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Una chica como ella. Marc LevyЧитать онлайн книгу.

Una chica como ella - Marc Levy


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del bache.

      —Pero que te alejará y te agotará, ya va siendo hora de que vuelva a ser autónoma.

      —Deberíamos mudarnos. Este piso está por encima de nuestras posibilidades, no podemos con tanto gasto.

      —Me he reconstruido dos veces en este piso, cuando nos marchamos de Connecticut y después de mi accidente, y además ahí es donde quiero verte envejecer.

      —Temo que ese tiempo haya llegado ya.

      —Pero si solo tienes cincuenta y siete años, la gente que nos mira está convencida de que somos pareja.

      —¿Qué gente?

      —La que está sentada a mi espalda.

      —Entonces, ¿cómo sabes que nos miran?

      —Lo noto.

      Las veladas entre Chloé y su padre solían terminar con un jueguecito que practicaban con un placer lleno de complicidad. Callados, se miraban fijamente, y cada cual tenía que adivinar lo que pensaba el otro, orientándolo con simples gestos o movimientos de cabeza. Su jueguecito rara vez pasaba inadvertido para sus vecinos de mesa. Eran de los pocos instantes en que Chloé disfrutaba de que la observaran, pues era a ella a la que miraban y no su silla de ruedas.

      *

      3

      Las cortinas de flores apenas tamizaban la luz del día, por lo que Sanji abrió los ojos nada más amanecer. Se preguntó dónde estaba, pero el rosa y el azul que coloreaban la habitación se lo recordaron enseguida. Metió la cabeza debajo de la almohada y volvió a dormirse. Unas horas más tarde, cogió el móvil de la mesita de noche y saltó de la cama. Se vistió deprisa y salió de la habitación con el pelo revuelto.

      Lali lo esperaba sentada a la mesa de la cocina.

      —Bueno, entonces ¿quieres ir a visitar el MET o el Guggenheim? O igual prefieres dar un paseo por Chinatown, Little Italy, Nolita o el Soho, lo que quieras.

      —¿Dónde está el cuarto de baño? —le preguntó algo aturdido.

      Lali no trató de ocultar su decepción.

      —Desayuna —le ordenó.

      Sanji se sentó en la silla que Lali había apartado con el pie.

      —Vale —concedió—, pero deprisa, llego tarde.

      —¿A qué te dedicas, si no es indiscreción? —le preguntó, sirviendo leche en un cuenco de cereales.

      —A la high-tech.

      —¿Y eso qué significa?

      —Concebimos nuevas tecnologías que hacen la vida más fácil a la gente.

      —¿Podrías concebirme un sobrino que me sacara un poco de la rutina? ¿Con el que pudiera pasear y me hablara de mi país o me contara cosas de mi familia, con la que no hablo desde hace tanto tiempo?

      Sanji se levantó y se sorprendió besando a su tía en la frente.

      —Prometido —añadió enseguida, incómodo por esa efusión espontánea—, en cuanto pueda, pero ahora de verdad me tengo que ir a trabajar.

      —Pues, hala, corre, ya me estoy acostumbrando a tu presencia. Por si acaso se te hubiera pasado la idea por la cabeza, de ninguna manera vas a dormir en otra parte que no sea bajo mi techo durante tu estancia en Nueva York. Me ofenderías terriblemente. Y no se te ocurriría ofender a un miembro de tu familia, ¿verdad?

      Sanji salió del apartamento poco después, sin más remedio que dejar allí su maleta.

      Descubrió Spanish Harlem en ese bonito día de primavera. Escaparates abigarrados, aceras abarrotadas de gente, calles llenas de tráfico en las que resonaba un concierto de bocinazos, en todo ese jaleo solo faltaban unos cuantos rickshaws. Veinte horas de avión para acabar teletransportado a una versión puertorriqueña de Bombay, y el golpe de gracia fue tener que llamar al Plaza para anular su reserva, justo antes de meterse en el metro.

      La India se había modernizado desde que su tía se marchara, pero algunas tradiciones persistían, entre ellas, el respeto debido a los mayores.

      *

      Sanji salió del metro en la estación de la calle 4; llegaba tarde a su cita. Al bordear las verjas de Washington Square Park, oyó una melodía. En lugar de rodear el parque, lo atravesó, avanzando como un niño que siguiera al flautista de Hamelín. En mitad de un sendero había un trompetista tocando. Sus notas se elevaban entre las ramas de los tilos americanos, los arces noruegos, los olmos chinos y las catalpas norteñas. Se había formado un corrillo alrededor del músico. Cautivado, Sanji se acercó y se sentó en un banco.

      —Será nuestra pieza, no podemos olvidarla —susurró una joven sentada a su lado.

      Sorprendido, Sanji volvió la cabeza.

      —Cuando dos personas se conocen, siempre hay una melodía para señalar el momento —añadió la joven en tono alegre.

      Era de una belleza esplendorosa.

      —Es broma, parecías tan absorto que resultaba conmovedor.

      —Mi padre tocaba el clarinete divinamente. Petite Fleur era su melodía preferida, esta pieza ha arrullado toda mi infancia…

      —¿Sientes nostalgia de tu tierra?

      —Creo que por ahora no, no llevo mucho tiempo aquí.

      —¿Vienes de lejos?

      —De Spanish Harlem, a media hora de aquí.

      —Touchée, estamos en paz —contestó ella divertida.

      —Vengo de Bombay, ¿y tú?

      —De la vuelta de la esquina.

      —¿Sueles venir a este parque?

      —Casi todas las mañanas.

      —Entonces, igual tengo el placer de volver a verte, ahora he de irme pitando.

      —¿Tienes nombre? —le preguntó ella.

      —Sí.

      —Encantada, «Sí», yo soy Chloé.

      Sanji sonrió, la saludó con un gesto de la mano y se alejó.

      *

      El edificio en el que trabajaba Sam estaba en la esquina de la calle 4 Oeste con MacDougal, en el lado sur del parque. Sanji se presentó en la recepción, donde le rogaron que esperara un momento.

      —No has cambiado nada —exclamó Sanji al volver a ver a su amigo.

      —Tú tampoco, tan puntual como siempre. ¿No tienen servicio despertador en el Plaza?

      —Estoy en otro hotel —contestó tranquilamente Sanji—, ¿empezamos a trabajar?

      Sam y Sanji se habían conocido quince años antes en las aulas de Oxford. Sanji estudiaba Informática, y Sam, Económicas. A este Inglaterra le había resultado más extraña que a Sanji.

      De vuelta en la India, Sanji había creado una empresa que había prosperado en los últimos años. En cuanto a Sam, era agente de bolsa en Nueva York.

      La amistad entre ambos expatriados se había mantenido por correo electrónico, pues se escribían regularmente, y cuando Sanji había decidido buscar fondos en Estados Unidos para financiar sus proyectos, naturalmente se le había ocurrido apelar a Sam. Sanji odiaba hablar de dinero, lo cual resultaba desconcertante para un director de empresa.

      Pasaron la mañana elaborando el plan de negocio que pronto darían a conocer a los inversores. Las cifras previstas eran muy atractivas, pero a Sam no terminaba de gustarle la


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