Amaury. Alexandre DumasЧитать онлайн книгу.
de ti? Y tú ¿no le correspondes?
—¡Tío!... ¡Tío!...—exclamó Antoñita, como queriendo reconvenirle.
—Está bien, no hablemos de ello. Todo se hará como quieras, que en resumen es lo mismo que yo tenía en proyecto. Pero es necesario hacer que se explique Amaury, porque hemos podido equivocarnos... Si así fuera... Si no amase a Magdalena...
—No es posible equivocarse, tío, y usted está bien seguro de su amor... como también lo estoy yo.
Avrigny no replicó porque su convicción era la misma de su sobrina.
Se abrió de pronto la puerta del aposento y José, el ayuda de cámara del doctor, entró para anunciarle que el criado del conde Amaury de Leoville traía para él una carta de parte de su amo.
Avrigny y su sobrina cambiaron una mirada de inteligencia, pues los dos supusieron en el acto cuál sería el contenido de la misiva de Amaury.
El doctor dijo al criado:
—Venga la carta y di a Germán que espere un momento y podrá llevarse la respuesta.
Pocos instantes después tenía Avrigny la carta entre sus manos sin atreverse a abrirla.
—¡Valor, tío!—díjole Antoñita para darle ánimo.
Obedeció maquinalmente el doctor, abrió la carta y después de leerla de un tirón alargóla a su sobrina que con un gracioso ademán la rechazó y le dijo:
—¿Para qué, tío? ¡Si ya me imagino lo que dice!
—Tienes razón—asintió el padre de Magdalena, contestando a Antonia con las palabras de Hamlet a Polonio (Words, Words, Words):—¡Palabras, palabras, palabras!
—¿Sólo palabras ha visto usted en esa carta?—preguntó con viveza Antonia arrebatándosela y devorándola de una ojeada.
—Palabras solamente—replicó el doctor;—palabras con que esos artistas de la frase saben suplantarnos en el corazón de nuestras hijas que no tienen empacho en sacrificar a esa retórica huera el cariño que les profesamos.
—Tío—dijo con gravedad Antonia devolviéndole la carta;—créame usted: Amaury quiere a Magdalena con amor puro y sincero. Y yo, que he leído esta carta como usted, he visto algo más en ella y le respondo que la ha escrito con el corazón, no con el entendimiento.
—Entonces...
Antonia ofreció a su tío una pluma que él aceptó para escribir acto continuo:
«Querido Amaury: Ven a verme mañana. Te aguardaré a las once.
»Tu padre,
»Leopoldo de Avrigny.»
—¿Y por qué no le cita usted para esta misma noche?—preguntó Antoñita, que por encima del hombro de su tío leía lo que éste iba escribiendo.
—Porque serían muchas emociones juntas, para mi pobre hija. Ahora irás a decirle que le he escrito ya y que crees que vendrá mañana por la mañana.
Y haciendo entrar al ayuda de cámara de Leoville le entregó la respuesta.
VII
Cuando al día siguiente despertó Magdalena, a quien la intensa emoción sufrida había rendido hasta el extremo de dejarla sumida en un sopor profundo, era ya bien entrada la mañana.
Llamó a su doncella y le mandó que abriese las ventanas.
Por el muro exterior trepaba un frondoso jazmín a la sazón en plena florescencia y cuyas ramas penetrando algunas veces en la estancia embalsamaban el ambiente con el fragante aroma de sus flores.
Magdalena, como todo temperamento nervioso, adoraba las flores y sus perfumes, que por cierto le eran muy perjudiciales, y pidió que le diesen su jazmín acostumbrado.
Antonia paseábase ya por el jardín sin otro abrigo que un sencillo peinador de batista. Su salud robusta permitiale hacer muchas cosas que a Magdalena le estaban vedadas en absoluto.
La hija de Avrigny, bien arropada en su lecho, tenía que pedir que le acercasen las flores; en cambio Antonia corría a buscarlas con la ligereza de un pájaro, sin miedo a la brisa matutina y al relente de la noche. Esto era lo único que podía envidiarle Magdalena, ya que era más hermosa y más rica que su prima.
Pero en aquella ocasión Antoñita, contra su costumbre, en lugar de correr en busca de sus flores paseábase lentamente en actitud meditabunda y casi triste.
Magdalena, incorporada en su lecho, la siguió con la mirada, en la que se revelaba cierta inquietud, y luego cuando Antoñita, que había desaparecido acercándose a la casa, volvió a aparecer lejos del edificio, se dejó caer de nuevo en la cama lanzando un hondo suspiro.
—¿Qué tienes, hija mía?—preguntó el doctor, que entraba a verla, y habiendo levantado con sigilo el cortinaje presenció aquel pequeño combate de la envidia contra los buenos sentimientos que abrigaba el corazón de Magdalena.
—Tengo, papá, que me parece Antoñita muy feliz—contestó la joven.—Ella es libre en absoluto en tanto que yo estoy condenada a eterna esclavitud. Que el sol del mediodía es demasiado ardiente... Que el aire matinal es demasiado frío... ¡Siempre la misma canción! ¿Para qué quiero unos pies tan gustosos de correr, sino se les deja salirse con la suya? Me tratan como a una pobre flor de invernadero, condenada a vivir en un medio artificial. ¿Será que estoy enferma, papá?
—No, hija mía, no, ¡qué niñería! No padeces ninguna enfermedad, pero tu constitución es muy delicada. Tú misma acabas de decirlo: Eres una flor de invernadero, una de esas flores que así se guardan porque se las tiene en gran estima. Ya habrás visto que son las más cuidadas. ¿Qué es lo que puede faltarles? ¿Carecen por ventura de algo que puedan poseer sus compañeras? ¿No disfrutan como ellas de la vista del cielo? ¿No las acaricia el sol del mismo modo? Me dirás que eso es al través de los cristales, pero cuenta también que éstos las resguardan del viento y de la lluvia, que tronchan las demás flores.
—No diré lo contrario, papá; pero más me gustaría ser violeta o margarita al aire libre como Antonia, que verme convertida en la planta preciosa y delicada que tanto pondera usted. Mírela; vea cómo ondean al aire sus sueltos cabellos; así se orea su frente mientras la mía... ¡Oh! Observe usted cómo abrasa.
Al decir esto Magdalena tomó la mano de su padre, acercándola a su frente.
—Pues por eso mismo temo tanto los efectos de ese aire glacial. Cuando hagas que los sueños de un corazón ilusionado dejen de abrasar tu frente te permitiré correr como tu prima. Si tienes empeño en salir de tu invernáculo y vivir al aire libre, te llevaré a Hyéres, a Niza o a Nápoles, y en un edén de esos tres que te he nombrado yo te dejaré hacer lo que quieras.
—Pero... ¿vendrá él con nosotros?—preguntó Magdalena mirando a su padre con cierta timidez.
—Sí; vendrá, ya que te es necesaria su presencia.
—¿Y no le reñirá usted? No será un papá tan malo como lo fue ayer ¿verdad?
—No abrigues ningún temor. Ya sabes que me he arrepentido, puesto que anoche mismo le escribí para que venga.
—Y ha hecho usted muy bien, papá, pues si le prohibiesen quererme amaría a mi prima y entonces yo sucumbiría de pena.
—¿Quién habla de morir, hija, mía?—dijo el doctor acariciando sus manos.—No pienses en esas cosas que me causan tristeza, pues aunque sé que no las dices de veras, me parece, cuando te oigo hablar así, que estoy viendo a un niño jugando con un arma envenenada.
—¡Pero si yo no digo que deseo morir ni