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Poli. Valentin GendrotЧитать онлайн книгу.

Poli - Valentin Gendrot


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podría presentarme al examen de acceso para convertirme en agente de policía, lo que me permitiría pasar a cobrar un salario neto mensual de 1800 euros durante el primer año.

      Hay varias razones que me llevaron a elegir el puesto de ADS. Para empezar, el examen de acceso parecía bastante sencillo: una prueba de lectura, de escritura y de cálculo, otra de resistencia física rudimentaria y una entrevista con tres policías y un psicólogo. La formación de tres meses —frente al año de los agentes de policía— me garantizaba un acceso rápido al trabajo. Y, además, este puesto me daba la posibilidad de renunciar sin tener que reembolsar los gastos de la escolarización.

      —Para mantener la tranquilidad, es necesario llenar la calle de azul —continúa el inspector jefe Goupil.

      «Llenar la calle de azul»: literalmente, inundar las calles de policías bien visibles y, en sentido figurado, de novatos. Nos convertiremos en policías florero para hacer guardia frente a edificios públicos, en zonas de tránsito o en situaciones de tensión. En la segunda fila, un joven con cara de niño bosteza.

      —¡Atención! —nos sermonea el inspector jefe Goupil mientras traza una línea en la pizarra—. Dibujaré una raya por cada bostezo. ¡Al quinto, toda la unidad deberá hacer diez flexiones sobre el asfalto frío!

      El inspector jefe Goupil se pasea junto a las mesas para repartir una fotocopia a cada uno. En el encabezado se lee la palabra «autobiografía».

      —Quiero que me contéis vuestra historia. No saldrá de aquí. Solo es para conoceros mejor.

      Cojo la hoja y comienzo a contar mi vida. No la de verdad, en la que me gradúo en la escuela de Periodismo de Burdeos, vivo seis meses en Canadá con la chica de la que estaba enamorado o me preocupo por mi padre enfermo. No, construyo una existencia maquillada con momentos reales. Escribo sobre mi pasado como empleado de un anticuario, empleo que conservaría seis años; en realidad solo trabajé allí durante cuatro veranos cuando era estudiante. Cuento la historia de la quiebra de la tienda de antigüedades. Eso también es verdad. «Ahora quiero ser policía para defender a mi país de la amenaza terrorista». Reparto algunas faltas de ortografía aquí y allá para no llamar la atención.

      Goupil recoge las redacciones y nos dice, sin sonreír:

      —Puedo llegar a conoceros en veinte segundos. Si tengo alguna duda, os dejaré un par de minutos para hablar. Eso es todo.

      Se me hace un nudo en el estómago.

      Capítulo 5

      Desde esta mañana, Alexis me ha bautizado con un nuevo apodo: Ronquidomán.

      —Te has pasado toda la noche haciendo ruido —gruñe, con su larga nariz oculta en la almohada.

      6:25. He dormido del tirón, solo me he despertado de madrugada por el roce áspero de la manta contra las piernas. Me ducho, me afeito, bajo a desayunar a la cantina de la escuela y regreso a la habitación para ponerme el uniforme.

      Mis compañeros y yo nos vestimos con los uniformes de policía. Nos miramos, los veo contemplar sus uniformes con cierto orgullo, con un sentimiento de pertenencia a una comunidad, a un cuerpo, a algo más grande que ellos mismos.

      —Tienes pinta de poli de verdad —me dice uno de mis compañeros.

      Sentado al borde de su cama, Mickaël pasa los cordones por los ojetes de sus botas. Se lo agradezco, más tranquilo al saber que tengo un físico adecuado para el empleo, y me meto el polo azul por dentro de los pantalones. Es cierto, una vez uniformado, ya me siento un poco policía.

      Salgo para fumarme un cigarrillo y, a las ocho menos cuarto en punto, estamos firmes para asistir a la izada de la bandera tricolor. A ese momento se le llama «la ceremonia de los colores». La bandera francesa se alza hasta lo más alto de un asta de metal blanco. Es un acontecimiento solemne. Solo el sonido del golpeteo del cordel contra el metal del asta rompe el silencio.

