Un refugio en la tomenta. Cara ColterЧитать онлайн книгу.
camastros de la zona principal. Cuando comprobó que estaban solos, se relajó.
—Esto ha cambiado. Ahora puede dormir aquí una multitud —dijo él al ver los seis camastros—. ¿A qué se debe el cambio?
—Es un centro de adiestramiento del ejército. Las tropas llegaran en cualquier momento.
—¿Mandadas por Sam? —preguntó secamente mientras se quitaba la mochila y echaba una nueva ojeada al interior de la cabaña.
Su mirada se detuvo por un instante en el ramo de flores silvestres que ella había colocado dentro de una lata en el centro de la mesa nada más llegar. En esos momentos sentía haberlo hecho. Pensó que aquello la hacía parecer vulnerable, imagen que no quería tener en esos momentos.
—Será mejor que eche una ojeada a esa herida —dijo ella.
—No se puede decir que sea una herida.
—Bien, sea lo que sea, está manchándome el suelo, así que siéntate —dijo acercándole una silla con el pie.
Él la miró fijamente, no acostumbrado a recibir órdenes, aunque ella sospechaba que él había dado más de una en su vida. A regañadientes, él se sentó con un gesto de dolor, y tomó de encima de la mesa un panfleto:
—Rutas de Montaña —leyó en voz alta—. Venga a conocer la belleza y el esplendor del norte de Canadá a caballo. Excursiones de un día, de dos días o de una semana. Limitadas a cinco jinetes. Desde mediados de junio a mediados de septiembre —miró hacia los camastros, contándolos, y después continuó—. Lideradas por la guía profesional Tormenta Taylor. ¿Qué demonios de nombre es ese? —murmuró él—. ¿Tormenta?
—Miraré esa herida ahora.
Pero él no había terminado de ver el panfleto. Le dio la vuelta, y encontró allí la foto de ella, con su nombre debajo.
—Así que —dijo—. Tormenta, te estás preparando para abrir la temporada. Los primeros clientes no llegarán hasta dentro de ¿qué?, ¿tres semanas?
—Estás manchando mi silla de sangre —indicó ella—. Creo que será mejor que haga algo al respecto.
El bebé emitió un sonido gutural.
—Creo que el niño tiene hambre —dijo él.
La preocupación que mostraba por el bienestar del bebé la tranquilizó. Shauna dudó sobre dónde ponerlo, y al final se decidió por dejarlo en el suelo.
—¿Gatea? —preguntó ella dubitativa.
Él sopesó al niño con la mirada:
—No.
Shauna sospechó que estaba improvisando. Él no sabía si el bebé gateaba o no, y tuvo la extraña sensación de que no sabía mucho más del bebé de lo que sabía ella. Bueno, tal vez algo más. Al menos sabía que el bebé era un niño.
El bebé capturó una pelusa y después de intentar metérsela en el oído y en el ojo, consiguió finalmente llevarse el trofeo a la boca. Shauna se acercó y se la sacó. El bebé le mordisqueó alegremente los dedos con las encías. Ella pensó que aquello debería haberle dado asco, y sin embargo, por alguna extraña razón no le desagradó. Echando una nueva ojeada al hombre que estaba sentado frente a la mesa, fue y tomó el cubrecamas de uno de los camastros, lo desenrolló, y sentó al bebé sobre él. Rogó porque el pañal no calara sobre su única ropa de cama.
El bebé se inclinó todavía más, hasta quedar con la nariz casi pegada al saco de dormir, entonces, con un gruñido, sacó las piernas de debajo de él, y se quedó tumbado sobre el estómago, y comenzó a gorjear de alegría.
Shauna lo miró durante unos instantes, fascinada, y después se volvió hacia el hombre que estaba en la mesa de su cocina.
—Quítate la camisa.
—Apenas te conozco —dijo con un amago de sonrisa. Ella se preguntó si utilizaría esa sonrisa para desarmar a la gente, porque no había señales de candor en sus ojos, solo expectación. Él estaba sopesando cada uno de sus movimientos.
Estoy en un lío, pensó Shauna, pero trató de que su voz no reflejara la preocupación:
—Y así va a seguir siendo —dijo ella con firmeza—. Quítate la camisa.
Él sacó las faldas de la camisa de dentro del pantalón, y se desabrochó los botones descubriendo lentamente sus músculos pectorales. Finalmente se quitó la camisa.
Ella tuvo que morderse la lengua para no proferir una exclamación de admiración ante la perfección de aquel cuerpo. ¿Qué le estaba pasando? Aquel hombre había llegado hasta su cabaña inesperadamente con una actitud que despertaba sus sospechas, y debía mantener la cabeza fría para saber cómo enfrentarse a aquella problemática situación. Tratando de recobrar el control, se inclinó a mirar el lugar por donde salía la sangre. Una vez limpio, quedó claro que se trataba tan solo de un arañazo, pero un arañazo profundo y ancho.
—¿Cómo te hiciste esto?
—Estaba tratando de abrirme camino a través de unos arbustos, y el hacha se me cayó hacia atrás y me hirió.
Ella estudió la herida. La explicación era plausible, aunque la herida estaba en un sitio extraño, y los bordes no parecían lo suficientemente limpios como para haber sido causada por un hacha. Ella continuaba sospechando que la herida era de bala, aunque muy superficial, una rozadura. Sus hermanos le habrían dicho que leía demasiadas novelas de suspense.
—¿De dónde vienes? —preguntó con tono informal.
Él dudó.
—Del este.
—Ese es el camino más difícil —no dijo el más extraño.
Había llegado atravesando el bosque, desde una pequeña carretera poco conocida. Aquello explicaba el que ella no hubiese detectado señales de su presencia en el camino.
Haciendo todo lo posible por no aumentar su dolor, terminó de limpiar la herida. El tacto de su piel era exactamente como ella lo había imaginado: como cálida seda que cubriera un bloque de acero.
Shauna volvió a la carga, tratando de que sus preguntas parecieran triviales.
—¿Qué te ha traído hasta aquí, con un bebé?
—Estamos de vacaciones.
—¿De vacaciones? —demasiado tarde, trató de eliminar el escepticismo de su tono de voz. Se dirigió al aparador de la cocina y preparó la vieja fórmula familiar favorita de su hermano Jake para curar las heridas—. No creo que muchos padres eligieran este lugar para venir de vacaciones con sus bebés.
—¿De verdad? —dijo él con calma—. Aire fresco. Magníficos bancos de pesca. ¿Qué es eso?
—Trementina y azúcar moreno. Acaba con la infección.
—¿Estás segura? —gruñó él.
—El aceite de keroseno también sirve, pero hay que tener mucho cuidado con él, porque quema la piel.
—¿De verdad?
—También la ceniza mezclada con manteca se puede utilizar, pero es muy pringoso—. Decidió hablarle de aquellos remedios caseros en parte para distraer su atención y disminuir así el dolor, y en parte, para darle la imagen de una chica de campo, poco sofisticada e incapaz por tanto de plantearse la posibilidad de que él hubiese secuestrado al bebé.
—Mi hermano Jake te habría puesto una telaraña para ayudar a cicatrizar, pero yo utilizaré una venda.
—¿Estáis escasos de telarañas?
—Creo que el bebé se las está comiendo todas.
Él no pudo evitar reírse. Ella le vendó de cintura para abajo, la espalda y el vientre, para mantener las gasas en su sitio. Era muy difícil hacerlo sin tocarle,