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Como el fuego. Carol MarinelliЧитать онлайн книгу.

Como el fuego - Carol Marinelli


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      Dante se dirigió al bar, abrió un decantador de cristal y se sirvió una copa de coñac.

      –¿Tus hermanos no van a entrar? –le preguntó ella.

      –¿De verdad esperabas que tomasen una copa contigo? No, lo siento, pero han ido directamente al comedor. Solo queremos que esta cena termine cuanto antes. Cenaremos y luego te dejaremos en paz.

      –Entonces, os dejo solos para que cenéis tranquilos.

      –No, de eso nada. Tú cenarás con nosotros.

      –¿Por qué? Acabas de dejar bien claro que no soy bienvenida.

      –Pero mi padre quería que cenásemos juntos esta noche y, además, es la última oportunidad de repasar los preparativos del entierro y el funeral. No tendré tiempo de explicarlo dos veces.

      –¿Qué hay que explicar? Todo está organizado.

      –Porque lo he organizado yo. Los coches, el discurso, el entierro, la lectura del testamento. ¿Es que no piensas aportar nada al funeral de tu marido más que unas lágrimas de cocodrilo?

      Sin esperar respuesta, Dante se dio la vuelta y se dirigió al comedor.

      –¿Ella va a cenar con nosotros? –le preguntó Ariana.

       A pesar de las instrucciones de Rafael, ninguno de ellos pensaba que Mia tendría la desvergüenza de presentarse.

      –Creo que sí.

      –Menuda cara…

      –Calla, Ariana –le advirtió Dante.

      No le gustaba esa mentalidad de ataque en grupo y se daba cuenta de que su animosidad hacia ella era exagerada, pero verla era como una patada en el estómago.

      Cuando entraron, la casa estaba en silencio. En una típica casa italiana habría sollozos, llantos, gritos de dolor, pero Mia estaba inmóvil y digna frente a la chimenea.

      En silencio, digna y totalmente capaz de excitarlo a pesar de todo.

      Capítulo 3

      HUBO muchas miradas de soslayo mientras Mia se sentaba en la cabecera de la pulida mesa. Después de todo, era la señora de la casa y todos la detestaban por ello.

      –Dei morti parla bene –dijo Dante, levantando su copa.

      Mia conocía esa expresión: «habla bien de los muertos».

      Tomó un sorbo del oscuro líquido, un vino del viñedo privado de Rafael, y tuvo que hacer un esfuerzo para tragar porque le sabía amargo.

      Un segundo después, Luigi ofreció un brindis mirándola directamente.

      –‘Dove c’è’ un testamento, c’è’ un parente.’

      «Donde hay un testamento hay un pariente».

      Era un dicho familiar, pero la implicación de que Mia estaba allí solo por el dinero era evidente.

      Mia ni siquiera parpadeó ante el menosprecio, aunque tampoco levantó su copa y, a pesar de sí mismo, Dante tuvo que admirar su fortaleza. Y, a pesar del odio que sentía por ella, tuvo que salir en su defensa.

      –Eso es cierto, Luigi. No tengo la menor duda de que tú estarás en el estudio para la lectura del testamento –dijo, mirando alrededor–. Todos vosotros estaréis allí.

      Mia no había esperado el menor apoyo de Dante y, aunque lo agradecía, no se atrevió a demostrarlo. Le parecía tan raro estar en la misma habitación, compartiendo una cena con él.

      Se sentía rara cada vez que Dante estaba cerca. Sabía que la detestaba, pero la hacía sentirse extrañamente consciente de su cuerpo.

      Cuando sirvieron el primer plato, Dante fue directo al grano:

      –El coche fúnebre llegará a las once y la comitiva saldrá de aquí poco después. Naturalmente, tú irás detrás del coche fúnebre –dijo, mirando a Mia.

      –¿Con quién? –preguntó ella.

      –Eso depende de ti. Imagino que habrás invitado a alguien para que te apoye tras la muerte de tu marido –después de decir eso, Dante se volvió hacia sus hermanos–. Yo iré detrás, con Stefano, Eloa y Ariana. Y Luigi, tu familia irá en el tercer coche.

      –¿Y dónde irá mamá? –preguntó Ariana.

      –Mamá esperará en la iglesia.

      –Pero no es justo que mamá no vaya en el coche cuando era su…

      –Déjalo, Ariana.

      Su hermana fue la primera en abandonar el barco. Tirando el tenedor sobre el plato, Ariana se levantó y salió en tromba del comedor.

      Dante apartó la copa de vino.

      –La comitiva recorrerá toda la finca –siguió explicando–. Primero, pasaremos por los establos y luego daremos una vuelta por los viñedos y las residencias de los empleados. De ese modo, podrán salir para saludar al coche fúnebre antes de ir a la iglesia.

      Iba a ser una procesión muy larga, pensó Mia. La propiedad de Rafael incluía las residencias de los empleados, el lago, los establos, el interminable campo de amapolas.

      Le angustiaba la idea de ir sola detrás del coche fúnebre porque le recordaba el funeral de sus padres y eso era algo en lo que no quería pensar de ningún modo.

      El silencio durante la cena era insoportable, pero mientras retiraban los platos Sylvia puso una mano en su hombro y Mia levantó la mirada para esbozar una sonrisa de agradecimiento.

      Dante se percató del gesto. Los empleados la adoraban, algo que era evidente cada vez que visitaba a su padre, y eso lo desconcertaba. Ese gesto de apoyo dejaba claro que Mia era respetada y querida en la casa.

      Estaba preciosa a la luz de las velas. Tenía los ojos algo hinchados, pero aparte de eso no había señales de que hubiese llorado. De hecho, dudaba que hubiese derramado una sola lágrima por su padre.

      Ella giró la cabeza en ese momento y, aunque esperaba una mirada de desaprobación, no fue así. A pesar de su clara animadversión, la mirada de Dante no era desdeñosa.

      Mia se sentía atrapada por esa mirada.

      Sabía que Eloa estaba hablando, pero no podía oír lo que decía porque era como si Dante y ella estuvieran solos en el comedor.

      Durante esos dos años se había obligado a sí misma a ser distante, pero ahora no podía apartar la mirada. Durante dos años había hecho lo imposible para ignorar el cosquilleo que evocaba su presencia, para negar la excitación que provocaba en ella, pero en ese momento era incapaz de contenerla. Sentía calor en el cuello, en las mejillas, en los pechos. Sin decir una palabra, Dante hacía que tuviese que cruzar las piernas.

      Era como si la puerta de acero empezase a abrirse y, por primera vez desde que se conocieron, se permitió a sí misma buscar su mirada.

      «Ah, estirada Mia», pensó Dante mientras giraba la cabeza. «No vas a hacerlo, de eso nada».

      Sylvia sirvió el segundo plato, pero el ambiente era cada vez más tenso. Ahora era Mia quien quería tirar el tenedor y salir corriendo.

      –¿Dónde se sentará Angela en la iglesia? –preguntó la mujer de Luigi entonces.

      –Donde ella quiera.

      –¿Pero en qué banco? Debería sentarse con los hijos de Rafael en el primer banco.

      –Mia se sentará en el primer banco –respondió Dante–. La etiqueta dicta que la exesposa se siente detrás.

      Aunque él sabía que eso no iba a ocurrir. Su madre querría sentarse en el primer banco, pensó, sintiendo una rara punzada de simpatía por la viuda de su padre.

      –Mi padre


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