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Profunda atracción - Nuestra noche de pasión. Catherine MannЧитать онлайн книгу.

Profunda atracción - Nuestra noche de pasión - Catherine Mann


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      –¿Esconderte?

      Cuando vio cómo la blusa blanca se le pegaba a los pechos al quitarse la chaqueta, Rowan no pudo evitar excitarse un poco más. Llevaba más de dos años intentando no sentirse atraído por aquella mujer cada vez que la veía, pero no había podido lograrlo. Ni siquiera le había bajado la libido escuchar cómo ella vilipendiaba en sus conferencias el programa de ordenador que él había inventado. La sonrisa se le desvaneció al recordar cómo Mari lo había acusado de deshumanizar la medicina.

      Sin embargo… ¡cómo deseaba hacer que ella perdiera su fría coraza y cerrara los ojos pletórica de placer, agotada de gozar bajo las sábanas!

      Diablos. Si no controlaba sus pensamientos, le faltaba muy poco para tener una tremenda erección. Era mejor que se concentrara en la razón que la había llevado a su habitación, se dijo a sí mismo.

      –¿Es una especie de espionaje profesional?

      –¿De qué hablas? –replicó ella, estirándose la falda, que le llegaba por debajo de la rodilla.

      De nuevo, Rowan fantaseó sin remedio con quitarle esa falda y llenarle de besos la sedosa cara interna de los muslos… Se aclaró la garganta.

      –No te hagas la tonta. No te sienta bien –señaló él. Sabía que Mari tenía una inteligencia privilegiada–. ¿Esperabas obtener información de la última actualización de mi herramienta de diagnóstico?

      –Nada de eso –aseguró ella, colocándose el pelo–. No imaginaba que fueras un paranoico, ya que eres un hombre de ciencia. Bueno, más o menos.

      –Así que no has venido buscando información –concluyó él, arqueando una ceja–. ¿Entonces qué haces en mi habitación?

      Suspirando, Mari se cruzó de brazos.

      –Bien. Te lo diré. Pero debes prometerme que no te reirás.

      –Palabra de scout –dijo él, llevándose la mano al pecho.

      –¿Has sido boy scout?

      Antes de eso, Rowan había ido a un reformatorio del ejército. Sin embargo, no quería recordar esos días en que había hecho cosas por las que nunca podría pagar. Ni aunque se pasara el resto de la vida abriendo una clínica al día. Aunque, al menos, intentaba lavar su conciencia salvando vidas.

      –Ibas a contarme qué haces aquí.

      Mari se sentó en el brazo del sofá.

      –Una bandada de admiradoras reales y de paparazzi me han estado siguiendo para tomarme fotos. Un grupo de adolescentes me estaba esperando con las cámaras de sus móviles listas cuando terminé la última presentación.

      –¿Tu padre no te pone guardaespaldas?

      –Prefiero no llevarlos –repuso ella con la barbilla levantada, dejando claro por su tono de voz que no estaba dispuesta a discutir el tema–. Me vi acorralada en el pasillo. La camarera que llevaba este carrito se fue a atender una llamada. Me pareció una buena oportunidad para pasar de incógnito.

      Su padre debería haberla obligado a llevar guardaespaldas, pensó él.

      –Supongo que debería haber sonreído a las cámaras sin más, pero las fotos que me toman no son… profesionales. Tengo mucho trabajo que hacer y una reputación que mantener –afirmó ella, y apretó los labios frustrada–. No quiero participar en ese circo.

      Al ver su expresión de agotamiento, Rowan tuvo deseos de darle un suave masaje relajante en los hombros. Aunque ella le respondiera dándole con la bandeja del carrito en la cabeza.

      –Pobre princesita –comentó él, dando unos pasos hacia ella.

      –No eres muy amable.

      –Eres la única que piensa eso.

      –Perdona por no pertenecer a tu club de fans –replicó ella, poniéndose en pie con mirada desafiante.

      –¿De verdad no sabías que era mi habitación? –preguntó él de nuevo, parado a solo unos pocos centímetros de ella.

      –No –negó ella con el pulso cada vez más acelerado–. El carrito tenía este número de habitación, no tu nombre.

      –Si hubieras sabido que esta era mi suite… ¿habrías preferido rendirte ante la brigada de fotógrafas adolescentes antes que pedirme ayuda?

      –Nunca lo sabremos, ¿verdad? –dijo ella, esbozando una suave sonrisa–. Que cenes bien.

      Sin embargo, Rowan siguió bloqueándole el paso.

      –Hay comida suficiente para los dos. Podrías acompañarme y esconderte un poco más de tiempo aquí.

      –¿Me estás invitando a cenar? –preguntó ella con un brillo de humor en los ojos–. ¿O es que intentas envenenarme?

      Rowan alargó la mano y le apartó un mechón de pelo negro de la cara.

      –Mari, hay muchas cosas que me gustaría hacer contigo, pero te aseguro que envenenarte no es una de ellas.

      Ella lo miró confusa. Al menos, no se rio ni salió corriendo. De hecho, él hubiera jurado que lo estaba mirando con cierto interés. Qué pasaría si…

      De pronto, un gemido lo sacó de su fantasía.

      El sonido no provenía de Mari.

      Ella también miró hacia el carrito de la comida, mientras el quejido se transformaba en un instante en llanto a pleno pulmón.

      –¿Qué diablos es eso? –inquirió él, mirando a Mari desconcertado.

      –A mí no me mires –repuso ella, alzando las manos.

      Con dos grandes zancadas, Rowan llegó hasta el carrito, levantó el mantel y, debajo, encontró un bebé.

      Capítulo Dos

      El eco de su llanto resonó en la habitación. Mari miró conmocionada al pequeño. Parecía tan indefenso… No debía de tener más de dos o tres meses. Llevaba un pañal, una camisetita blanca y una manta verde enrollada en las piernas.

      –Oh, cielos. ¿Es un bebé? –dijo ella, tragando saliva, sin poder creerlo.

      –No es un perrito, desde luego –repuso Rowan, y se agachó junto al carrito. Con la maestría de un médico experimentado, tomó al bebé en sus brazos.

      El pequeño dejó de dar patadas y apoyó la cabeza con un suspiro en el pecho de Rowan.

      –¿Qué hace aquí? –inquirió ella, echándose a un lado para dejar pasar a Rowan, rumbo al sofá.

      –No soy yo quien ha traído el carrito –repuso él y le metió el dedo al bebé en la boca con suavidad, como si quisiera comprobar algo.

      –Bueno, yo no lo puse ahí.

      –¿Está bien? –preguntó ella tras unos segundos en que él seguía examinándolo–. ¿Es niña o niño?

      –Niña –informó él, después de volver a colocarle el pañal–. Debe de tener unos tres meses, más o menos.

      –Deberíamos llamar a las autoridades. ¿Y si quien lo ha abandonado sigue en el edificio? –señaló ella–. Antes vi a una mujer alejándose del carrito. Pensé que estaba contestando una llamada de teléfono, pero igual era la madre del bebé.

      –Habrá que investigarlo. Espero que las cámaras de seguridad lo hayan grabado. Ahora repasa cada detalle de lo que vas a contarle a las autoridades, para que no se te olvide nada –sugirió él con tono profesional–. ¿Viste a alguien más cerca del carrito antes de llevártelo?

      –¿No me estarás echando la culpa a mí?

      –Claro que no.

      Aun así, Mari no pudo evitar sentirse


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