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La divina comedia. Dante AlighieriЧитать онлайн книгу.

La divina comedia - Dante Alighieri


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      ¿quién me lo permite? Yo no soy Eneas, ni San Pablo: ante nadie, ni ante mí mismo, me creo digno de tal honor. Porque si me lanzo a tal empresa, temo por mi loco empeño. Puesto que eres sabio, comprenderás las razones que me callo.

      Y como aquel que no quiere ya lo que quería, y asaltado de una nueva idea, cambia de parecer, de suerte que abandona todo lo que había comenzado, así me sucedía en aquella obscura cuesta; porque, a fuerza de pensar, abandoné la empresa que había empezado con tanto ardor.

      —Si he comprendido bien tus palabras—respondió aquella sombra magnánima—, tu alma está traspasada de espanto, el cual se apodera frecuentemente del hombre, y tanto, que le retrae de una empresa honrosa, como una vana sombra hace a veces retroceder a una fiera, cuando se introduce en la obscuridad. Para librarte de ese temor, te diré por qué he venido, y lo que vi en el primer momento en que me moviste a compasión. Yo estaba entre los que se hallan en suspenso, y me llamó una dama tan bienaventurada y tan bella, que le rogué me diera sus órdenes. Brillaban sus ojos más que la estrella, y empezó a decirme con voz angelical, en su lengua: "¡Oh alma cortés Mantuana, cuya fama dura aún en el mundo y durará mientras su movimiento se prolongue! Mi amigo, que no lo es de la ventura, se ve tan embarazado en la playa desierta, que en medio del camino el miedo le ha hecho retroceder; y temo (por lo que he oído de él en el Cielo) que se haya extraviado ya, y que yo haya acudido tarde en su socorro. Vé, pues, y con tus elocuentes palabras, y con lo que se necesita para sacarle de su apuro, auxíliale tan bien, que yo quede consolada. Yo soy Beatriz, la que te hace marchar; vengo de un sitio adonde deseo volver: amor me impele, y es el que me hace hablar. Cuando vuelva a estar delante de mi Señor, le hablaré de ti bien y con frecuencia." Calló entonces, y yo repuse: "¡Oh mujer de virtud única, por quien la especie humana excede en dignidad a todos los seres contenidos bajo aquel Cielo que tiene los círculos más pequeños! Tanto me place tu orden, que si ya te hubiera obedecido, creería haber tardado: no tienes necesidad de expresarme más tus deseos. Mas dime: ¿por qué causa no temes descender al fondo de este centro desde lo alto de esos inmensos lugares, adonde ardes en deseos de volver?" "Puesto que tanto quieres saber, te diré brevemente, respondióme, por qué no temo venir a este abismo. Sólo deben temerse las cosas que pueden redundar en perjuicio de otros; pero no aquellas que no inspiran este temor. Por la merced de Dios, estoy hecha de tal suerte, que no me alcanzan vuestras miserias, ni puede prender en mí la llama de este incendio. Hay en el Cielo una dama gentil,[2] que se conduele del obstáculo opuesto al que te envío, y que mitiga el duro juicio de la justicia divina. Ella se ha dirigido a Lucía[3] con sus ruegos, y le ha dicho: "Tu fiel amigo tiene necesidad de ti, y te lo recomiendo." Lucía, enemiga de todo corazón cruel, se ha conmovido e ido al lugar donde yo me encontraba, sentada al lado de la antigua Raquel. Y me ha dicho: "Beatriz, verdadera alabanza de Dios, ¿no socorres a aquél que te amó tanto, y que por ti salió de la vulgar esfera? ¿No oyes su queja conmovedora? ¿No ves la muerte contra quien combate sobre ese río, más formidable que el mismo mar?" En el mundo no ha habido jamás una persona más pronta en correr hacia un beneficio ni en huír de un peligro, que yo, en cuanto oí tales palabras. Descendí desde mi dichoso puesto, fiándome en esa elocuente palabra que te honra, y que honra a cuantos la han oído." Después de haberme hablado de este modo, volvió llorando hacia mí sus ojos brillantes, con lo que me hizo partir más presuroso. Y me he dirigido a ti tal como ha sido su voluntad, y te he preservado de aquella fiera que te cerraba el camino más corto de la hermosa montaña. Pero ¿qué tienes?, ¿por qué te suspendes?, ¿por qué abrigas tanta cobardía en tu corazón?, ¿por qué no tienes atrevimiento ni valor, cuando tres mujeres benditas cuidan de ti en la corte celestial, y mis palabras te prometen tanto bien?

