¿Puede la ciencia explicarlo todo?. John C. LennoxЧитать онлайн книгу.
Los humanos somos pellas de lodo organizado, que por medio de los actos impersonales de los patrones naturales han desarrollado la capacidad de contemplar, valorar y relacionarse con la intimidante complejidad del mundo que nos rodea… El sentido que encontremos en la vida no es trascendente…4
Esta es la cosmovisión en la que muchos ateos depositan su fe.
Mi cosmovisión es el teísmo cristiano. Creo que existe un Dios inteligente que creó, ordenó y sustenta el universo. Hizo a los seres humanos a su imagen, lo cual quiere decir que estos han recibido la capacidad no solo de comprender el universo que les rodea, sino también de conocer a Dios y a disfrutar de comunión con él. Para los cristianos, la vida tiene un significado glorioso y trascendente. Quiero demostrarte que la ciencia, lejos de minar este punto de vista, lo respalda poderosamente. Sin embargo, más adelante veremos que es al ateísmo al que la ciencia no proporciona apenas respaldo. Pero, antes de llegar ahí, me gustaría preparar el terreno ofreciéndote cierto contexto histórico para saber cómo llegamos a esta extraña tesitura de pensar que la ciencia y Dios no tienen nada que ver.
LECCIONES A TRAVÉS DE LA HISTORIA
Siempre he tenido facilidad para los idiomas; normalmente, las matemáticas y los idiomas van de la mano. En realidad, cuando era un pobre y esforzado alumno de primer curso en Cardiff, aproveché la oportunidad de obtener unos ingresos extra para mi familia (que iba en aumento) dedicándome a traducir del ruso al inglés algunos trabajos de investigación matemática.
Gracias a una curiosa cadena de acontecimientos, pocos años más tarde me vi a bordo de un destartalado avión ruso que aterrizó en la ciudad de Novosibirsk, en Siberia, donde pasaría un mes dando clases e investigando en la universidad de aquel lugar.
Por muy retrógrada que fuera la infraestructura tecnológica en aquellos tiempos de gobierno comunista, algunos de los matemáticos rusos eran líderes mundiales, y fue todo un privilegio conocerlos y pasar algún tiempo con los profesores y con sus alumnos. Pero todos se quedaron pasmados por lo mismo: ¡que yo creyera en Dios!
Al final el rector de la universidad me invitó a explicar en una clase por qué yo, siendo matemático, creía en Dios. Según parece, era la primera exposición de ese tipo que se impartía en aquel lugar en los últimos 75 años. El auditorio estaba atiborrado de gente, y había muchos profesores además de alumnos. Durante mi exposición, entre otras cosas, hablé de la historia de la ciencia moderna y conté cómo sus grandes pioneros (Galileo, Kepler, Pascal, Boyle, Newton, Faraday y Clerk-Maxwell) eran firmes y convencidos creyentes en Dios.
Cuando dije esto detecté cierta actitud airada entre el público y, dado que no me gusta que la gente se enfade durante mis exposiciones, hice una pausa para preguntarles por qué estaban tan irritados. Un profesor sentado en la primera fila me dijo:
—Estamos molestos porque esta es la primera vez que hemos oído que esos famosos científicos, sobre cuyos hombros descansamos nosotros, eran creyentes en Dios. ¿Por qué nadie nos lo había dicho?
Contesté:
—¿No es evidente que este hecho histórico no encaja con el «ateísmo científico» que les enseñaron? Luego procedí a señalar que la conexión entre la cosmovisión bíblica y el auge de la ciencia moderna era algo más que demostrado. Edwin Judge, un eminente historiador australiano especializado en historia antigua, escribe:
El cristianismo o, sobre todo, la doctrina bíblica de la Creación, es la creadora… de la metodología de la ciencia moderna. Ya no sostenemos el paradigma de los griegos, a pesar del hecho de que el mundo sigue considerándolo el origen de la ciencia. No lo es. El libro sobre la Creación es el origen de la ciencia moderna: el libro de Génesis.5
C. S. Lewis lo resume perfectamente cuando escribe: “El hombre se hizo científico porque esperaba encontrar una ley en la naturaleza, y esperaba una ley en la naturaleza porque creía en un Legislador”.6
Los historiadores de la ciencia recientes, como Peter Harrison, matizan más su formulación de la manera en que influyó el pensamiento cristiano sobre el panorama intelectual en el que nació la ciencia moderna, pero llegan a la misma conclusión básica: lejos de obstaculizar el surgimiento de la ciencia moderna, la fe en Dios fue uno de sus impulsores. Por consiguiente, considero un privilegio y un honor (no una vergüenza) ser tanto científico como cristiano.
