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con él. Dijiste que tenías una niñera maravillosa que se encargaba de los niños.
El color de Henry se intensificó.
–Imposible. Alice tiene que llevar la casa, y una ajetreada vida social. En serio, Serena, no tenía ni idea de que fueses tan egoísta –y añadió–: Y la niñera se ha despedido.
Se marchó, con un austero adiós, dejándola para que subiese a ver por qué su padre la llamaba a gritos.
Unos días después llegó su otro hermano, el mediano. Matthew era una versión moderada de Henry. Tampoco se llevaba bien con su padre, pero era más tolerante con el mal genio del señor Lightfoot aunque sólo hacía las mismas visitas obligadas. Iba acompañado de su esposa, una mujer joven con mucho carácter que menospreciaba a Serena. Entró en la casa declarando que Serena estaba descuidando el jardín y el porche.
–No conviene descuidar una casa –señaló–, y menos una tan grande como ésta. Eres muy afortunada de vivir tan espléndidamente.
Serena lo dejó pasar, sin prestar atención a la voz de su cuñada. Fue mientras tomaban un té cuando dijo:
–Henry vino el otro día. Le dije que quería unas vacaciones.
Matthew se atragantó con el bizcocho.
–¿Vacaciones? ¿Por qué, Serena?
Al menos parecía algo interesado.
–Esta casa es muy grande, tiene seis dormitorios, el ático, cuarto de estar, comedor, salón, cocina y dos baños. Se supone que debo de mantener todo limpio con la ayuda de una anciana que tiene reumatismo y no puede agacharse. Y también está el jardín. Fue mi cumpleaños hace una semana he cumplido veintiséis años, y creo que tengo derecho a unas vacaciones.
Matthew se quedó pensativo, pero fue su esposa quien habló:
–Mi querida Serena, a todos nos gustarían unas vacaciones, pero una tiene sus obligaciones. Después de todo, sólo sois tu padre y tú, y puedes organizarte tu trabajo cada día para hacer lo que te plazca.
–Pero no hago lo que me place –dijo Serena con toda naturalidad–. Tengo que hacer lo que le place a mi padre.
Matthew dijo:
–Bueno, eso no me parece muy razonable… ¿Has hablado con Henry…?
–Sí, piensa que es una idea tonta.
En el fondo Matthew era un buen hombre, pero estaba dominado por Henry y por su esposa. Dijo:
–Oh, pues, en ese caso no creo que debas pensarlo más, Serena –como Serena no dijo nada, añadió–: Imagino que verás mucho a Gregory. Un joven muy formal. No te va tan mal, Serena.
–Bueno, imagino que podría irme mejor –dijo Serena displicentemente–. Sólo que nunca he conocido a otros hombres.
Entonces tuvo un repentino recuerdo del hombre de Barrow Hill.
Gregory fue el fin de semana. Ella no lo esperaba y, como hacía un día gris y lluvioso, había decidido limpiar un armario de la cocina. Su aspecto desaliñado le hizo fruncir el ceño cuando la besó en la mejilla.
–¿Tienes que parecer una fregona un sábado por la mañana? –inquirió–. ¿No puede hacer ese trabajo la mujer que viene a limpiar?
Serena se retiró un mechón de pelo detrás de la oreja.
–Viene dos horas dos veces a la semana. En una casa de este tamaño apenas le da tiempo a hacer la cocina y los baños. No te esperaba…
–Es obvio. Te he traído unas flores.
Le dio unos narcisos envueltos en celofán con el aire de estar regalándole una gargantilla de diamantes.
Serena le dio las gracias amablemente y no mencionó que el jardín estaba plagado de narcisos. La intención era lo que contaba.
–Prepararé café. Mi padre ya tiene el suyo.
–Subiré a verlo enseguida –dijo Gregory, y añadió cautelosamente–: Henry me ha dicho que quieres irte de vacaciones.
Ella estaba llenando la tetera.
–Sí. ¿No crees que me las merezco? Podría conocer gente y divertirme.
Gregory dijo severamente:
–¿Bromeas, Serena? No veo por qué necesitas irte. Tienes una estupenda casa aquí, con todas las comodidades, y puedes organizarte los días como te plazca.
Ella se volvió a mirarlo.
–Haces que parezca como si me pasase los días sentada en el salón sin hacer nada, pero que sepas que no es así.
–Mi querida Serena, ¿serías feliz haciendo eso? Eres una ama de casa nata; serás una buena esposa –le sonrió–. ¿Y ahora, qué tal ese café?
Gregory subió a ver a su padre enseguida, y ella se puso a preparar la comida. Su padre le había pedido riñones picantes y un vaso del clarete que guardaba en el aparador del salón bajo llave. Si Gregory pensaba quedarse a comer, tendría que conformarse con huevos revueltos y sopa. Tal vez la llevase a dar una vuelta, al pub del pueblo donde servían unas empanadas riquísimas…
Ilusiones. Gregory entró en la cocina diciendo que tenía que ir a la oficina.
–Pero es sábado…
Él le dirigió una mirada tolerante.
–Serena, me tomo mi trabajo en serio; si eso significa trabajar unas cuantas horas extras un sábado, no me importa. Haré todo lo posible por verte el sábado que viene.
–¿Por qué no mañana?
Su vacilación fue tan leve que ella no lo notó.
–Prometí a mi madre que iría a verla, a resolverle unos asuntos. Ella se arma un lío con esas cosas.
Serena pensó que su madre era una de las mujeres más concienzudas que había conocido, perfectamente capaz de resolver sus asuntos. Pero no dijo nada; estaba segura de que Gregory era un buen hijo.
El domingo, con la esperanza de volver a ver al desconocido, subió a Barrow Hill, pero allí no había nadie. Y encima, el soleado día se había nublado y empezó a llover. Regresó para asar el faisán que se le había antojado a su padre para comer, y después pasó la noche con Puss, oyendo la radio.
Mientras escuchaba pensó en su futuro. De momento no podía alterarlo, ya que le había dado su palabra a su madre, pero podría intentar aprender algún oficio en casa. Se le daba bien la aguja, pero no creía que hubiese mucho futuro en eso; tal vez podría aprender a manejar un ordenador, parecía esencial para cualquier trabajo. ¿Pero de dónde iba a sacar un ordenador? Y aunque consiguiese alguno, ¿cómo iba a pagarlo?
En una ocasión que fue a Yeovil se compró un vestido y cuando su padre vio la factura se indignó tanto que no volvió a intentarlo. Serena nunca supo si el ataque de corazón que él dijo que había tenido fue auténtico o no, ya que se negó a que le viese un médico. Desde entonces se arreglaba con la poca ropa que tenía.
Diez días después, una espléndida mañana de mayo, llamó el señor Perkins, abogado de la familia. Era un anciano agradable que, cuando murió su madre y lo llamó el señor Lightfoot, le dio unas palmaditas a Serena en el brazo y le dijo:
–Al menos tu padre te ha asegurado un futuro –la tranquilizó–. No tendrás que preocuparte nunca por eso. Tal vez te ayude un poco.
Ella se lo había agradecido aunque en ese momento no pensó mucho en ello, pero con el paso de los años había asumido que tenía asegurado su futuro.
El señor Perkins, totalmente mayor y con el pelo más gris, estuvo encerrado un buen rato con su padre. Cuando bajó finalmente, parecía disgustado, rechazó el café que le ofreció Serena y se marchó con un simple adiós. Había criticado al señor Lightfoot su nuevo testamento, pero no había