El latido que nos hizo eternos. Mita MarcoЧитать онлайн книгу.
solo trago e hizo una mueca de aprensión al notar cómo el líquido le quemaba la garganta—. Últimamente todos queréis meteros en mi vida, y yo no he pedido consejo a nadie. Tengo treinta y cinco años, soy bastante mayorcito como para poder tomar mis propias decisiones.
—Si tu madre se mete, es porque te ve perdido.
Al escuchar cómo nombraba a su madre, Oliver alzó la mirada de golpe.
—¿Has hablado con ella?
—Me llamó hace unos días.
—¿Por qué coño habláis de mí a mis espaldas?
—Porque estamos preocupados, tío. —Fue hasta su lado y le puso una mano en el hombro, para intentar que se relajase un poco—. Oye, mira…
Oliver se apartó de inmediato y le lanzó una mirada de advertencia a Bruno.
—¡Ya basta! Ni tú, ni mi madre, ni nadie de este jodido mundo, va a poder convencerme de que abandone la misión. ¡No sé por qué cojones habéis decidido inmiscuiros en mis asuntos, pero que os quede claro que voy a hacer lo que me dé la gana!
—Solo queremos que vuelva el antiguo Oliver, nada más.
—No sé de qué estás hablando.
—Pues, yo sí —insistió Bruno—. Desde que pasó aquello… siento que te hemos perdido.
Al escuchar las palabras de su amigo con respecto a aquel incidente ocurrido dos años atrás, Oliver apretó los puños y cuadró los hombros.
—¡No vuelvas a nombrar ese tema! —gritó fuera de sí—. ¡En tu vida me nombres ese tema! ¡No sabes de lo que hablas! ¡Todo fue mi culpa!
—¡Fue un accidente!
—¡No, no, no! —chilló. Cogió de nuevo la botella de whisky y bebió directamente de ella. Miró a Bruno a los ojos, y con un tono de voz cansado, se dirigió a él—: Voy a ir, cumpliré con mi objetivo y detendré a ese narco. Y me da igual qué penséis sobre ello.
—Al menos asegúrame que vas a llevar cuidado.
Oliver resopló.
—¿Por qué? Si me pillan, pues uno menos. No creo que el mundo note mucho mi ausencia.
Capítulo 2
El avión de Amanda hizo escala en Tenerife, y desde allí tuvo que volver a coger un vuelo que la llevase a su destino.
La aeronave aterrizó en el aeropuerto de Alajeró, un municipio de la isla de La Gomera. Tras un breve descanso, en el que estiró las piernas, cogió un taxi que la llevó hasta el pueblo donde vivía su hermano.
Amanda observó por la ventanilla del vehículo y recorrió con la mirada el municipio de Vallehermoso, en el que Alberto había comprado una casa cinco años atrás.
Sin embargo, no tardó mucho en apartar la mirada. No le pareció un lugar interesante. Simplemente eran un par de casas juntas, en donde no había centros comerciales, ni los restaurantes de moda a los que solía ir.
—Es bonito, ¿verdad? —dijo el taxista, orgulloso del atractivo de su isla.
Lo miró de reojo, sin ni siquiera girar la cabeza, y se encogió de hombros.
—He estado en sitios mejores —indicó con desgana.
El hombre, molesto, volvió a concentrarse en la carretera.
Amanda, al ver que dejaban atrás el pueblo, frunció el ceño.
—¿No habíamos llegado ya?
—No. La dirección que me ha dado está algo más alejada del pueblo.
—¿En las afueras?
—Está en plena naturaleza.
Ella chasqueó la lengua y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Genial —resopló—. En medio de ninguna parte. Alberto, te has lucido.
Ya podía imaginar las horas muertas que le esperaban en aquel lugar. Iba a ser horrible tener que estar allí, rodeada por árboles y piedras, cuando lo que de verdad quería era bullicio. Le encantaban las aglomeraciones, el ruido de la ciudad, las avenidas llenas de comercios en los que gastar el dinero. Sin embargo, Alberto se negó a mandarle más dinero cuando lo llamó para informarle de su pelea con Samuel, y le ordenó viajar a La Gomera para que pudiesen hablar personalmente.
No quería quedarse allí. ¿Qué iba a poder hacer en ese lugar? ¿Aprenderse el nombre de los bichos autóctonos? ¿Practicar el silbo gomero?
Frustrada, sacó su teléfono móvil y ojeó los mensajes que todavía no había leído. La mayoría eran de Samuel. Le pedía que volviese con él. En algunos incluso suplicaba.
Lo guardó en su bolso. Ni loca iba a regresar con él. Samuel había sido una persona importante en su vida, habían pasado muy buenos momentos juntos, pero desde hacía tiempo pasó de ser una compañía agradable a una molestia. Ella necesitaba libertad. No quería cadenas que la atasen a nada ni a nadie, y él desde siempre se había empeñado en echar raíces y llevar una vida tranquila. No. Eso no era para ella. No quería caer en la rutina de tener un trabajo aburrido, un marido que le diese el coñazo, ni una casa llena de fotos de sus últimas vacaciones en Torrevieja.
Le costó mucho decidirse cuando le propuso irse a vivir juntos. Y cuando lo hizo, fue a regañadientes. Él le aseguró que podría seguir como hasta entonces, que nada cambiaría. Pero no fue así. Desde el primer día que se instalaron, la mentalidad de Samuel mutó. No dejaba de hablar de madurez, de sus continuos gastos en tiendas de ropa, de sus innumerables viajes con sus amigas…
Y sí, sabía que la mayoría de las personas cambiaban al llegar a cierta edad, al independizarse. No obstante, ella se negaba. Ese no era el acuerdo al que había llegado con su, hasta entonces, novio.
Le gustaba el glamour, la vida ociosa, las charlas y risas con sus conocidos. Claro estaba que a todo el mundo le gustaba eso, pero la diferencia era que ella se lo podía permitir. Su hermano le daba dinero cada vez que se lo pedía.
Metida en sus pensamientos, apenas se dio cuenta cuando el coche paró. Reaccionó al escuchar al taxista toser. Le pagó con rapidez y se incorporó del vehículo, arrastrando las maletas tras de sí.
Al levantar la vista, no pudo menos que abrir la boca.
La casa de su hermano en realidad no era una pintoresca casita en medio del bosque. Ante ella se encontraba un enorme caserío blanco de dos plantas, rodeado por una parcela gigantesca repleta de plataneras. Tan grande que le era imposible ver el final.
Hablaba muy poco con Alberto. Así que, cuando le dijo que se iba a dedicar al cultivo de plátanos, y abandonar su principal fuente de ingresos, pensó que había perdido la cabeza.
Al acercarse a la valla, que delimitaba la propiedad, vio que en el muro había unas letras de cerámica.
Las leyó.
—«El árbol». —Puso los ojos en blanco—. Qué nombre más estúpido para una casa.
No tuvo ni que tocar al timbre. Las puertas se abrieron solas.
Al levantar la cabeza, observó las dos cámaras de vigilancia que salvaguardaban el terreno.
Caminó casi doscientos metros por un camino empedrado y bordeado por palmeras desde el que se veía la plantación y a los jornaleros afanándose en su trabajo, hasta que llegó a un gran porche en el que había un cómodo balancín de hierro y mimbre, con mullidos cojines de color blanco.
Se encaminó hacia el portón de madera, por el cual se accedía al interior de la vivienda y, al llegar, este se abrió.
Ante ella apareció una mujer mayor. Era bajita, de complexión delgada, con un moño muy apretado en la nuca y con el semblante serio. La miró de