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Amor entre viñedos - Un brote de esperanza. Kate HardyЧитать онлайн книгу.

Amor entre viñedos - Un brote de esperanza - Kate Hardy


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casa y, tras saludar a Hortense, subió las maletas. Mientras estaba guardando sus cosas, sonó el teléfono y encontró un mensaje de Xav. Le decía que la esperaba en su despacho al día siguiente, a mediodía. Y le pedía que llevara una barra de pan.

      Cuando terminó con las maletas, habló con Hortense para que le diera las llaves del dos caballos de Harry y se dirigió al granero que su difunto tío abuelo utilizaba como garaje; pero, desgraciadamente, el coche no arrancó.

      Ya estaba pensando en la posibilidad de alquilar un vehículo cuando vio una bicicleta apoyada en la pared. Y entonces, tomó una decisión. Aquella bicicleta iba a ser su medio de transporte. Hasta tenía una cesta en la parte delantera, donde podía meter el bolso y el ordenador portátil.

      Era perfecta. Justo lo que necesitaba para empezar una nueva vida.

      Capítulo Cuatro

      A la mañana siguiente, Allegra se montó en la bicicleta para ir al pueblo y comprar una barra de pan antes de ir al despacho.

      ¿Creía Xavier que se contentaría con empezar su jornada laboral a última hora de la mañana? De ninguna manera. Ahora eran socios, y Allegra estaba decidida a trabajar tanto como él. Le había dicho que no era una vaga, y se lo iba a demostrar. Pero, cuando llegó a la bodega, descubrió que la puerta estaba cerrada.

      No había nadie.

      Allegra pensó que tenía tres opciones. La primera, ir a ver a Guy y preguntarle si tenía una llave del despacho; pero era improbable porque, como le había dicho el día anterior, los viñedos eran asunto de Xavier. La segunda, llamar a Xavier por teléfono; pero si estaba haciendo algo importante, le molestaría. Y la tercera, alcanzar el portátil que llevaba en la cesta de la bici, sentarse en el jardín y trabajar un rato al sol.

      Al final, optó por la tercera.

      Sacó el portátil, apoyó la bicicleta en la pared y se sentó bajo un castaño, con la espalda contra el tronco. Era un lugar verdaderamente bonito. Se oía el zumbido de las abejas que buscaban polen y olía a rosas y espliego. Parecía un paraíso en comparación con su antigua oficina de Londres, donde solo podía ver los edificios del otro lado de la calle.

      A las doce menos cuarto, Xavier detuvo su vehículo en el vado, cerró la portezuela y caminó hacia Allegra.

      –¿Qué estás haciendo?

      –Trabajar.

      –¿En el jardín?

      Ella le dedicó la más dulce de sus sonrisas.

      –Como la puerta del despacho estaba cerrada y mi socio no me ha dado una llave, no he tenido más remedio que sentarme en el jardín.

      Él frunció el ceño.

      –No se me había ocurrido, la verdad. Harry no tenía oficina en el edificio.

      –Pero yo no soy Harry… Y no quiero tener que montarme en la bicicleta y venir a tu casa cada vez que necesite un simple folio.

      Xavier se cruzó de brazos.

      –Me temo que no hay ningún despacho libre.

      –¿Ah, no? Recuerdo haber visto uno el sábado…

      –Ese es el despacho de mi secretaria.

      La explicación de Xavier le pareció creíble, salvo por el hecho de que tenía un defecto que saltaba a la vista.

      –¿Y cómo es posible que no esté?

      –Se ha tomado una semana libre. Su hija acaba de dar a luz y quería estar con ella –contestó Xavier.

      A Allegra le agradó que Xavier fuera un jefe tan comprensivo como para ofrecer una semana libre a su secretaria por un asunto como ese, pero aún había una pregunta en espera de una respuesta.

      –¿Por qué no has buscado una secretaria temporal para que la sustituya?

      –Porque a Therese no le gusta que otras personas toquen sus cosas –dijo–. Si tenías intención de pedirme que te dejara usar su despacho, olvídalo.

      Allegra soltó una carcajada. Le parecía increíble que un hombre tan poderoso como Xavier Lefevre permitiera que su secretaria le diera órdenes.

      –¿De qué te ríes?

      –De la idea de que tu secretaria te imponga condiciones a ti. Debe de ser una mujer verdaderamente imponente.

      Xavier la miró con exasperación.

      –Therese no me impone nada. Pero es una gran organizadora y la respeto.

      –Si tú lo dices… –declaró con una sonrisa–. Supongo que vienes de los viñedos y que vas a volver esta tarde, ¿verdad?

      –Sí.

      –Entonces, tu despacho estará libre la mayor parte del día…

      –Allegra…

      –Excelente. Trabajaré en él mientras tú estás fuera –lo interrumpió–. Salvo que prefieras que te acompañe a los campos; en cuyo caso, estaría bien que me hicieras un sitio en tu despacho al mediodía, cuando el sol calienta demasiado para trabajar en el exterior. Las tareas administrativas no llevan mucho tiempo. Me llevaré mi ordenador portátil y, si es necesario, lo conectaré a tu red.

      Él la miro con una mezcla de irritación y admiración.

      –Lo tienes bien pensado…

      –Sí.

      –Eres un verdadero incordio.

      Ella volvió a reír.

      –Desde luego.

      –La pelle se moque du fourgon –dijo él.

      –¿Cómo?

      –La pala se mofa del atizador –tradujo Xavier–. Es un dicho francés.

      Allegra suspiró.

      –Siempre tienes que tener la última palabra…

      Él le ofreció una de esas sonrisas que habían permanecido en la memoria de Allegra durante años. Una sonrisa burlona, irónica y totalmente irresistible.

      –Sí, así es. ¿Has traído la barra que te pedí?

      –Voilà –Allegra señaló la cesta de la bicicleta–. Doy por sentado que será mi contribución a la comida…

      –No –dijo él–. Pero entremos en mi despacho.

      Xavier la llevó al despacho, abrió la puerta y dijo, antes de dirigirse a la pila de la cocina americana:

      –Discúlpame un momento. Tenía intención de lavarme antes de que aparecieras, pero te has adelantado –Abrió el grifo de la pila y se lavó las manos–. Hoy tenemos carne fría y ensalada para comer.

      –No espero que prepares la comida todos los días, Xav –dijo ella–. Me puedo traer un sándwich o un bocadillo.

      Xavier se secó las manos.

      –Como quieras. Pero hoy vamos a tener una comida de trabajo, así que la puedo compartir contigo. Ya he visto que has venido en bicicleta.

      Ella asintió.

      –Tenías razón con el coche de Harry; no lo pude ni arrancar. Hortense me ha dicho que hablará con el dueño del taller mecánico para ver si puedo hacer algo al respecto.

      –Yo te puedo prestar un coche.

      Allegra sacudió la cabeza. No quería que le hiciera favores. Le iba a demostrar que era capaz de salir adelante sin ayuda de nadie.

      –No es necesario. Me las arreglaré con la bici.

      Él arqueó una ceja.

      –¿Y qué vas a hacer cuando llueva?

      –Meteré


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