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Luz de luna en Manhattan. Sarah MorganЧитать онлайн книгу.

Luz de luna en Manhattan - Sarah Morgan


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un viento helado atravesaba la ropa. La nieve prometida había empezado a caer por fin.

      Harriet llevaba abrigo y pantalones muy calentitos, pero aun así temblaba de frío.

      Debra quería que sacara a Madi dos veces al día todos los días.

      —Mi hermano es maravilloso y lo adoro, pero no entiende nada de perros. Le he prometido que sacarás a Madi y harás lo que haya que hacer. Él es doctor y está muy ocupado. No quiero que Madi sea una molestia.

      Harriet, que conocía bien a la perra, no albergaba muchas esperanzas con eso.

      No porque Madi fuera una molestia exactamente, más bien porque era una digna representante de su raza. Era una spaniel, una perra trabajadora, inteligente y curiosa. Harriet la adoraba, pero no la consideraba muy adaptable y no sabía si respondería a un cambio de entorno tan bien como anticipaba Debra.

      Probablemente era bueno que el hermano de esta fuera doctor. Presumiblemente sería paciente, cariñoso y acostumbrado a manejar situaciones difíciles.

      Y alguien paciente y amable era justo lo que necesitaba Madi para adaptarse a su nueva casa.

      Volvió a comprobar la dirección. Esa parte de Manhattan era un laberinto de calles sinuosas. Había librerías y bistrós, bares y cafés. Era una zona rica en historia, con calles adoquinadas y casas hermosas de ladrillo visto. También era un lugar donde resultaba fácil perderse.

      Según Debra, su hermano vivía en un dúplex loft de dos dormitorios y dos baños.

      Cuando Harriet encontró el bloque de apartamentos, atardecía ya y tenía las yemas de los dedos adormecidas.

      Pensaba darle un paseo de media hora a Madi, aunque no tenía muchas ganas. No solo le dolía el tobillo, sino que la nieve nunca era buena para los perros. Las calles estaban enlodadas y el invierno era muy duro para sus patas. Pensaba constantemente en los perros, en su bienestar y en lo que podía hacer para que sus vidas fueran lo mejor que pudieran ser.

      Fliss decía que esa era la razón de que tuvieran tantos clientes, pero Harriet nunca veía esa versión de la historia. No lo hacía por los dueños, lo hacía por los animales. Le importaba su comodidad y su felicidad y, si eso conllevaba que el dueño también estuviera contento, mejor que mejor.

      Con nieve o sin ella, Madi necesitaba ejercicio. Debra le había dado la llave y, en cuanto abrió la puerta del apartamento, supo que había problemas.

      Había tenido bastantes mascotas y podía oler un desastre a una legua.

      No sabía cómo era el apartamento de manera habitual, pero adivinaba que no era como lo veía en ese momento.

      Los cojines estaban esparcidos por el suelo con el relleno rodeándolos como una nube. Había mucho papel higiénico encima de los muebles a modo de cintas gigantes.

      Harriet miró el caos con desmayo e incredulidad y caminó hasta la cocina.

      Allí, encima de un montículo de pasta seca, estaba sentada Madi con aire culpable.

      —¿Has hecho tú esto? ¿Tú sola? Pues te has metido en un lío, jovencita. Y has encontrado también un paquete de harina. Has estado ocupada.

      Harriet miró la sustancia blanca como la nieve que cubría todo lo que había a la vista. Dejó el bolso, se quitó el gorro y el abrigo e intentó averiguar por dónde empezar. ¿Sacaba primero a la perra o limpiaba?

      Decidió que su prioridad tenía que ser Madi. Nunca la había visto portarse mal, lo que implicaba que estaba alterada. La limpieza podía esperar.

      —¡Pobre Madi! ¿Qué ha pasado? ¿Estabas aburrida? ¿Asustada? ¿Este sitio te resulta extraño? —se agachó a acariciar al animal. La colocó en su regazo y le quitó trozos de pasta del pelo—. No te preocupes. Ahora estoy aquí y todo está bien.

