Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras. Оливия ГейтсЧитать онлайн книгу.
Sintió una oleada de furia cuando llegó ante la puerta. Él debía de estar observándola en la pantalla de seguridad, siempre lo había hecho. Alzó la vista hacia donde estaba la cámara.
Seguía teniendo la llave. Suponía que no había cambiado la cerradura. Los guardas de seguridad no la habrían dejado llegar hasta allí si no hubieran recibido órdenes de él.
Metió la llave en la cerradura y, sin aliento, entró.
Él estaba de cara a ella, ante la pantalla en la que una vez le había mostrado los vídeos que había grabado de sus sesiones de delirio sexual. Se le desbocó el corazón cuando los ojos de tono acerado la atravesaron.
Años antes lo había considerado el epítome de la belleza masculina. Pero lo de entonces no era nada comparado con lo que tenía ante sus ojos. La ropa negra hacía que pareciera medir más de uno noventa y cinco, le ensanchaba los hombros y le resaltaba la esbeltez de las caderas y los esculturales músculos de su torso y muslos. Los planos y ángulos de su rostro se habían acentuado y el bronceado intensificaba la luminiscencia de sus ojos. Destellos plateados en sus sienes incrementaban el atractivo de su pelo azabache.
A su pesar, estaba reaccionando con la misma intensidad que cuando era joven, inexperta y desconocedora de lo que él era en realidad.
Era inquietante que su aversión mental no encajara con la afinidad física que sentía. Apenas podía respirar y aún no había oído la voz grave y melódica que llevaba grabada en el alma.
–Antes de que digas nada, sí, tengo una evidencia que enviaría a tu padre y a tu hermano a prisión quince años.
–Sé que eres capaz de cualquier cosa –avanzó hacia él, impulsada por la ira–. Por eso estoy aquí.
–Entonces, sin más preliminares, iré directo a la razón de mi orden de comparecencia.
–¿Orden de comparecencia? –bufó ella–. El título de príncipe se te ha subido a la cabeza. Aunque supongo que siempre fuiste un pomposo y yo era la única demasiado ciega para verlo.
–Ahora no tengo tiempo para dardos de mujer despechada –torció la boca–. Cuando consiga mi fin, tal vez te permita desahogarte. Será divertido.
–Seguro que sí. A los tiburones les gusta la sangre. Vamos al grano de esta «comparecencia». ¿Que hará falta para que no destroces a mi familia? Si necesitas que robe algún secreto de tus rivales, ya no trabajo en tu campo.
Los ojos de Vincenzo destellaron con lo que parecía una mezcla de dolor y humor. El atisbo de humor la confundió, no era propio de él.
–¿Ni siquiera para salvar a tu adorada familia?
Aunque quería a su familia, odiaba su irresponsabilidad. Por eso estaba allí, a merced de esa escoria perteneciente a la realeza. Sin duda había comprado algunas de sus deudas.
–No –afirmó, rotunda–. Pero es lo único que podría darte a cambio de tu generosa amnistía.
–Eso no es lo único que puedes ofrecerme.
A ella le dio un vuelco el corazón. Él la había desechado y había estado con cientos de mujeres. No podía interesarle que volviera a su cama.
–¡Escúpelo ya! ¿Qué diablos necesitas?
–Una esposa –replicó él con calma.
Capítulo Dos
–¿Cómo puedo ofrecerte una esposa? –lo miró atónita–. ¿Te interesa alguien a quien yo conozca?
–Sí. Alguien a quien conoces muy bien –sus ojos volvieron a chispear con humor.
Ella sintió náuseas mientras pensaba en las mujeres a las que conocía. Muchas eran lo bastante bellas y sofisticadas como para satisfacer a Vincenzo. En especial Amelia, su mejor amiga, que acababa de comprometerse. Quizás Vincenzo pretendía que lo ayudara a romper la relación de su amiga para poder…
–Según mi rey, solo una esposa conseguirá mejorar mi reputación con la urgencia requerida.
