Ellos y yo. Джером К. ДжеромЧитать онлайн книгу.
de su ironía o como simple ambientación para mayor gloria de sus tramas. Fue buen amigo de James Matthew Barrie (que aparece en Ellos y yo a modo de cameo), de Israel Zangwill, de Herbert Georges Wells (al que inspiró en la creación de Little Wars, uno de los primeros reglamentos para juegos de mesa de guerra), de Arthur Conan Doyle y de Thomas Hardy, entre otros, e influyó en el sentido del humor de las sucesivas generaciones de autores ingleses hasta nuestros días.
Los miembros de la familia protagonista de Ellos y yo recuerdan mucho a los de Mi familia y otros animales (y a los de Bichos y demás parientes, por supuesto), de Gerald Durrell (de los dos hermanos Durrell, el listo); los diálogos entre la Providencia, tan obtusa como olvidadiza, y el insidioso Espíritu Errante, que trata infructuosamente de infundirle a la primera algo de sentido común para que deje de martirizar con sus desatinos a los campesinos, no desentonarían en las conversaciones absurdas de los episodios televisivos de la serie Monty Python’s Flying Circus. Se podría sospechar, aventuremos, que los del clan de John Cleese (cuyo apellido familiar original era Cheese, por cierto, y que su padre cambió por dignidad) tuvieron que haber leído a Jerome antes de escribir muchos de sus sketches.
El humor de Jerome no es directo, no es de piel de plátano en el suelo y subsiguiente batacazo, o de payaso de las bofetadas, requiere en cambio observación e inteligencia. Jerome retuerce las escenas, esconde en ellas pequeños detalles premonitorios, y dirige los acontecimientos hasta accionar el resorte que hace saltar la chispa del ingenio que enciende la comicidad. En Ellos y yo, quizá debido a la propia naturaleza de las relaciones entre los miembros de la familia que retrata, Jerome manipula la acción y las reflexiones de los personajes de manera sutil, sin estridencias, pero sin dejar de revolver en los trastos sociales, políticos, religiosos, culturales, idiosincráticos británicos. Muchas veces, las situaciones que relata, sin las varias vueltas de tuerca dadas durante el proceso, en el mejor de los escenarios resultarían amargas, y en el peor, crueles, tal vez porque como dice él mismo, «Puedo ver el lado cómico de las cosas y disfrutar de la diversión cuando se me presenta; pero mire a donde mire, en esta vida siempre veo más tristeza que alegría».
En esta novela, los personajes se mueven por el universo que Jerome ha creado para ellos como peces boqueando fuera del agua, sobrepasados por las circunstancias, hasta casi el final de la historia, cuando ese universo azaroso implosiona por fin, y todo encaja en el lugar que le corresponde.
El padre novelista, alter ego de un Jerome ya reconocido y acomodado en un lugar preeminente del paraninfo literario, es un espíritu contradictorio, que vive más dentro de sus historias que en las que discurren a su alrededor. Amante de su familia pero crítico mordaz con todo lo que le rodea, es un hombre decepcionado y decepcionante a un tiempo, y precisamente debido a su condición caótica, gestiona de manera magistral el caos en que se ha convertido su vida familiar.
Dick, el hijo mayor, estudiante en Cambridge y vago redomado cuyo estómago tiene mayor poder de decisión que su cerebro consciente y que al principio es reacio a implicarse en la vida rural que se le impone en su periodo vacacional, finalmente experimenta una epifanía, inspirada por un corredor de bolsa metido a campesino filósofo, que lo convertirá en el mayor defensor de la causa agraria. O eso quieren creer todos.
Robina, la hija mayor y adlátere del padre, está en edad casadera. Tan hosca y esquiva con los demás como complaciente consigo misma, conocerá el amor a su pesar y a pesar de su enamorado, que recibirá de ella todos los golpes imaginables, en la mayoría de las ocasiones desconociendo por completo de dónde le vienen.
Y Verónica, por último, la pequeña de la familia, es el paradigma de la niña revoltosa y traviesa, pero Jerome trabaja su interior, como el del resto de personajes, hasta alejarla diametralmente de las verdades cansadas, dotándola de una capacidad reflexiva que en una pequeña de nueve años de edad resulta sorprendente y al mismo tiempo verosímil, hasta lógica y cardinal, por la que, haga lo que haga, incluso las víctimas de sus fechorías no pueden evitar adorarla.
