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Cienfuegos. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa


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necesitado más de dos horas para llegar hasta aquel punto a base de riesgos, sudores e infinitos esfuerzos, y aunque costara aceptarlo, aquella especie de cabra enloquecida se dejaba deslizar ahora por la garrocha o volaba de uno a otro saliente para regresar al fondo del valle en cuestión de minutos.

      Desde allí alzó el rostro unos instantes y el vizconde de Teguise comprendió de improviso que todo ello respondía a un plan meticulosamente concebido, ya que el pelirrojo pastor le dejaba en la cima del abismo cuando estaba a punto de caer la noche mientras se encaminaba con paso decidido de regreso a La Casona.

      Intentó volver atrás pero muy pronto las tinieblas se apoderaron del paisaje y llegó a la conclusión de que cada paso que diera podía ser un definitivo paso en el vacío, por lo que tuvo que resignarse a tomar asiento en un repecho del farallón a rumiar en silencio su ira y su impotencia.

      Si malo era tener que pasar la noche al borde de un precipicio, y malo admitir que un muchachuelo imberbe lo había burlado tras obligarle a dar un millón de vueltas por la isla, mucho peor e insoportable resultaba tomar plena conciencia de que mientras se veía obligado a permanecer allí clavado, su enemigo acudía a reunirse con Ingrid, y tal vez muy pronto estarían haciendo el amor y burlándose de su inconmensurable estupidez.

      Esas habían sido siempre, desde luego, las intenciones de Cienfuegos, y aunque no estuviera en su ánimo burlarse del vizconde, sí lo estaba lógicamente volver a reunirse, aunque fuera por última vez, con la mujer que amaba.

      Marchó por lo tanto aprisa y sin descanso durante más de tres horas como si sus verdes ojos de gato le permitieran distinguir las piedras y accidentes del camino, y cuando un gajo de luna alumbró tímidamente el mundo, aceleró aún más la marcha para colocarse, pasada ya la medianoche, ante un caserón oscuro y silencioso, ya que los perros guardianes, apresados junto a su amo en la cima de un inaccesible acantilado, ni siquiera tenían la oportunidad de alertar a los criados ante la presencia del intruso.

      Observó el alto muro que rodeaba la severa mansión de piedra roja, y tras tomar carrerilla clavó la pértiga en el suelo y se elevó en el aire para aterrizar en silencio y con matemática precisión sobre una almena. Desde allí, agazapado, estudió las puertas y ventanas, preguntándose cómo sería por dentro un edificio tan inmenso y en cuál de aquellas enormes estancias se encontraría la persona que buscaba.

      Resultó inútil; para el ignorante cabrero, un palacio como aquel era un lugar complejo y misterioso, y ni tan siquiera concebía cómo podía encontrarse distribuido su interior, por lo que dejó transcurrir más de una hora absolutamente desconcertado, hasta que por último decidió hacer lo único que sabía hacer bien en este mundo, optando por lanzar un estridente y prolongado silbido.

      Al poco se escucharon llamadas y voces de alarma, se encendieron luces y varios criados hicieron su aparición en el amplio patio portando antorchas, mientras dos o tres mujeres se asomaban a las ventanas inquiriendo las razones de semejante escándalo.

      Aplastado contra el muro, el muchachuelo no perdía detalle de cuanto ocurría a su alrededor, permaneciendo muy quieto y totalmente invisible desde abajo hasta que la calma pareció retornar al caserón, los hombres volvieron a sus camas y las luces se apagaron.

      Aguardó paciente.

      Por último, en el balcón central hizo su aparición la inconfundible silueta de la vizcondesa de Teguise, que atisbó hacia la noche.

      Minutos después hacían el amor sobre una inmensa alfombra, ya que Cienfuegos, que jamás había dormido en una cama, se sentía terriblemente inquieto, desasosegado e ineficaz entre las sábanas.

      Cerca ya del amanecer ella le miró a los ojos, le besó con todo el amor que fue capaz de poner en sus labios y musitó dificultosamente una frase que resultó evidente que había estado memorizando durante todo el día:

      –Vete de la isla o León te matará.

      –¿Irme? –repitió el pelirrojo desconcertado–. ¿A dónde?