Veamos algunos ejemplos de las convicciones de los grandes científicos. Johannes Kepler (1571-1630), que descubrió las leyes del movimiento planetario, escribió:
El principal objetivo de todas las investigaciones del mundo externo debe ser descubrir el orden racional que Dios ha impuesto en él, y que nos reveló en el lenguaje de las matemáticas.
Esto no fue una expresión de un mero deísmo, dado que Kepler en otros lugares reveló la profundidad de sus convicciones cristianas: “Creo única y exclusivamente en el servicio a Jesucristo. En él se encuentra todo refugio y solaz”.
Michael Faraday (1791-1867), que podría ser considerado el mayor científico experimental de la historia, era un hombre con una profunda creencia cristiana. Cuando yacía en su lecho de muerte, un amigo que le visitaba le preguntó:
—Sir Michael, ¿qué hipótesis tiene ahora?
Teniendo en cuenta que era un hombre que se había pasado la vida formulando hipótesis sobre una amplia gama de cuestiones científicas, descartando algunas y afirmando otras, su respuesta fue radical:
—¡Hipótesis no tengo ninguna, caballero! Tengo certezas. Doy gracias a Dios porque mi cabeza moribunda no descansa sobre especulaciones, porque sé en quién he creído y estoy convencido de que Él puede guardar hasta el fin de los tiempos todo lo que le he confiado.
Al enfrentarse a la eternidad, Faraday tenía la misma certidumbre que sustentó al apóstol Pablo siglos antes que él.
GALILEO
“Pero, ¿no es cierto que a Galileo lo persiguió la Iglesia?”, me preguntó otro miembro de mi público siberiano. “Sin duda eso demuestra que no existe armonía entre la ciencia y la fe en Dios”.
En mi respuesta señalé que en realidad Galileo fue un firme creyente en Dios y en la Biblia, y que siguió siéndolo toda su vida. En cierta ocasión dijo que “las leyes naturales están escritas por la mano de Dios en el lenguaje de las matemáticas”, y que “la mente humana es una obra de Dios, y una de las más excelentes”.
Además, la versión popular y simplista de esta historia se ha modificado para que respalde una cosmovisión atea. En realidad, al principio Galileo disfrutó de un alto grado de respaldo por parte de los religiosos. En un principio, los astrónomos de la poderosa institución educativa jesuita del Colegio Romano respaldaron sus descubrimientos astronómicos y le agasajaron por ellos. Sin embargo, se enfrentó a la vigorosa oposición de filósofos seculares a quienes molestaba su crítica de Aristóteles.
Esto no podía por menos que crear problemas; sin embargo, permíteme que lo subraye, al principio no los tuvo con la Iglesia. En su famosa “Carta a la señora Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana” (1615), Galileo afirmaba que eran los profesores académicos quienes se oponían a él hasta tal punto que intentaban influir en las autoridades eclesiales para que se pusieran en su contra. Para los académicos la cuestión estaba clara: los argumentos científicos de Galileo amenazaban el aristotelismo omnipresente en la academia.
Siguiendo la línea del progreso de la ciencia moderna, Galileo quería formular teorías sobre el universo basándose en las evidencias, no en argumentos fundamentados en la apelación a las teorías dominantes del momento en general y en la autoridad de Aristóteles en particular. Galileo observaba el universo a través de su telescopio, y lo que vio hacía pedazos algunas de las principales hipótesis astronómicas de Aristóteles. Galileo observó las manchas solares, que ensuciaban lo que Aristóteles