      —¡Descansen!

      Separamos el pie izquierdo del derecho y damos un paso al lado. Unimos las manos a la espalda. Esta breve coreografía tendrá lugar cada día, antes y después de las clases.

      * * *

      —¡En la tropa no hay lugar para la cobardía!

       —¡En la tropa no hay lugar para la cobardía!

      —¡Pero nos llegan cientos de imbéciles cada día!

       —¡Pero nos llegan cientos de imbéciles cada día!

      Marchamos bajo la lluvia durante alrededor de diez minutos. El inspector jefe Bellion, nuestro responsable pedagógico, nos hace dar vueltas a la glorieta de la plaza de armas de la Escuela de Policía de Saint-Malo. Antes de hacernos cantar a pleno pulmón, Bellion nos ha resumido su trayectoria profesional. Este hombre de imponente tamaño y antiguo policía de la BAC8 ha servido durante más de diez años en Sena-Saint-Denis.

      En mitad de la plaza, el inspector jefe sonríe.

      —¡Más fuerte! La mejor forma de marchar…

      Los más altos se sitúan detrás y los más bajos, delante. Mi metro setenta y nueve de altura y yo vamos en la tercera fila. Las suelas de las botas golpean el pavimento.

      —¡Todos quietos! —grita el inspector jefe Bellion—. ¡Bueno, no está mal! Aunque podría estar mejor.

      El más mínimo error nos obligará a repetir la marcha. Una y otra vez.

      * * *

      La calma reina en la habitación 205. Todo el mundo ha salido en dirección al gimnasio antes de la cena. Yo he preferido tumbarme en la cama para empezar a ver la primera temporada de Los Soprano en mi reproductor de DVD portátil.

      Romain también se ha quedado en la habitación. Está rezando un rosario junto a la ventana que da a la plaza de armas. Ayer descubrí que mi compañero es un ferviente católico. Ya lo he visto rezar dos veces.

      De camino a la habitación, me habló de su vida anterior, de cuando se juntaba con coleccionistas de objetos del Tercer Reich, como bustos de Hitler o banderas de la Alemania nazi. El tema surgió hablando del jersey de un aspirante a agente de policía: un suéter negro con las letras SS. Romain conocía ese tipo de prendas, ropa de fachas que pasaba por simple ropa deportiva.

      —Estaba en el colegio y me gustaba seguir a los mayores de veinte años —me explica.

      Nunca llegó a sentirse cómodo con aquel grupo.

      Decidió cortar lazos con ellos después de que le dieran una paliza a una mujer árabe.

      —Estaba embarazada —me aclara antes de continuar.

      —Después, me fui a estudiar a la región de París. El primero que se acercó a hablar conmigo era indio. Una semana después, me invitó a cenar a casa de sus padres. Cuando me marchaba, su madre rompió a llorar. Le pregunté por qué, y ella respondió: «Porque eres una buena persona».

      Romain me cuenta la historia con voz dulce. Sus rasgos son armónicos y delicados, y desprende una serenidad y una calma inquebrantables. Me fascina. Cojo mi móvil y le enseño un impactante artículo de Le Monde sobre la fuerza del Frente Nacional en su región natal. Sonríe.

      —Estuve muy metido en las juventudes del Frente Nacional, pero acabé dejándolo. La noche del debate que se celebró antes de la segunda vuelta de las elecciones, Le Pen lo hizo de pena…

      Romain suspira, sigue irritado por aquel asunto. Había dado tanto por el partido…

      —Ahora sé que nunca volvería a apoyar al Frente Nacional, aunque siga votando a la derecha —apunta—. Además, odio con toda mi alma a los comunistas y a los antifascistas. No son más que parásitos. Fuman, beben y no trabajan.

      Romain no ha ido al gimnasio porque espera una llamada de su novia, a


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