      Y así como las florecillas, inclinadas y cerradas por la escarcha, se abren erguidas en cuanto el Sol las ilumina, así creció mi abatido ánimo, e inundó tal aliento mi corazón, que exclamé como un hombre decidido:

      —¡Oh! ¡Cuán piadosa es la que me ha socorrido! ¡Y tú, alma bienhechora, que has obedecido con tal prontitud las palabras de verdad que ella te ha dicho! Con las tuyas has preparado mi corazón de tal suerte, y le has comunicado tanto deseo de emprender el gran viaje, que vuelvo a abrigar mi primer propósito. Vé, pues; que una sola voluntad nos dirija: tú eres mi guía, mi señor, mi maestro.

      Así le dije, y en cuanto echó a andar, entré por el camino profundo y salvaje.

      CANTO TERCERO

      POR mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mi se va hacia la raza condenada: la justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo eterno, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!"

      Vi escritas estas palabras con caracteres negros en el dintel de una puerta, por lo cual exclamé:

      —Maestro, el sentido de estas palabras me causa pena. Y él, como hombre lleno de prudencia, me contestó:

      —Conviene abandonar aquí todo temor; conviene que aquí termine toda cobardía. Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la dolorida gente, que ha perdido el bien de la inteligencia.

      Y después de haber puesto su mano en la mía con rostro alegre, que me reanimó, me introdujo en medio de las cosas secretas. Allí, bajo un cielo sin estrellas, resonaban suspiros, quejas y profundos gemidos, de suerte que al escucharlos comencé a llorar. Diversas lenguas, horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces altas y roncas, acompañadas de palmadas, producían un tumulto que va rodando siempre por aquel espacio eternamente obscuro, como la arena impelida por un torbellino. Yo, que estaba horrorizado, dije:

      —Maestro, ¿qué es lo que oigo, y qué gente es ésa, que parece doblegada por el dolor?

      Me respondió:

      —Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio: están confundidas entre el perverso coro de los ángeles que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para sí. El Cielo los lanzó de su seno por no ser menos hermoso; pero el profundo Infierno no quiere recibirlos por la gloria que con ello podrían reportar los demás culpables.

      Y yo repuse:

      —Maestro, ¿qué cruel dolor les hace lamentarse tanto? A lo que me contestó:

      —Te lo diré brevemente. Estos no esperan morir; y su ceguedad es tanta, que se muestran envidiosos de cualquier otra suerte. El mundo no conserva ningún recuerdo suyo; la misericordia y la justicia los desdeñan: no hablemos más de ellos, míralos y pasa adelante.

      Y yo, fijándome más, vi una bandera que iba ondeando tan de prisa, que parecía desdeñosa del menor reposo: tras ella venía tanta muchedumbre, que no hubiera creído que la muerte destruyera tan gran número. Después de haber reconocido a algunos, miré más fijamente, y vi la sombra de aquel que por cobardía hizo la gran renuncia[4]. Comprendí inmediatamente y adquirí la certeza de que aquella turba era la de los ruines que se hicieron desagradables a los ojos de Dios y a los de sus enemigos. Aquellos desgraciados, que no vivieron nunca, estaban desnudos, y eran molestados sin tregua por las picaduras de las moscas y de las avispas que allí había; las cuales hacían correr por su rostro la sangre, que mezclada con sus lágrimas, era recogida a sus pies por asquerosos gusanos.

      Habiendo dirigido mis miradas a otra parte, vi nuevas almas a la orilla de un gran río, por lo cual, dije:

      —Maestro, dígnate manifestarme quiénes son y por qué ley parecen ésos tan prontos a atravesar el río, según puedo ver a favor de esta débil claridad.

      Y él me respondió:

      —Te lo diré cuando pongamos nuestros pies sobre la triste orilla del Aqueronte.

      Entonces, avergonzado y con los ojos bajos, temiendo que le disgustasen mis preguntas, me abstuve de hablar hasta que llegamos al río. En aquel momento vimos un anciano cubierto de canas, que se dirigía hacia nosotros en una barquichuela, gritando: "¡Ay de vosotras, almas perversas! No esperéis ver nunca el Cielo. Vengo para conduciros a la otra


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