Dulce venganza. Sandra MartonЧитать онлайн книгу.
no iba a ser fácil. Cenicienta lo había conseguido con la ayuda del Hada Madrina. Lucinda miró su disfraz y se echó a temblar. En lo único en lo que podía apoyarse era en las lentejuelas y en la lycra.
Muy solemnemente, se quitó el gorro y lo dejó a un lado. Luego, se desabrochó su impoluta chaqueta blanca, la volvió a abrochar y, tras doblarla cuidadosamente, la colocó al lado del gorro. A continuación, los pantalones, a los que sometió a la misma operación.
Luego, respiró profundamente y se puso el tanga, intentando subírselo por las caderas. No le valía. ¡El tanga no le valía! La esperanza se empezó a apoderar de ella. No esperarían que ella saliera del pastel con su atuendo de cocinera. Si la ropa no le valía…
Sus esperanzas se desvanecieron cuando se miró al espejo. ¿Cómo le iba a valer el tanga si se lo había intentado poner encima de sus braguitas de algodón blancas? Estuvo a punto de echarse a reír al verse. Gafas de montura de alambre, sin maquillaje, el pelo bien recogido, un simple sujetador de algodón blanco con braguitas a juego y, encima de las braguitas, el tanga. Parecía un cruce entre Mary Poppins y Madonna.
El deseo de reír se le paso cuando se dio cuenta que no tenía escapatoria. Entonces, se quitó el tanga y las braguitas y se volvió a poner el tanga. Adiós Mary Poppins…
No estaba tan mal, al menos por delante. Cubría lo que tenía que cubrir, pero por detrás… Lucinda se sonrojó al darse la vuelta y mirarse en el espejo. El tanga era allí casi invisible.
—¡Señorita Barry!
Los golpes que el chef Florenze estaba dando sobre la puerta hicieron que esta estuviera a punto de saltar.
—¡Señorita Barry! ¿Me oye?
¿Cómo no iba a oírlo? Estaba gritando. Aunque ella supuso que tenía que hacerlo para hacerse oír por encima del alto volumen de la música que provenía del salón.
—¡Tiene cinco minutos, señorita Barry!
Cinco minutos. Lucinda se volvió hacia el espejo y se miró otra vez. El sujetador de algodón no iba nada bien con el tanga. Tal vez fuera a la inversa. Ella sonrió ligeramente y se mordió un labio. «Esto no tiene nada de gracia», se dijo.
Y así era. El deseo de sonreír no tenía que ver con que la situación fuera graciosa. En realidad, ella estaba al borde de la histeria. Recordó que la primera vez que le había dado por reírse escandalosamente en una situación extrema había sido en el entierro de su padre, cuando el abogado les había dicho a ella y a su madre, muy dulcemente, la triste verdad…
Lucinda levantó la barbilla.
—Hazlo —dijo tristemente.
Entonces, se quitó el sujetador de algodón se puso la minúscula prenda que hacía juego con el tanga y se volvió a mirar en el espejo. Entonces, le pareció que era aquella imagen la que iba a reírse de ella. A pesar del tanga y del sujetador, le parecía que estaba tan sexy como un espantapájaros. Cualquier hombre la miraría y le suplicaría que volviera a meterse en el pastel.
Lucinda frunció el ceño. Si era sexy o no, no era culpa suya. Lo que tenía que hacer era saltar del pastel. Tal y como había aprendido en los dos últimos años, la desesperación podría llevar a hacer cualquier cosa. El origen no importaba nada. No había evitado que su padre dejara una casa hipotecada, una esposa derrotada y una amante desilusionada.
La amante se había buscado un nuevo amor, la madre de Lucinda, la esposa, había encontrado un nuevo marido y ella, Lucinda, estaba intentando encontrar una nueva vida. Por eso, había viajado los más de cuatro mil kilómetros que la separaban de Boston para encontrar un lugar en el que nadie la reconociera o pudiera emitir juicios sobre su cambio de estilo de vida.
