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El latido que nos hizo eternos. Mita MarcoЧитать онлайн книгу.

El latido que nos hizo eternos - Mita Marco


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y continuó caminando con tranquilidad.

      —Perfecto, no me gustaría que… —Dejó de hablar al escuchar unos gritos.

      Provenían de la casa de los trabajadores. Miró a Antonio con el ceño fruncido y corrieron hacia allá, para ver qué ocurría. Al llegar, encontraron a una mujer en el suelo, llorando, mientras que uno de sus jornaleros la golpeaba con un cinturón.

      Con una furia ciega, separó a aquel desaprensivo de ella.

      —¿Qué coño pasa aquí? —inquirió con autoridad mientras que la mujer seguía tirada en el suelo, sin dejar de llorar.

      —¡Esta puta va a pagar lo que ha hecho! —rugió el jornalero, intentando zafarse de su agarre—. ¡Me ha quemado los pantalones! ¡Es una inútil! ¡No sabe hacer nada bien, ni siquiera planchar!

      Al escuchar el escándalo, varios hombres se acercaron a ver lo que ocurría.

      —¡Lleváoslo de aquí! —ordenó—. No quiero volver a verlo en mis tierras. Está despedido.

      Los operarios hicieron lo que se les mando y el maltratador desapareció entre insultos.

      Alberto se acercó a la mujer y la ayudó a incorporarse. Apenas lo miró a la cara, sus ojos estaban fijos en el suelo, llenos de lágrimas.

      —¿Quién eres y qué haces aquí?

      —Me llamo Fayna —contestó ella entre sollozos—. Soy la esposa del hombre que me estaba golpeando.

      —¿Y qué haces en mi plantación? —volvió a preguntar.

      —Vivo aquí, en la casa de los jornaleros.

      Alberto miró a Antonio con el ceño fruncido. Esa casa era para sus trabajadores, no viviendas familiares.

      —No sabía nada —se excusó el viejo capataz.

      —Nadie sabía nada —asintió ella—. Mi marido me advirtió de que debía quedarme en la habitación, que no estaba permitido que estuviese allí.

      —¿Y entonces por qué estabas aquí?

      —Porque no tengo a dónde ir —señaló, mirándolo por primera vez a los ojos.

      Alberto la contempló con atención. Era alta y delgada. Tenía el cabello negro, lacio y largo, despeinado por la pelea. De su cara apenas se podía distinguir nada, pues además de la tierra que había pegada en ella, la tenía llena de moratones. Sus ojos, medio cerrados por la hinchazón, eran marrones, pero lo que de verdad le conmovió fue la tristeza que había en ellos. Se notaba que habían pisado su espíritu, que la habían modelado a base de palos.

      —¿Pasabas todo el día encerrada?

      —No, bueno… limpiaba un poco dentro de la casa, cuando los trabajadores no estaban. Ustedes, los hombres, son muy sucios.

      Alberto sonrió.

      —¿Sí?

      —Sobre todo en la cocina —asintió Fayna.

      —¿Por qué aguantabas que te pegasen? Por tu aspecto se nota que no es la primera vez.

      Ella alzó la cabeza y volvió a mirarlo a los ojos.

      —Ya le he dicho que no tengo a dónde ir.

      Alberto se pasó una mano por su cabello, sin dejar de mirarla. No podía culparla por eso. Si él hubiese pasado hambre y penurias, seguro que hubiera hecho algo semejante.

      —¿Quieres trabajar para mí? —le ofreció.

      Fayna se llevó una mano al pecho, por la emoción y asintió de inmediato.

      —Sí, gracias. —Las lágrimas volvieron a bañar sus ojos.

      —A partir de mañana, limpiarás mi casa, junto con la mujer que lo hace en estos momentos, y ayudarás a la cocinera.

      Ella cayó al suelo, llorando agradecida.

      —No sé cómo podré pagarle, es usted bueno, señor Robles, un buen hombre.

      Alberto la ayudó a incorporarse de nuevo.

      —No hay nada que agradecer. Es un trabajo, se te pagará si lo haces bien.

      Fayna asintió con decisión, sin poder creer que aquello estuviese ocurriendo. Dio media vuelta y se dirigió hacia la casa de los trabajadores. No obstante, Alberto la detuvo.

      —¿Adónde vas?

      —A la habitación, me quedaré allí hasta mañana.

      —No, sigue habiendo reglas. Esta casa es solo para los jornaleros, nadie más puede vivir aquí.

      Ella agachó la cabeza y asintió.

      —Entiendo. Pues, voy a coger mis cosas y me iré.

      —Antonio te acompañará a mi casa.

      —¿Qué? —La mujer abrió los ojos tanto como la hinchazón le permitió—. ¿A su casa?

      —Te quedarás en una habitación destinada para el servicio, al igual que mis otras dos internas.

      Capítulo 6

      Amanda estaba aburrida. Ya no recordaba las veces que había mirado su cuenta en las distintas redes sociales, contado las anillas de las cortinas o probado los modelitos nuevos que tenía en el armario.

      No quería pensar en que todavía quedaban varias horas hasta que anocheciese. Le gustaba la noche, era el mejor momento del día. Veía a su hermano, cenaba con él y hablaba con alguien.

      No recordaba haberse sentido tan sola jamás. Incluso había ratos en los que se llegaba a plantear hacer algo con su vida, solo por el simple hecho de estar ocupada.

      Cansada de estar encerrada, abandonó su habitación y bajó por las escaleras. Al llegar al salón, vio una cara nueva en él. Era una mujer morena. Limpiaba la vitrina donde se encontraba la cristalería que Alberto heredó de su madre. La mujer volvió la vista y a Amanda se le encogió el estómago. Tenía la cara amoratada. Se quedaron observándose unos segundos y cada una volvió a lo suyo.

      Al seguir caminando, atravesó el vestíbulo y salió al porche. Allí estaba Dolores, la señora que la recibió el primer día, limpiando los ventanales. Al escuchar sus pasos, fijó sus arrugados ojos en ella.

      —Deje de mirarme, señora, se le van a salir los ojos —soltó con orgullo.

      Pasó por su lado con actitud altiva y continuó andando por un sendero que llevaba hacia la piscina. Al llegar allí resopló. No le apetecía pasar el resto de la tarde tumbada en la hamaca, ni bañándose.

      Se colocó la mano sobre los ojos, a modo de visera, para poder ver sin que le molestase el sol y, a lo lejos, en la parte oeste de las tierras de la plantación, vio un pinar.

      Nunca había prestado atención a aquella zona, de hecho, jamás le había interesado la naturaleza. Quizá fue el aburrimiento o el necesitar estirar las piernas, pero se descubrió andando hacia allí, por un sendero cubierto por matorrales silvestres. Se notaba que hacía mucho tiempo que nadie cruzaba por él. Tenía que ir bordeando las plantas y apartar alguna de ellas para poder pasar.

      Llegó al pinar muerta de calor, pero la sombra que proporcionaba le encantó. Incluso corría cierta brisa.

      Aquel lugar era más grande de lo que se veía a lo lejos. De hecho, parecía un pequeño bosque, el bosque privado de El árbol.

      Se adentró en él, maravillada por el trino de los pájaros y la paz que se respiraba. Tenía que reconocer que era un lugar bello. Los pinos eran viejos, altos y robustos. Acarició uno y lo rodeó. Parecía el más grande de todos, su grosor era impresionante.

      Algo la hizo mirar hacia arriba y lo que descubrió la dejó con la boca abierta. En aquel pino había una casita, de madera y algo


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