel susurro provocaba extraños efectos en su interior.
Lentamente se dirigió al espejo que había en el recibidor. Se quitó las gafas que ocultaban menos de lo que él habría deseado.
La mitad derecha de su rostro era tal y como él la había conocido, con sus varias versiones, durante treinta y cuatro años. Pero la izquierda, era otra historia. Ya desde la raíz de su abundante pelo negro partía una profunda cicatriz que recorría parte de la frente, la sien, tocaba el ojo, atravesaba la mejilla y finalizaba en la comisura de sus labios. Junto a esa marca había otras pequeñas, producto de la cirugía que había tratado de reconstruir su rostro.
Su sonrisa había quedado torcida, como un privilegio del que sólo podía disfrutar la mitad de su cara. La sonrisa de un borracho siempre sobrio.
Su otro rostro, el entero, seguía siendo masculino, con rasgos marcados y labios gruesos y prometedores. Pero, ¿a quién interesarían ya nunca más sus promesas?
Cerró los ojos. La voz de Holly le provocaba todo tipo de tormentos interiores.
¿Y qué? Aquella cara no incitaba más que a salir huyendo.
Ni siquiera podría conducir durante al menos dos años. Los dolores de cabeza lo mataban y le dolían la pierna y las costillas con el frío.
Por fin sonó el timbre. Los perros dieron un único y vago ladrido y levantaron ligeramente la cabeza.
–¡Sois unos guardianes impresionantes! –dijo él y se colocó las gafas de nuevo.
Se quedó helado al abrir la puerta.
Era preciosa y quería aquel trabajo. Forzó una sonrisa y abrió la puerta del todo.
–¿Doctora Blake? –preguntó él sabiendo de sobra la respuesta–. Pase. Acabo de poner la tetera al fuego.
Holly alzó la cabeza para mirar al hombre que estaba en la puerta.
Era alto, de pelo oscuro y, a contraluz, parecía llenar todo el vano de la puerta. Podría decirse que, incluso, tenía cierto aire amenazante.
Durante un rato se quedó allí, mirándola a través de los cristales ligeramente tintados de sus gafas, con una expresión imposible de descifrar. Holly sintió que el corazón le daba botes en el pecho.
Por fin, se apartó y la dejó pasar. La luz, entonces, iluminó con crueldad la profunda señal que había en su cara.
Ella entró, conteniendo las ganas de extender la mano y tocar el surco dejado por no sabía que desafortunado incidente. ¿Qué le habría ocurrido? ¿Por qué se escondía de aquel modo entre las sombras?
Lo miró directamente a los ojos o trató de hacerlo. El oscuro tinte de los cristales de daba un aspecto de misterio. La boca, torcida en una mueca involuntaria, guardaba un gesto de amargura y desesperanza.
A pesar de todo, había algo reconfortante en él. Era un caballero.
Y el aire de crueldad que su deformidad le daba era evidentemente superficial. La única persona con la que aquel hombre podría ser cruel era consigo mismo.
–Dan Elliott –dijo él y le tendió la mano.
Ella se la estrechó, sin sorprenderse de que estuviera cálida y seca, de que el gesto fuera firme. Así era él.
Holly sonrió.
–Soy Holly –respondió ella, dándole directamente derecho a que la tuteara. No le gustaban las ceremonias e intuía que a él tampoco. Tal vez lo había deducido por los viejos vaqueros con que la había recibido o por el jersey casero de lana gorda, seguramente cortesía de su madre.
Le soltó la mano y cerró la puerta.
Al fondo, Holly vio una estufa de hierro forjado que ocupaba el hogar de la chimenea y, tendidos junto a ella, dos perros. Uno de ellos la observaba con curiosidad, mientras el otro, mucho más grande, estaba demasiado cómodo en su postura para molestarse en abrir los ojos.
En el sillón más cercano, había un gato de color canela que reposaba plácidamente panzarriba sobre un cojín.
Holly sonrió al hombre que estaba a su lado.
–Por lo que se ve, te gustan los animales también. Mi casa estaba siempre llena.
–La verdad es que aquí han llegado siempre por efecto del azar. El gato me adoptó. Ese perro grande y horroroso me lo trajeron de cachorro. Fue el regalo que me dio un paciente después de mi accidente. Tenía que caminar para recuperarme y lo del perro debió parecerle una buena idea. ¡Desde luego que hice ejercicio! No hice más que recoger excrementos durante los primeros meses. El otro también fue regalo de un paciente, o algo parecido. Me lo dejó una temporada, pero él acabó en un asilo.
–De modo que te lo tuviste que quedar.
Él se encogió de hombros.
–Una vez que tienes uno, te da lo mismo tener dos.
–O tres o cuatro –sonrió ella–. Mi padre es veterinario. Siempre teníamos varios perros y gatos y, por supuesto, el eventual erizo recobrándose de una herida, dos gansos, etc… Además, le fascinan las razas raras, así que teníamos un pequeño rebaño de ovejas, siempre dos o