El libro sobre Adler. Søren KierkegaardЧитать онлайн книгу.
Fichte (1796-1879), motivo por el cual Kierkegaard lo denomina «el viejo Fichte».
2. Apunta a la fecha en que se publicó la primera edición de la obra de J. G. Fichte Friedrich Nicolai’s Leben und sonderbare Meinungen. Ein Beitrag zur Literaturgeschichte des vergangenen und zur Pedagogik des angehenden Jahrhunderts [La vida y las extrañas opiniones de Friedrich Nicolai. Una contribución a la historia de la literatura del pasado y a la pedagogía del nuevo siglo] (1801).
3. Cf. Johann Gottlieb Fichte’s sämtliche Werke, Berlín, 1845-1846, vol. 8, pp. 75-84.
[93] INTRODUCCIÓN
Dado que nuestra época, según la opinión del barbero (y a aquel que no tenga la oportunidad de estar al día por los periódicos le basta con acudir el barbero, quien en los viejos tiempos en los que no existían los periódicos cumplía la función que ahora cumplen estos), va a ser una época movida4, no resulta extraño que la vida de muchas personas transcurra de manera que, pese a estar basada en ciertas premisas, no logre alcanzar ninguna conclusión. Del mismo modo, esta época es la época de los movimientos porque ha puesto las premisas en movimiento, pero también es la época de los movimientos porque no ha llegado a su conclusión. Así pues, la vida de dichas personas transcurre de ese modo hasta que la muerte llega para ponerle fin, pese a no haber alcanzado su fin por lo que a la conclusión se refiere. Una cosa es que la vida se acabe, otra muy distinta, que alcance su propia conclusión.
Quien posee cierto talento puede llegar a convertirse en escritor si en algún momento de su inconclusa vida se le pasa tal idea por la cabeza. Pero dicha ocurrencia será una mera ilusión. Quizá (pues aquí hipotéticamente podríamos admitir cualquier cosa si nos ceñimos exclusivamente a lo determinante) posea unas cualidades extraordinarias, las de un artista excelente, pero nunca llegará a ser escritor, a pesar de su producción. Sus obras serán como su propia vida, materiales, y puede que dichos materiales valgan su peso en oro, pero no dejarán de ser materiales. Porque no será un poeta, que poéticamente redondea el todo; ni un psicólogo, que ordena las particularidades del individuo en una impresión global; ni un dialéctico, que desde la posición que le ha correspondido pone de manifiesto su concepción de la vida5.
Pues no, aunque escriba, no será un escritor genuino. Será capaz de escribir la primera parte de un texto, pero no podrá escribir la segunda parte; o, para no causar mayor confusión, podemos igualmente decir que será capaz de escribir la primera y la segunda parte, pero entonces no podrá escribir la tercera parte; jamás logrará escribir la última parte. Si ingenuamente llevado por el pensamiento de que todo libro, según el uso y las costumbres, debe contener una última parte, [94] se propone escribir una última parte, no hará otra cosa que poner de manifiesto que con esa última parte renuncia a ser escritor. A ser escritor se aprende ciertamente escribiendo, pero, curiosamente por ese mismo motivo, también se puede renunciar escribiendo. Si al menos se hubiera percatado de la anormalidad de la tercera parte, sí, si tacuisset, philosophus mansisset [si hubiera callado, por filósofo lo tendríamos]6.
Para llegar a una conclusión, primero es necesario percibir vívidamente su ausencia y, de ese modo, de nuevo vívidamente echarla de menos. Por eso es fácil de imaginar que un escritor genuino, precisamente para poner de manifiesto la anormalidad que supone que muchas personas vivan sin una conclusión, produzca un fragmento en el que por así decirlo no plantee ninguna anormalidad y, sin embargo, en otro sentido presente una conclusión al ofrecer la correspondiente concepción de la vida. Y una concepción del mundo, una concepción de la vida, es la única conclusión verdadera para cualquier producción, pues cualquier conclusión poética es una mera ilusión. Si se ha sabido desarrollar una concepción de la vida, esta se mostrará con total coherencia y claridad. Entonces no será necesario matar al héroe, podremos dejarle con vida, pues la premisa ya estará recogida y atemperada en la conclusión, y el desarrollo habrá llegado a su fin.