Puede que el principal valor del sentido del humor de Jerome sea su capacidad para desmigajar y arrojar luz a las contradicciones de la vida cotidiana. Gracias a la labor minuciosamente incisiva del dedo del escritor en todas las llagas de la sociedad británica, en todo lo humano y mundano mínimamente susceptible de ser desmenuzado, el lector puede ver cada capa de realidad superpuesta, que necesariamente resulta en un todo extravagante, cómico y poblado de personajes singulares.
En definitiva, leer a Jerome (como traducirlo), leer Ellos y yo, divierte y alimenta.
ellos y yo
capítulo i
—No es una casa grande —dije—. No queremos una casa grande. Dos habitaciones, un dormitorio de matrimonio y ese cuarto pequeño triangular que se ve en el plano al lado del baño y que es perfecto para un soltero, es todo lo que necesitamos, al menos por ahora. Más adelante, si me hago rico, podemos añadir un ala. A vuestra madre tendré que enseñarle la cocina con mucho tacto. No sé en qué debía de pensar el arquitecto cuando la diseñó...
—La cocina no importa —replicó Dick—. ¿Qué pasa con la sala de billar?
La manera en que los niños de hoy en día interrumpen a sus padres es una vergüenza nacional. También me gustaría que Dick no se sentara a la mesa balanceando las piernas. No es respetuoso.
—Cuando yo era pequeño —le expliqué— ni se me habría ocurrido sentarme a la mesa interrumpiendo a mi padre...
—¿Qué es esa cosa que hay en el medio de la sala, eso que parece una celosía? —inquirió Robina.
—Se refiere a las escaleras —explicó Dick.
—Entonces ¿por qué no parecen unas escaleras? —preguntó Robina.
—Sí lo parecen —contestó Dick—, por lo menos a las personas con sentido común se lo parecen.
—No lo parecen —insistió Robina—. Parecen una celosía.
Robina estaba sentada en equilibrio sobre el brazo de un sillón y con el plano extendido sobre las rodillas. La verdad es que no veo la utilidad de comprar sillas para ellos. Nadie parece saber para qué sirven, salvo los perros de la casa. Unos taburetes es todo lo que necesitarían.
—Si pudiéramos unir el salón con el vestíbulo nos libraríamos de las escaleras —apuntó Robina—. Deberíamos poder organizar un baile de vez en cuando.
—Tal vez preferirías arrasar toda la casa —sugerí— y dejar solo las cuatro paredes desnudas; eso nos daría aún más espacio. Y para vivir podríamos construir un cobertizo en el jardín o...
—Hablo en serio —dijo Robina—. ¿Para qué sirve un salón? Solo se usa para recibir a personas que no querrías que hubieran venido. Y en realidad podrían sentarse en cualquier otro lugar, con su mirada triste. Si pudiéramos deshacernos de las escaleras...
—¡Ah, por supuesto! Podríamos deshacernos de las escaleras —acepté—. Sería un poco incómodo al principio, cuando quisiéramos irnos a la cama. Pero creo que acabaríamos acostumbrándonos. Podríamos fabricar una escalerilla de cuerda y subir a los dormitorios por la ventana; o podríamos adoptar el método noruego y poner las escaleras fuera.
—Me gustaría que demostraras un poco de sensibilidad —dijo Robina.
—Trato de hacerlo. Y también intento que veas las cosas con un poco más de sentido común. Ahora estás loca por el baile. Si pudieras, convertirías la casa en un salón de baile, con un anexo con unos cuantos catres para dormir. La manía de bailar te durará seis meses. Después querrás transformar la casa en una piscina, o en una pista de patinaje o de hockey. Puede que mi idea sea demasiado convencional. Pero no espero que simpatices con ella. Mi idea es... sencillamente, tener una casa cristiana común y corriente, no un gimnasio. En esta casa habrá dormitorios y una escalera que conduzca a ellos. Y te puede parecer vulgar, pero también habrá una cocina. Y aunque no entiendas el motivo, cuando la construyeron pusieron una cocina por algo.
—No te olvides de la sala de billar —dijo Dick.