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Amigos muy íntimos. Diana HamiltonЧитать онлайн книгу.

Amigos muy íntimos - Diana Hamilton


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      ¡Así que Mattie había pensado que Fiona no era suficientemente buena para él! ¿Y qué sabía ella al respecto? En su opinión, la hija de su socio no vivía en el mundo real. Su vida se limitaba a esa torre de marfil aislada, dedicada solo a su trabajo. Era completamente inocente, ignorante de lo que pasaba entre los hombres y mujeres adultos y sexualmente activos.

      No tenía ningún derecho a emitir juicios.

      Por lo que él sabía, Mattie no tenía ninguna vida sexual, así que, ¿cómo podía entender el ansia de un hombre por poseer a una mujer tan hermosa, tan provocativa como era Fiona.

      Se dio cuenta de que seguía con el ceño fruncido y se obligó a relajarse mientras aceptaba el whisky de malta que le ofreció Edward. Luego ambos se sentaron y él preguntó:

      —¿Dónde está Mattie?

      —En la cocina —respondió Edward—. Me temo que tenemos la mala suerte de que la señora Flax haya decidido tomarse sus vacaciones precisamente ahora. Ya sabes que, fuera de su trabajo, Matilda es tan organizada como una niña de dos años.

      James le dio un trago a su whisky. ¡Pobre Mattie! Sabía muy bien que, si no fuera por su presencia allí, ellos dos se habrían conformado con unos sándwiches o algunas latas mientras que no volviera el ama de llaves. No iba a permitir que ella se estresara demasiado, así que, a partir del día siguiente, la ayudaría. Esa decisión lo sorprendió, pero siguió decidido a hacerlo.

      Mattie no estaba en la cocina, sino en su dormitorio, mirándose al espejo. Cuando oyó llegar a James, había sido muy consciente del mal aspecto que tenía con los vaqueros y la sudadera que había llevado durante todo el día en la cocina y el jardín, donde había estado un buen rato cortando muérdago para decorar el salón.

      Pero lo cierto era que tampoco le parecía estar muy atractiva con la falda marrón y el jersey que se había puesto. Su cabello castaño seguía húmedo por la ducha que acababa de darse y parecía casi negro mientras se hacía su moño habitual. Estaba demasiado pálida y no podía hacer nada con el peculiar color amarillo de sus ojos.

      Frunció el ceño, se volvió y recogió la ropa sucia. No serviría de nada maquillarse. Sabía que era fea, lo había sabido siempre. Y por mucho que se mirara al espejo, no alteraría una nariz muy corriente, una mandíbula demasiado ancha y una boca demasiado carnosa.

      James no se percataría si fuera a cenar vestida con un saco. Él la llamaba a veces ratón. Y así era como la veía. Algo pequeño, tranquilo, gris. Insignificante. Lo sabía muy bien, ¿no? Había aceptado la dura realidad hacía años. Entonces, ¿a qué venía ahora esa especie de autocrítica?

      Tenía que controlarse. James no había hecho nada nunca para animarla a que sintiera lo que sentía por él. Era, por suerte, completamente inconsciente de la profundidad de sus sentimientos. Tan profundos eran que ella nunca le había prestado atención a ningún otro hombre. Nunca se había visto tentada a seguir el ejemplo de sus amigas de la universidad y jamás había ligado con nadie.

      En vez de seguir allí, pensando en lo que nunca podría ser, debería estar abajo, tratando de ser amable y comprensiva. Con un poco de suerte, eso serviría para calmar el dolor de su corazón roto.

      Así que, ignorando estoicamente su dolor, levantó la barbilla, echó atrás los hombros y salió de su habitación.

      —Por supuesto que te voy a ayudar a preparar el almuerzo —dijo James a la mañana siguiente—. No tengo ninguna intención de permanecer ocioso. Además, ninguno de los dos ha preparado nunca una auténtica comida de Navidad, así que el resultado puede ser divertido.

      Mattie se mordió el labio. ¿Por qué tenía él que ser tan atractivo? ¿Es que siempre se le tenían que agitar las entrañas cada vez que estaba cerca de ella?