      —No lo creo. De hecho, yo diría que nada está bien —dijo una voz helada desde el umbral.

      Harriet se volvió rápidamente. No había oído entrar a nadie y Madi tampoco, pues saltó de su regazo al suelo y salió huyendo, esparciendo pasta y arroz por todo el suelo.

      El hombre que había en la puerta medía más de un metro ochenta y llevaba el cuello del largo abrigo subido para protegerse del frío amargo del invierno. Sus ojos eran de un azul acerado.

      Ojos azules. Azul hielo, a juego con la voz de hielo.

      Ella reconoció aquellos ojos y aquel rostro atractivo y el corazón le dio un vuelco. Eso la hizo sentirse un poco mareada, pero la consoló saber que, si se desmayaba allí, él sabría lo que había que hacer.

      ¿Por qué no se le había ocurrido que el hermano de Debra podía ser el doctor que la había tratado?

      El doctor E. Black.

      No Edward, sino Ethan.

      Tenía los hombros hundidos y miraba con incredulidad el desastre de la cocina y la sala de estar.

      —¿Qué demonios ha pasado aquí?

      La pregunta era pertinente, pero Harriet habría preferido que el tono fuera menos amenazador.

      Salió del país de los sueños para entrar en la incómoda realidad.

      —Creo que a Madi no le ha gustado quedarse todo el día sola en un entorno extraño. La pobrecita estaba asustada.

      —¿La «pobrecita»? ¿Y mi pobre apartamento qué? —preguntó él.

      Entró y cerró la puerta tras de sí. El ruido del portazo resonó en toda la casa y esa fue la última gota para Madi, que se escondió detrás de la isla de la cocina.

      Harriet se disponía a ir con ella cuando llamaron a la puerta. Ethan maldijo entre dientes y fue a abrir.

      En el umbral había una mujer. Harriet calculó que tendría más de setenta años. Su pelo era del color del paquete de harina que Madi había hecho explotar por el suelo y las paredes. Estaba ligeramente inclinada y casi no le llegaba a Ethan al pecho, pero lo miró con ferocidad.

      —Doctor Black —lo miraba por encima del borde de las gafas—. Agradecemos lo mucho que trabaja y su contribución a la sociedad. Yo incluso diría que es usted una especie de héroe en esta casa, pero eso no cambia el hecho de que su perro se ha pasado todo el día aullando. Lo siento, pero eso no podemos tolerarlo.

      —¿Aullando? —preguntó él. Parecía perplejo, lo que indicaba que no tenía ni idea de cómo podía responder un perro que se quedaba solo todo el día en un apartamento desconocido.

      Harriet sí lo sabía.

      Miró interrogante a Madi, quien le devolvió una mirada afligida.

      —Aullando. Nos ha vuelto locos a todos. Como sabe, en este edificio se permiten perros bien educados, pero… —se interrumpió porque algo llamó su atención—. ¡Oh! ¿Qué ha ocurrido aquí?

      —Todavía tengo que averiguar eso, señora Crouch. Cuando lo descubra, usted será la primera en saberlo.

      —¿Han entrado en su casa? ¿Ha habido intrusos? Porque…

      —No lo creo. Mi intrusa tiene cuatro patas. Es el perro de mi hermana. Ha tenido que volar a San Francisco porque mi sobrina ha tenido un accidente grave. Y yo le estoy echando una mano.

      Harriet frunció el ceño.

      ¿No sabía que Madi era una hembra?

      La señora Crouch pareció ablandarse un poco.

      —Lamento oír eso. Sé que está muy unido a su familia. ¿Cómo está su sobrina?

      —Todavía no he llamado al hospital. Lo haré en un momento —él se pasó los dedos por el pelo, húmedo todavía por la nieve—. Le pido disculpas por los aullidos, no volverá a ocurrir. Comprendo su frustración y la comparto. Le agradecería que tuviera paciencia hasta que arregle esto y le doy mi palabra de que lo arreglaré.

      La


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