Su vida anterior le parecía ridícula. El teatro, la ópera, bailes benéficos, fiestas… En aquellos momentos era ella la que necesitaba la caridad. Sin embargo, se convertiría en una ciudadana productiva cuando tuviera su certificado de cocinera. Y cuando tuviera el trabajo con el caballero homosexual. Pero no tendría trabajo sin certificado.
Una vez más, se miró en el espejo y, uno a uno, se fue quitando las horquillas que le recogían el pelo, dejando que le cayera sobre los hombros.
En cuanto a las gafas, ella normalmente llevaba lentes de contacto, pero aquella misma tarde se le había caído una al suelo cuando salía del apartamento, por lo que no había tenido tiempo de buscarla. Sin ellas no veía bien, pero no era decoradora, sino decorado.
Lucinda tragó saliva al dejarlas encima del lavabo. Se sentía aturdida y nerviosa. ¿Sería ella la primera Barry que emergiera, casi desnuda, del centro de un pastel gigante? Era una tarta de seis pisos, blanca, decorada con chocolate blanco, corazones y estrellas de mazapán. Ella misma los había colocado aquella tarde.
Sin embargo, ¿qué importaba quién los hubiera colocado? Además, el chef Florenze le había dejado muy claro que no saldría por el pastel de verdad.
—Será una tarta de cartón —le había dicho al ver cómo lo miraba ella—. Saldrá del pastel limpiamente.
Tal vez hubiera sido que él creyera de verdad que ella iba a hacerlo. Tal vez la afirmación solemne de que ella no se mancharía de crema. Fuera lo que fuera, una loca imagen se le había formado a Lucinda en la cabeza. Se imaginaba saliendo de la parte superior del pastel, con su tiara y su minúsculo atuendo y la máscara de uno de esos payasos que salen movidos por un resorte en las cajas de sorpresa.
Aquella visión, le había provocado una carcajada que el Chef había interpretado mal.
—Ah —le había dicho él con una resplandeciente sonrisa—. Me alegra ver que esta pequeña misión es de su agrado, señorita Barry. Por un momento, había temido que, tal vez, no se sentiría tan satisfecha con ello.
—¿Satisfecha? —le había preguntado Lucinda, sintiendo la necesidad de agredir al chef—. ¿Satisfecha por que usted me diga que me tengo que exhibir, desnuda, delante de una manada de hienas? —había añadido, mirando la cajita que tenía la ropa que ella debía llevar y tirándosela luego a él—. ¿Es que ha perdido la cabeza?
—Señorita Barry. Ya le he explicado la situación. La actriz que contratamos para la ocasión…
—Actriz —repitió ella, en tono de mofa.
—Se ha puesto enferma y usted debe ocupar su lugar. Ya se lo he dicho tres veces.
—Y yo también le he dicho que yo estoy aquí para cocinar, no para… para entretener a un puñado de degenerados.
—Sí, degenerados —le espetó el chef, con frialdad—. Esos hombres son miembros de las mejores familias de San Francisco. Todos ellos son baluartes de la industria.
—Son unos borrachos.
—Estarán de fiesta. Y una chica que salga de un pastel es parte de la celebración.
—Llame a una agencia. Llame al sitio donde ha contratado a esa «actriz» y contrate otra —le desafió Lucinda—. Yo no pienso hacerlo.
—Son casi las diez de la noche —replicó el chef, haciendo gestos desesperados hacia el reloj—. La agencia está cerrada.
—Qué pena.
—¿Se acuerda de la lección de cocina número tres? ¿La de cómo improvisar cuando el soufflé se cae?
—¿Qué tiene que ver un soufflé con todo esto? —preguntó Lucinda.
—Yo estoy improvisando, señorita Barry. Estoy intentando arreglármelas con los materiales que tengo a mano.
—No soy ni clara de huevo ni una tableta de chocolate amargo, chef Florenze.
—Mire a su alrededor —le dijo el Chef—. Venga, mire. ¿Qué es lo que ve?
—La cocina en la que se supone que debería estar trabajando.
—Lo que ve —le corrigió él con impaciencia—,