El hijo del siciliano - El millonario y ella. Sharon KendrickЧитать онлайн книгу.
fácil encontrar un sitio con un jardín o un patio.
El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos y Emma corrió a contestar para que no despertase a Gino.
–¿Dígame?
–Ciao, Emma.
Esas dos palabras fueron como un jarro de agua fría. Vincenzo pronunciaba su nombre como no lo hacía nadie más… pero claro, nada de lo que Vincenzo hacía o decía podía parecerse a nada.
«Recuerda que has ensayado su nombre sin emoción alguna. Pues ahora es el momento de ponerlo en práctica».
–Vincenzo –Emma tragó saliva–. Me alegro de que hayas llamado.
Al otro lado de la línea, los labios de Vincenzo Cardini se curvaron en una parodia de sonrisa. Hablaba como si estuviera a punto de comprarle un ordenador, con esa voz tan suave que solía hacerlo perder la cabeza. Y, a pesar de la hostilidad que sentía por ella, incluso ahora esa voz le despertó una punzada de deseo.
–Tenía un momento libre –contestó, mirando su agenda–. ¿Qué querías?
A pesar de haber dicho muchas veces que le daba igual lo que Vincenzo pensara de ella, Emma era lo bastante madura como para reconocer que su frialdad le rompía el corazón. Le hablaba con el mismo afecto que usaría para tratar con una secretaria. Con qué facilidad el fuego de la pasión se convertía en cenizas, pensó, filosófica.
«Pues contéstale con la misma frialdad», se dijo luego. «Háblale como él te habla a ti y así no te dolerá tanto».
–Quiero el divorcio.
Al otro lado de la línea hubo una pausa. Una larga pausa. Vincenzo se echó hacia atrás en el sillón, estirando sus largas piernas.
–¿Por qué? ¿Has conocido a otra persona? –le preguntó–. ¿Estás pensando en volver a casarte?
Su indiferencia le dolió más de lo que debería. ¿Podría ser aquél el mismo Vincenzo que una vez había amenazado con matar a cualquier hombre que se atreviera a sacarla a bailar? No, claro que no. Ese Vincenzo la amaba… o al menos había jurado amarla.
–Aunque hubiera alguien en mi vida, te aseguro que no volvería a casarme –respondió Emma.
–Eso no responde a mi pregunta –replicó él.
–Es que no tengo que contestarla.
–¿Crees que no? –Vincenzo se dio la vuelta en el sillón para mirar los espectaculares rascacielos que dominaban el centro de la ciudad, dos de los cuales eran de su propiedad–. Bueno, en ese caso, esta conversación no va a durar mucho, ¿no te parece?
–No te he llamado para charlar, te he llamado para…
–Antes de nada hay que establecer los hechos –la interrumpió él–. ¿Tienes ahí tu agenda?
–¿Mi agenda?
–Vamos a buscar un día para hablar del asunto.
Emma tuvo que agarrarse a la mesita para no perder el equilibrio.
–¡No!
–¿Crees que voy a hablar del divorcio por teléfono?
–No hace falta que nos veamos… podemos hacerlo a través de abogados.
–Pues entonces hazlo. Dile a tu abogado que se ponga en contacto con el mío.
¿La retaba porque sospechaba que estaba en una posición más débil?, se preguntó. Pero él no podía saber eso, se dijo luego.
–Si quieres que coopere, sugiero que nos veamos, Emma –siguió Vincenzo–. Si no, podrías tener una batalla muy larga y muy cara entre las manos.
Emma cerró los ojos, pero hizo un esfuerzo para no llorar porque sabía que Vincenzo usaría cualquier signo de debilidad para lanzarse sobre ella como un buitre. ¿Cómo podía haber olvidado esa resolución de hierro, esa fiera obstinación gracias a la que siempre había conseguido lo que quería?
–¿Por qué íbamos a tener que pelearnos? Los dos sabemos que nuestro matrimonio se ha roto para siempre.
Quizá si ella hubiera derramado una lágrima, si en su voz hubiera oído un timbre de emoción… pero ese tono frío desató una furia que había permanecido dormida desde que su matrimonio se rompió.
En ese momento, Vincenzo no sabía ni le importaba qué era lo que Emma quería; lo único importante era hacer justo lo contrario.
–¿Tienes libre el lunes? –le preguntó.
Emma no tenía que mirar su agenda porque no la tenía. ¿Para que iba a tenerla? Su vida social era inexistente y así era como le gustaba.
–El lunes me parece bien –tuvo que ceder–. ¿A qué hora?
–¿Puedes venir a Londres a cenar?
Ella lo pensó un momento; el último tren a Boisdale desde Londres salía a las once, pero ¿y si lo perdía? Aunque su amiga Joanna podía cuidar de Gino durante el día, durante la noche tenía que cuidar de su propio hijo. Además, ella no se había separado del niño desde que nació.
–No, cenar no me viene bien.
–¿Por qué? ¿Estás ocupada?
–No vivo en Londres, así que para mí es más fácil que nos veamos durante el día.
Vincenzo se estiró cuando una morena de falda ajustada entraba en su despacho para llevarle un café exprés y tuvo que sonreír cuando la joven salió moviendo descaradamente el trasero.
–Sí, muy bien, nos veremos para comer entonces. ¿Recuerdas dónde está mi oficina?
La idea de ir a su cuartel general, con sus suelos de mármol y su lujosa decoración la asustaba. Además, su oficina no era territorio neutral. Vincenzo llevaría la iniciativa… y no había nada que le gustase más.
–¿No preferirías que nos viéramos en un restaurante?
De nuevo, Vincenzo creyó detectar cierta esperanza en su voz y se quedó sorprendido por el deseo de aplastarla.
–No, yo no voy a restaurantes –le dijo. No quería que hubiera una mesa separándolos, ni camareros, ni la formalidad del ambiente–. Te espero aquí a la una.
Y luego, para asombro de Emma, colgó sin decir una palabra más.
Ella dejó el auricular en su sitio y cuando levantó la mirada, vio su imagen en el espejo. Su pelo parecía más lacio que nunca, su cara pálida como la tiza y tenía sombras bajo los ojos. Vincenzo siempre había sido tan particular sobre su aspecto… en realidad, había sido como una muñeca para él.
Aunque era siciliano, había adoptado felizmente el ideal de la bella figura, la importancia de la imagen. Mordiéndose los labios, Emma imaginó el desdén de sus ojos negros si pudiera verla en aquel momento. Y ese desdén la colocaría en una posición de desventaja.
Entre aquel día y el lunes tendría que hacer algo drástico con su aspecto.
Capítulo 2
EMMA miró el edificio Cardini intentando reunir valor para entrar en él. Era una estructura muy bella, construida casi enteramente de cristal en una de las mejores zonas de Londres para dejar bien claro que Vincenzo era un hombre muy rico.
El diseño había ganado varios premios, pero en sus ventanales, Emma podía verse reflejada y lo que veía no le daba mucha seguridad.
Había sido una pesadilla encontrar algo adecuado que ponerse porque toda su ropa era muy práctica; nada que ver con los caros vestidos a los que se había acostumbrado cuando estaba casada con Vincenzo.
Al final, eligió un sencillo vestido oscuro que había alegrado un poco con un collar y había cepillado sus botas hasta que casi