Imitación del hombre. Ferran ToutainЧитать онлайн книгу.
al círculo frenético de la imitación vulgar, en tanto que busca, y a menudo encuentra, todo lo que el hombre no aprovecha para su vida social y que, sin embargo, constituye la parte más intensa de su percepción del mundo. El arte puede permitirse ese lujo porque, moviéndose de manera esencial en el terreno de la metáfora, puede distraer al hombre de su fijación permanente con las convenciones del lenguaje vulgar. Como el humor, que no creo que sea otra cosa que un sistema que inventamos en cuanto tomamos conciencia de la vida para poner de relieve lo absurdo de nuestra condición mimética. A fin de cuentas, no parece que pueda negarse, sin perjuicio de otras posibles consideraciones, que de un modo u otro todos hemos venido a este mundo a hacer el ridículo.
NOTAS
* Hablo de este recuerdo con mi hermana mayor —en el momento de los hechos ella ya tendría unos catorce o quince años—, y me asegura que, en aquel banquete, Antonio no hizo acto de presencia, y lo corrobora mostrándome una foto de todo el grupo de comensales en la que, efectivamente, no están ni Antonio ni ninguno de sus familiares directos.
PRIMERA PARTE
Donde se trata de la imitación del hombre por el hombre, de las máscaras que obliga a llevar la condición de persona y de la dialéctica de dominio y sumisión que impone el sistema de máscaras
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ATRIBUTOS SIN HOMBRE
Un hombre sin atributos consta de atributos sin hombre.
ROBERT MUSIL, El hombre sin atributos1
Cuando Ulrich, el héroe de la novela de Robert Musil, empieza a entrar en la madurez, le asalta de nuevo una inquietud que ya le había preocupado de joven, y constata una vez más lo que siempre tuvo por cierto: que todos los rasgos de personalidad que le determinan como sujeto tienen tan poco que ver con él como con las otras personas con las que comparte su idiosincrasia. Los atributos que configuran la identidad humana guardan mucha más relación entre sí que con la conciencia de quienes los transportan. Actuamos o dejamos de actuar de acuerdo con lo que dictan las funciones del personaje que, a partir de un determinado momento, nos decidimos a encarnar con más o menos destreza, porque ser hombre consiste precisamente en no poder salir nunca de los límites de la representación. A los que, como Ulrich, poseen el don de saber observarse desde una cierta distancia, este hecho les produce a veces un fuerte sentimiento de extrañeza, de insatisfacción, de estafa, y lo más natural es que se pongan a bucear en sus abismos interiores para ver si, de los restos del naufragio, aún es posible rescatar el tesoro de la autenticidad. Pero ¿qué queda de la persona que rechaza como impropio todo aquello en lo que se manifiesta como tal: sus pretensiones, opiniones, simpatías, animadversiones; sus esfuerzos por darse importancia o por pasar desapercibida, para ejercer como padre, hijo, artista, trabajador, director gerente, joven radical o excelente conocedor de las últimas tendencias gastronómicas? A diferencia de la gente que le rodea, Ulrich ha captado perfectamente la inconsistencia de la identidad, pero aún se representa a su yo profundo como un príncipe encerrado en una mazmorra que espera con ansia el día en que por fin podrá liberarse de las cadenas y desenmascarar al impostor que ocupa su puesto. Todos nos podemos dar la alegría de esperar ese momento, pero si alguna vez llega será solo para constatar que el que sufre en la mazmorra despojado de todo lo que le identifica es tan o más impostor que el otro. Sin atributos, no hay hombre; con atributos, tampoco.
En virtud de esta paradoja (no se puede ser uno mismo más que dejando de ser uno mismo) Robert Musil puede titular el capítulo 39 de su novela, el momento en que Ulrich confirma la evanescencia de la identidad social —el único tipo de identidad, pensémoslo bien, que es posible concebir—, con la frase que yo he usado como epígrafe en este capítulo: «Un hombre sin atributos consta de atributos sin hombre». En esta declaración se concentra todo lo que el autor parece querer decir sobre el hombre moderno en su novela y todo lo que de hecho podemos decir sobre la existencia humana en general. Si le extraemos sus atributos, sus cualidades, sus maneras de ser, la personalidad resulta tan ilusoria como las entidades astrales; pero, al mismo tiempo, con todo ese arsenal de características compartidas, se ve arrojada a ser lo contrario de lo que se pretende: los atributos no dotan a las personas de una idiosincrasia irrepetible, sino que las reúnen en lugares comunes a los que puede adscribirse cada sujeto con la misma frivolidad con que se puede clavar una insignia cualquiera en la solapa. El hombre sin atributos —el hombre sin personalidad— es, en definitiva, un hombre cargado de atributos —de tendencias sociales—, pero estos se sirven de su persona como los demonios y los espíritus de los muertos se sirven de los cuerpos de los vivos.
