Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie FerrarellaЧитать онлайн книгу.
qué no puedo tomar aire de verdad? —le preguntó a Kayla, en el momento en que entró en la habitación. Notó, vagamente, que la luz del candil la precedía como un halo divino que iluminaba cada uno de sus movimientos. A su espalda, los perros entraron uno a uno.
—Porque tienes fisuras en dos costillas y te he puesto un vendaje tan tenso como he podido —contestó ella. Como veterinaria, no estaba acostumbrada a las quejas de viva voz. Pensó que tenían sus ventajas—. Es temporal.
Dejó el candil en la mesita de café y alzó el peto vaquero.
Él tardó en comprender qué era lo que le mostraba. El hombre que había engendrado a esa delicada mujer había sido inmenso. Era obvio que ella debía de haber salido a su madre.
—Vaya, no exagerabas al decir que tu padre era enorme, ¿verdad? —comentó. En ese peto vaquero habrían cabido dos como él—. ¿Cuánto pesaba?
—Demasiado —contestó ella—. Dada su profesión, debería haberse cuidado más.
—¿Cuál era su profesión? —preguntó él.
—Era médico de familia —contestó ella.
—Podría haber sido peor —dijo Alain, intentando ignorar las punzadas de dolor—. Podría haber sido endocrino o dietista —con una sonrisa resignada, estiró el brazo hacia el peto, pero tuvo que bajarlo con un gemido de dolor.
Preocupada, Kayla dejó el peto en la mesita.
—Tal vez deberías seguir tumbado. Puedes vestirte más tarde. Es obvio que no vas a ir a ningún sitio esta noche.
Como si quisiera reforzar su comentario, el viento agitó los cristales de las ventanas. Kayla puso la mano en la frente de Alain y arrugó la frente. A él no le gustó ver eso.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Estás caliente —dijo ella, mirándolo pensativamente.
A él eso le gustó aún menos. No tenía tiempo para tonterías. Tenía una agenda repleta de citas y se imponía volver a casa.
—¿Eso no es buena señal? Estar frío es estar muerto, ¿no?
—Estar rígido es estar muerto —corrigió ella con una sonrisa—. Espera. Voy a por algo que hará que te sientas mejor.
—«Espera» —repitió él cuando se fue. Winchester lo miró con lo que a Alain le pareció compasión—. Como si tuviera otra opción.
El perro ladró, como si estuviera de acuerdo en que no la tenía, al menos de momento. Alain lo miró. Tenía que estar alucinando, no había otra explicación para creer que estaba conversando con un perro escayolado.
Kayla regresó con un vaso de agua y una píldora azul.
—Tómate esto —ordenó, con un tono que no daba lugar a réplica. Le puso la píldora en los labios.
—¿Qué es? —preguntó Alain con desconfianza.
—Traga y calla —dijo ella—. Te sentirás mejor, te lo aseguro —al ver que él no se movía, suspiró. Es un analgésico —aclaró con exasperación—. ¿Siempre lo cuestionas todo?
—En general sí —aceptó él. Pensó que, si quería matarlo, podía haberlo hecho cuando estaba inconsciente así que, con desconfianza, aceptó la píldora—. Lo llevo en la sangre.
—¿El qué? —ella enarcó una ceja—. ¿Ser un incordio?
—Ser abogado —aclaró él, metiéndose la píldora en la boca.
—Viene a ser lo mismo —bromeó Kayla, encogiéndose de hombros. Puso una mano tras su cabeza para alzarla y ayudarlo a beber agua. Notó que él se tensaba, como si quisiera ocultarle que sentía dolor—. Esto te ayudará —le aseguró.
Él no tenía nada en contra de los analgésicos, pero el dolor no era su problema principal.
—Lo que me ayudaría de verdad es volver a la carretera, tengo que regresar a Los Ángeles esta noche —afirmó él. A Rachel no iba a hacerle ninguna gracia que faltara a su cita, y lo estaba pasando demasiado bien con ella para poner fin a la relación, de momento.
Además, había una reunión informal de la empresa. Dunstan había dicho que era voluntaria, pero todo el mundo sabía que no lo era.
La pelirroja estaba moviendo la cabeza de lado a lado con firmeza.
—Lo siento, pero eso no ocurrirá. Tu coche está inmovilizado. Y tú también.
—Mi coche —musitó Alain, viendo imágenes del accidente. Se preguntó si realmente había trepado por un árbol o eran imaginaciones suyas. Intentó incorporarse y, más que dolor, sintió que la neblina volvía a apoderarse de su cerebro—. ¿Cómo de grave es la situación?
—Eso depende —dijo Kayla.
Alain pensó que seguramente en el pueblo habría un mecánico que se hacía rico aprovechándose de la gente que tenía un fallo mecánico en la zona. Había muchas historias de auténticos robos, cuando no había alternativa.
—¿De qué? —preguntó, con desazón.
—De si quieres un coche útil o un montón de papeleo —contestó ella. Tenía la sensación de que el analgésico empezaba a hacerle efecto.
Alain pensó que el coche sólo tenía un año. Debería haber alquilado un vehículo para ir a Santa Bárbara, como había pensado inicialmente.
—¿Crees que es un siniestro total?
Esa vez Kayla meditó antes de contestar. Lo cierto era que no se había fijado mucho en el coche. Había estado demasiado preocupada con llevarlo a él a un lugar seguro y sin lluvia.
—Puede que no —admitió—. Pero es obvio que va a tardar un tiempo en volver a la carretera.
De repente, él tuvo la sensación de que la habitación se volvía más oscura. Tal vez el fuego se estaba apagando. O su cerebro. Ya no le dolían las costillas. Pensó que podía ofrecerle un pago por el uso de su vehículo, pero su mente se negaba a concentrarse.
—No puedo quedarme aquí —dijo.
—¿Por qué no? —preguntó ella con voz inocente—. Me parece que no tienes otra opción —sonrió levemente—. No te preocupes, no te cobraré por el alojamiento.
—Hay sitios a los que debo ir, gente a la que debo ver —protestó él, aunque pensar se estaba convirtiendo en un imposible.
—Los sitios seguirán allí mañana. Y pasado mañana —añadió ella, terminante—. Y si la gente merece la pena, también.
Kayla sabía que la píldora estaba haciendo efecto. Debería habérsela dado en cuanto estuvo tumbado, pero había querido saber cómo de mal se sentía. Calculó que tardaría unos minutos en dormirse. Se sentó en la mesita de café, mirándolo. Taylor se sentó a su lado.
—Ahora mismo —susurró con voz suave—, necesitas descansar. Las carreteras estarán inundadas, así que no podrías ir a ningún sitio. Cuando llueve así Shelby se convierte en una isla.
—¿Shelby? —balbució él.
—El pueblo por el que pasabas —aclaró ella. No aparecía en la mayoría de los mapas. Kayla se inclinó hacia delante y puso la mano en su brazo, para que se sintiera seguro—. Te he dado algo que te hará dormir, Alain. Deja de luchar contra ello, duerme.
A él le gustó oír su nombre en sus labios. Se dio cuenta de que se mecía en una especie de corriente y le pesaba el cuerpo.
—Si me duermo… —le costaba mucho hablar.
—¿Sí? —Kayla se inclinó hacia él para oírlo.
—¿Te… aprovecharás de mí… esta vez?
Ella