Pero si carecemos de una concepción de la vida (que, por supuesto, ya debería estar presente en la primera parte del texto, igual que en todas las demás), aunque su ausencia solo se haga patente en la segunda o en la tercera (y así hasta la última), de nada servirá dejar morir al héroe, de nada servirá que lo enterremos en el relato para dejar claro que realmente ha fallecido: el desarrollo no habrá llegado de ningún modo a su fin. Si la muerte tuviera ese poder no habría nada más sencillo que ser poeta, aunque entonces la poesía tampoco sería necesaria. En la vida real, cuando alguien fallece, la vida alcanza su fin, pero de esto no se deduce que haya alcanzado el fin por lo que a la conclusión se refiere. Precisamente este tiempo verbal («que haya alcanzado el fin») indica que la muerte no es lo determinante, pues la conclusión puede llegar en vida de la persona. Utilizar la muerte como conclusión es un paralogismo, una metabasij eij allo genoj [transposición a otro género]7, pues es cierto que la muerte es una conclusión, pero resultante de otras premisas completamente distintas. También es cierto que la muerte es un punto final, pero, en su abstracta indiferencia, la muerte no tiene nada que ver con que el sentido quede resuelto, con que la vida del fallecido tuviera o no un sentido. La muerte no quita ni pone, no transforma la vida de una persona in concreto, [95] sino que elimina las condiciones para la vida in abstracto y, de ese modo, impide cualquier cambio ulterior.
Pero cuanto más echan en falta una conclusión tanto la época de los movimientos como los propios individuos, más enérgicamente parecen multiplicarse las premisas. Esto conlleva que la llegada de la conclusión se dificulte más y más, porque en lugar de alcanzarse una conclusión se produce una parada que es para el espíritu lo mismo que el estreñimiento para un organismo animal, pues el incremento de premisas resulta tan peligroso como atiborrarse de comida cuando padecemos estreñimiento (aunque por un momento nos pueda parecer reconfortante). Poco a poco los movimientos de la época se transforman en una fermentación insana, del mismo modo que, cuando el enfermo no digiere ni asimila los alimentos, estos comienzan a fermentar en su interior. La enfermedad de nuestra época se aprovecha de los individuos, cuyas vidas igualmente solo se fundamentan en premisas que les impulsan a ser escritores y cuyas producciones se entienden precisamente como una exigencia de su época8. Un escritor genuino recomendaría sin duda alguna ponerse a dieta en tales circunstancias.
Sin embargo, el escritor de premisas9 se vuelca por completo al servicio de nuevas tareas, propuestas, alusiones, insinuaciones, indicaciones, proyectos en constante renovación; en resumidas cuentas, cualquier actividad que si bien implica un comienzo, también estimula la impaciencia en tanto que no exige constancia (cosa que es necesaria si lo que se pretende es alcanzar alguna conclusión). Aquello que alimenta la enfermedad siempre parece reconfortante en un primer momento y, desde un punto de vista espiritual, cuando se deja de lado la ética, lo inmediato es la sofística, así como un continuo y continuo comenzar. Mientras tanto, los escritores de premisas (los sofistas) florecen y obtienen tanto dinero (Aristóteles afirmaba que una característica de los sofistas era precisamente su afán de lucro10) como reconocimiento por satisfacer las exigencias de su época. En tales circunstancias, el escritor genuino está condenado al fracaso. Su vida transcurrirá del mismo modo que la que Sócrates tan ingeniosamente dispuso para sí mismo. Le sucederá lo mismo que a un médico que fuese demandado por un cocinero o un pastelero y un grupo de niños tuviera que sentenciar el asunto11. El cocinero o el pastelero, que entienden puerilmente de lo suculento y lo lisonjero,