      –A Sevilla.

      –¿Sevilla? ¿Qué es eso?

      –Una ciudad –replicó la alemana en un castellano tan estrambótico que costaba un supremo esfuerzo descifrarlo–. Vete a Sevilla. Yo te buscaré allí. –Lo empujó hacia el balcón por el que comenzaba a penetrar la primera claridad del alba–. ¡Vete! –insistió–. ¡Pronto!

      Se besaron de nuevo y él se dejó deslizar por la pértiga para dar luego una corta carrera, salvar limpiamente el muro y perderse de vista entre los árboles seguido por la mirada de una mujer que le doblaba casi en edad y de la que le separaba absolutamente todo en este mundo, pero que se encontraba convencida de que su vida lejos de aquel hombre-niño de ojos verdes y larga melena de reflejos cobrizos carecía por completo de importancia.

      Pasó el día en la cima de un acantilado que caía a pico sobre el mar, observando a unos hombres que en la lejana bahía se atareaban yendo y viniendo de la playa a las naves que aparecían fondeadas a tiro de piedra de la costa, incapaz de admitir que para salvar la vida no se le ofreciera más opción que embarcarse en uno de aquellos desvencijados armatostes de los que apenas lograba entender cómo conseguían mantenerse a flote cuando las olas se encrespaban a causa de los fuertes vientos de Levante.

      Cienfuegos había nacido en la montaña y la montaña era su hogar y su refugio, ya que podía trepar por los más peligrosos acantilados, salvar los más anchos abismos o mimetizarse con las rocas alimentándose de raíces como una liebre o un lagarto, y debido a ello estaba absolutamente convencido de que jamás conseguiría sobrevivir a bordo de uno de aquellos mugrientos pedazos de madera en los que los hombres parecían apiñarse encaramados los unos sobre los otros como lombrices sobre una plasta de perro.

      Al mediodía había tomado por tanto la decisión de permanecer en la isla, convencido de que el capitán De Luna jamás podría apresarlo ni en mil años que le anduviera a la zaga, pero con la llegada de las primeras sombras su fino oído le obligó a prestar atención al advertir cómo los lejanos valles, las quebradas, los riscos y los bosques se plagaban de sonoros silbidos que en cuestión de minutos propagaron de un confín a otro de la Tierra la noticia de que a partir de aquel instante se ofrecía una recompensa de diez monedas de oro a quien condujese vivo o muerto a La Casona al pastor pelirrojo conocido por el sobrenombre de Cienfuegos.

      Le asombró su propio precio, puesto que jamás había oído hablar de nadie –aparte claro está de los amos de hacienda– que hubiera tenido en su poder una sola de aquellas valiosísimas monedas y de improviso el vizconde ofrecía por su miserable cabeza más de cuanto toda una familia pudiese ganar a lo largo de veinte años de esfuerzos.

      Meditó largo rato sobre ello, llegando a la conclusión de que si lo tuviera también ofrecería ese dinero por aniquilar a quien hubiera sido capaz de robarle el amor de una criatura tan maravillosa como Ingrid, llegando igualmente a la conclusión de que a partir de aquel instante sus horas de vida estaban ya contadas.

      Por hábil que fuera escabulléndose por los infinitos recovecos de la isla, igualmente lo eran los restantes pastores de sus cumbres, gentes que conocían al dedillo cada sendero y cada gruta de los montes y cuyos hambrientos perros eran muy capaces de olfatear un triste conejo aunque se ocultara en las mismísimas puertas del infierno.

      A la caída de la noche Bonifacio le llamó una vez más desde el fondo del valle, y pese a que tratara de darle ánimos, la cadencia de su silbido permitía entrever a un oído tan acostumbrado a su tono como el del pastor que había una especie de tristeza o deje de despedida en sus modulaciones, como si el pobre cojo estuviese íntimamente convencido de que aquella sería ya su última charla.

      Por unos instantes le asaltó la tentación de compadecerse de sí mismo por el hecho de saberse a solas frente al resto del mundo, y cuando la tímida luna recortó contra el cielo la majestuosa silueta del inmenso volcán que coronaba la isla vecina se preguntó si lo más acertado no sería intentar cruzar el tranquilo canal que las separaba para


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