Acompañando las reflexiones de su protagonista, Musil conjetura que el hombre de otros tiempos poseía una cierta conciencia de su propia condición. Sin duda alguna, ese hombre también vestía y gesticulaba como su vecino, pero tal vez aún quedaba en él algo del animal que explora el mundo con su olfato, sin otro interés que la propia necesidad de subsistencia. El hombre antiguo sufría muchas más calamidades que el hombre moderno; estaba sometido a las inclemencias del tiempo, a las epidemias, a la tiranía divina, pero aún no se confundía del todo, como el hombre de nuestros días, con las tendencias sociales; aún podía responsabilizarse como individuo de su presencia en este mundo. «Actualmente —concluye Musil—, la responsabilidad tiene su punto de gravedad, no ya en el hombre, sino en la concatenación de las cosas. ¿No es cierto que las experiencias se han independizado del hombre?».2
Es posible que, en su afán por explicarse la falta de conciencia del hombre moderno, Musil idealice un poco la autonomía existencial del hombre de otros tiempos, pero no se puede negar que, para bien y para mal, el paso de los siglos ha complicado enormemente las cosas, y que, con la revolución tecnológica que han experimentado las comunicaciones en las últimas décadas, se han sofisticado de manera extraordinaria las posibilidades que cada uno de nosotros tiene de no ser nadie o, lo que viene a resultar más o menos lo mismo, de ser una persona dotada de una identidad completa que no consiste en nada más que en la suma de unos atributos compartidos sin variaciones significativas por cientos de miles de personas idénticas. Si alguna vez existió el hombre, los atributos lo han devorado. El individuo actual se reduce de hecho a una esponja que absorbe todos los fluidos que genera la sociedad. Uno no se forma una opinión del mundo, ni siquiera de sí mismo, por un impulso interno de su propia conciencia, sino porque, sin percibirlo, se ha dejado penetrar por un fluido cualquiera, y de la naturaleza de ese fluido sabe tan poco como lo que sabe una botella de la composición química del líquido que toma sus formas. Las ideologías —el invento con que el siglo XX lleva a su máxima expresión el impulso natural del hombre de construirse con su propia negación como sujeto— nos proporcionan un testimonio inapelable de lo que observa Musil poco antes de la Segunda Guerra Mundial: la responsabilidad de un crimen ideológico no carga nunca su peso sobre la voluntad del individuo que lo comete, sino sobre la concatenación de las cosas. Pero tampoco hay que recurrir a un ejemplo tan extremo: en cualquiera de los terrenos en los que hace sentir su presencia, en las inocuas escenas de la vida en sociedad, el hombre sin atributos causa a menudo la impresión de esos niños subidos a los hombros de sus padres que enarbolan banderas y pancartas sin tener la menor idea de lo que representan.
La posmodernidad ha llevado a sus últimas consecuencias tanto la despersonalización del hombre como su afán por personalizarse: la sociedad que se nutre con un apetito voraz de los atributos que le escupen sin tregua los medios de comunicación de masas es la misma que adora, como antes no lo había hecho otra, el mito de la originalidad. Es esa una incongruencia que solo puede resolverse por medio del autoengaño: cuanto más se asimila uno a sus correligionarios, más crece en él el sentimiento de la originalidad. Cuando uno se ha calzado y vestido con la indumentaria de la orden a cuya regla ha decidido someterse, ve a los frailes de los otros conventos como individuos adocenados, alienados, indistinguibles, y aunque su capucha y sus oraciones sean estrictamente las que permite la regla —y él mismo no soportaría que fueran distintas—, percibe la primera como pieza única y las segundas como pensamiento propio.
De ahí el éxito contemporáneo de las identidades colectivas. Siendo como es tan difícil labrarse, aunque sea parcialmente, una personalidad propia —aspirar a poseerla de manera completa