      Él llevaba unos pantalones grises y un jersey negro de cachemira. Era la perfección masculina en persona, con unos ojos grises que contrastaban con sus largas pestañas y cejas tan negras como su cabello.

      Tenía que pensar en cualquier otra cosa. En lo que fuera.

      —Si te preocupa que vaya a repetir la actuación de la cena de anoche, no temas —dijo ella, sabiendo que había sido un completo desastre—. Lo cierto es que eso no se puede hacer peor.

      Sacó de uno de los bolsillos del delantal las gafas que usaba para leer y se las puso en la nariz.

      —La verdad es que me entró el pánico —continuó—. Lo hice todo mal, ya que es la señora Flax la que cocina siempre, y por eso yo no he tenido que aprender a hacerlo. Pero eso no significa que no pueda. Todo tiene que ser cosa de lógica y planificación. Así que anoche me senté e hice algunas listas y me leí algunos libros de cocina. Tengo todo planeado, hasta el último detalle.

      Y por eso tenía ojeras, pero por lo menos había logrado quitarse de la cabeza que estaban durmiendo bajo el mismo techo. Aunque ella había dormido más bien poco.

      —Estoy segura de que podrías pasar mejor la mañana con papá. Sé que está ansioso por hablar contigo de ese proyecto hotelero en España. ¿O era en Italia?

      —En España —afirmó él—. Y puede esperar.

      Ella tenía un aspecto muy hogareño, con el cabello recogido que dejaba ver claramente su rostro, sus graciosas gafas que se le deslizaban por la pequeña nariz, y sus serios ojos dorados. Estaba dedicando toda su impresionante inteligencia a lo que tenía entre manos.

      ¡Bravo, Mattie!

      —De todas formas, te voy a ayudar. Si no en otra cosa, puedo pelar patatas, darte café, limpiarte el sudor de la frente… Te prometo que me lo pasaré bien. Me gusta estar en tu compañía.

      Y eso era cierto. Siempre había estado a gusto con ella. Y le gustaba verla concentrada en su labor, con el ceño fruncido y la punta de la lengua asomándole de entre los labios. Como cuando estaba tratando de comprender los misterios del procesador de textos. Eso evitaría que él se pusiera a pensar en… Otras cosas.

      —Si eso es lo que quieres de verdad…

      No podía permitirse creer que, de verdad, a él le gustaba estar con ella. Pero lo cierto era que James, tal y como se estaba comportando de amablemente con ella, era un peligro para su paz mental.

      Y lo siguió siendo durante todas las fiestas, con su encanto, haciéndola pensar a veces que ese viejo dicho de que, si se desea algo con todas las fuerzas, acaba por hacerse realidad. Solo a veces él pareció dejarse llevar por la oscuridad de sus pensamientos y parecía profundamente pensativo. Estaba segura de que estaba añorando su amor perdido. Aunque lo cierto fue que no mencionó a Fiona ni una sola vez.

      La mañana del día en que se suponía que James tenía que irse, Edward se fue a dar un paseo para bajar la comida.

      —Lo has hecho muy bien, Mattie —le dijo como sorprendido—. Pero claro, James estaba ayudándote y cuidando de que no hicieras más estropicios.

      A Mattie no le gustó eso. Había trabajado duramente para sacar alguna lógica de los misterios de transformar unos elementos básicos crudos en algo que se pudiera comer. Se merecía alguna alabanza, pensó mientras pasaba la aspiradora por la casa con más pasión que eficacia.

      La iba a guardar ya en la cocina cuando apareció James.

      —¿Listo para marchar? —le preguntó tranquilamente aunque por dentro no lo estaba en absoluto.

      Lo iba a echar mucho de menos. Seguramente se pasaría meses sin volverlo a ver. La noche anterior había oído a su padre decirle que se pasaría por las oficinas de Londres en un día o dos para hablar del complejo hotelero en España, así que no lo vería en un futuro cercano.

      —Casi.

      James cerró la puerta y se apoyó contra ella, con los brazos cruzados, como tapándola la salida. Mattie lo miró. Estaba magnífico, aún con esos vaqueros gastados y la chaqueta de cuero viejo.

      Realmente


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