–¿Tus escándalos sexuales dan mala fama a Castaldini? –aventuró ella–. ¿Ferrucio ha exigido que te reformes por decreto real?
–Más o menos viene a ser eso, sí –asintió–. Por eso busco una esposa.
–¿Quién lo habría imaginado? Hasta el intocable Vincenzo D’Agostino ha de inclinarse ante alguien. Debe de haberte escocido mucho que otro hombre, por muy amo y señor tuyo que sea, te regañe como a un crío y te diga lo que debes hacer y poner fin a tu estelar carrera de mujeriego.
–No voy a poner fin a nada –alzó un hombro con indiferencia–. Lo de la esposa será temporal.
–Claro que tendrá que ser temporal –alegó con frustración–. Ni todo el poder y dinero del mundo te conseguirían una mujer permanente.
–¿Estás diciendo que las mujeres no se desvivirían por casarse conmigo? –ironizó él.
–Supongo que harían cola con la lengua afuera. Digo que cualquier mujer, cuando te conociera, pagaría lo que fuera por librarse de ti. Ninguna te querría de por vida.
–¿No es una suerte que no quiera a nadie tanto tiempo? Solo necesito una mujer que cumpla las reglas de mi acuerdo temporal. Mi problema no es encontrar a una mujer que acepte mis normas. Sería difícil encontrar a una que no lo haga.
–¿Tan engreído eres? ¿Crees que todas las mujeres estarían dispuestas a aceptar tus términos, por degradantes que fueran?
–Es un hecho. Tú misma me aceptaste sin condiciones. Y te aferraste tanto que acabé teniendo que arrancarme tus tentáculos de la piel.
Ella lo miró y volvió a preguntarse a qué se debían tanta malicia y abuso de poder. Lo único que había hecho era perder la cabeza por él.
–Pero cualquier mujer que lleve mi apellido podría aprovechar mi necesidad de mantener las apariencias, la razón de mi matrimonio, para exprimirme y sacarme más. Necesito a alguien que no pueda plantearse eso.
–Entonces, contrata a una mercenaria –siseó ella–. Una con suficiente práctica para cubrir las apariencias por un tiempo y por un precio.
–Busco a una mercenaria que, a los ojos del mundo, tenga una reputación prístina. Intento pulir la mía y no serviría de nada añadir una joya dañada a una corona roñosa.
–Ni siquiera una joya inmaculada mejoraría tu vileza. Tendrías que haberme llamado antes. No conozco a nadie que encaje en esa categoría de mercenaria con supuesto pasado impoluto. No conozco a ninguna mujer tan desesperada como para aceptarte, sean cuales sean las circunstancias.
–Sí que conoces a alguien. Tú.
Vincenzo observó cómo palidecía el rostro que lo había perseguido durante los últimos seis años. Era el mismo, pero muy diferente.
Las suaves curvas de la adolescencia habían desaparecido, exponiendo una estructura ósea exquisita que realzaba la armonía y belleza de sus rasgos. Su piel tenía un tono miel tostado. Resplandecía. Tenía las cejas más tupidas, la nariz más refinada y la mandíbula más firme.
Pero seguían siendo sus ojos de cielo de verano los que le llegaban al alma. Y los labios sonrosados, que parecían más llenos y sensuales que nunca. Solo con mirarlos se tensaba y cosquilleaba de deseo. Eso antes de examinar el cuerpo que poseía la clave de acceso a su libido.
Llevaba un traje pantalón azul marino diseñado para esconder sus atributos, pero a él no podía engañarlo. Estaba deseando confirmar lo que intuía mediante un examen visual y táctil sin interferencias.
Se preguntó cómo esos ojos no mostraban rastro de la astucia que asumía en la mujer que lo había engañado. Trasmitían la fuerza indómita de una luchadora acostumbrada