La Corona De Bronce. Stefano VignaroliЧитать онлайн книгу.
de la ciudad. Os lo he dicho: soy una mujer, no me veo capaz de ocupar un puesto que siempre ha recaído, por derecho, en un hombre.
―No hay un hombre en esta ciudad que valga la mitad de lo que vos valéis. Y como demostración está lo que habéis hecho y estáis haciendo por los enfermos. Pero no basta. No podéis abandonar la ciudad en las manos de los nobles incompetentes que dejan que el vicario del cardenal Cesarini haga lo que quiera, aterrorizando a la ciudad y al condado y pretendiendo tasas e impuestos de hombres martirizados por la miseria y por la peste. Es el momento de echar al Cardenal y al vicario, y sólo vos sois capaz de hacerlo, tomando en vuestra mano el cetro que os corresponde por derecho. ¡Y luego está Mira! ¿Os habéis olvidado de ella? Habéis prometido protegerla y, en cambio, el proceso ha seguido su curso. Y además, para más inri, ¡está la acusación de brujería contra ella!
―¿Qué? ¿Qué estáis diciendo? El proceso contra Mira ha sido llevado a cabo por jueces civiles, por el noble Uberti, y...
―Padre Ignazio Amici ha reunido las declaraciones. Parece ser que, mientras el Cardenal se caía desde el balcón, alguien lo ha oído gritar Vuelo, estoy volando, incluso con la sonrisa en los labios. Y por lo tanto no hay otra explicación que esa de que Mira ha embrujado al Cardenal. Creo que, a estas horas, la joven está en las garras de los torturadores de la Santa Inquisición. A lo mejor dentro de unos días veremos surgir un montón de leña en la Piazza della Morte. Beh, para nosotros que conocemos la verdad, no sería agradable asistir a la muerte de una inocente y, para colmo, de una manera tan atroz.
Sin ni siquiera contestar, Lucia se dio la vuelta indignada y se dirigió a paso veloz hacia el Torrione di Mezzogiorno.
―¡Dios no lo quiera! ―la escuchó gritar Bernardino mientras se alejaba, más hablando con ella misma que con él ―He prometido que en esta ciudad nunca más una mujer acabaría en una pira ardiente. Y mantendré mi promesa.
Capítulo 3
Venga, preparad las pinzas y tenazas, después
encenderemos la hoguera.
(Tomás de Torquemada)
Los guardias, reconociendo a Lucia y conscientes de su autoridad no tuvieron el valor de cortarle el paso. La condesa, con la cara roja por la cólera, entró como una furia en el Torrione di Mezzogiorno. Se encontró en un vestíbulo desierto. De vez en cuando unos gritos femeninos, sofocados y amortiguados por los espesos muros, llegaban a sus oídos. Realmente estaban torturando a Mira. No sabiendo dónde estaba la sala de tortura y no consiguiendo comprender de dónde provenían los gritos de la muchacha, abrió de par en par la primera puerta que encontró. El juez Uberti estaba sentado detrás de un escritorio, absorto examinando expedientes. Sobre la mesa destacaba un libro con una elegante cubierta y con el título escrito en caracteres grandes Malleus Maleficarum.
―¡Noble Dagoberto Uberti! ¿Qué significa todo esto? Habíais prometido que juzgaríais vos a mi sirvienta y que seriáis clemente con ella. ¿Por qué, pues, la habéis entregado a los inquisidores? En su momento habéis escuchado mi testimonio. Mira se ha defendido, mi tío la estaba agrediendo y quizás la habría matado. Ella sólo lo ha herido y no de gravedad. El hecho de que se haya caído desde el balcón ha sido un accidente, una fatalidad, independiente de la voluntad de la muchacha. Os lo he dicho y repetido: Mira merece un castigo, ¡pero no la muerte!
El juez Uberti, con respecto a unos años atrás en los tiempos del proceso contra Andrea Franciolini, había envejecido visiblemente. Profundas arrugas surcaban su cara, la espalda se había curvado y, para caminar, debía ayudarse de un bastón de madera de nogal. Una grave forma de artrosis, atestiguada por la deformidad de las articulaciones de las manos, lo afligía. Incluso su vista había disminuido notablemente y para leer se ayudaba de una lente de vidrio montada sobre un soporte metálico. En esa época eran pocos, de hecho, los que poseían gafas que debían llegar desde Venezia y eran bastante caras. Levantó la cabeza de los papeles y respondió a Lucia con voz tranquila, casi con resignación.
―Ved, mi Señora, he estudiado con cuidado el caso y me parece que hay demasiadas incongruencias. Vos sois la única testigo, por lo tanto debería fiarme de lo que me decís. Por desgracia, los mismos hechos narrados por vos y por Mira, son contradictorias. Vos afirmáis que vuestro tío sorprendió a vuestra sirvienta robando en su estudio. Pero, aparte de los libros, allí poco hay que robar. Y, como es bien sabido, Mira no sabe ni leer. Además sé bien que vuestro tío tenía el dinero y las joyas en otras habitaciones. Creo, en cambio, que Mira haya entrado adrede en el estudio del Cardenal esperando que, al ofrecerle su propio cuerpo, sería bien recompensada.
―¿Qué queréis insinuar, juez?
―No quiero insinuar nada. Intento sólo reconstruir cómo han ido las cosas y creo que he conseguido hacerme una idea general de la situación. Mirad, hemos hecho examinar por expertos el cuerpo de vuestro tío antes de recomponerlo para la sepultura. Aparte del hecho de que no llevaba las calzas, el Cardenal tenía el miembro completamente recubierto de una sustancia oleosa, un ungüento. Según dicen los expertos se trata de una sustancia a base de esencias vegetales que sólo las brujas saben preparar. Pero hablemos de la sangre de vuestro tío. Vos decís que Mira lo hirió ligeramente con un cuchillo, es más, con un abrecartas. Pero había abundancia de sangre, esparcida por todo el estudio y alrededor del cadáver, tanto que parece que el Cardenal, más que por la caída, haya muerto desangrado. Una sola herida pero que ha llegado de manera precisa a un importante vaso sanguíneo. Y lo extraño es que Mira debería estar más manchada de sangre de lo que la hemos encontrado. Tenía los vestidos sucios pero si había golpeado con tanta precisión debería haber tenido las manos y los brazos llenos de sangre. ¡Y en cambio no era así! ¿Y los vestidos? No eran la vestimenta de una sirvienta, era un ropaje mucho más elegante.
―¿Y de todo esto qué habéis deducido? ―preguntó Lucia, con la voz que le comenzaba a temblar por el temor de que Uberti estuviese a punto de desentrañar la historia que la inculpaba de la muerte de su tío.
―Mirad ―y el juez puso una mano sobre el Malleus Maleficarum. ―Este libro, que me ha suministrado el Padre Ignazio Amici, me ha abierto los ojos. Escrito por dos inquisidores germanos, Jacob Sprenger y Heinrich Insitor Kramer, hace un decenio, en él se indica cómo reconocer a las brujas, sin tener en cuenta sus poderes. Todas pueden ser identificadas por una señal indeleble que llevan en la piel, una peca, una mancha, un antojo o una cicatriz, a menudo escondida por los pelos de las axilas, del pubis o puede que por los cabellos. He aquí porque los inquisidores, antes de nada, hacen desnudar a la bruja y hacen que les rasuren todo el pelo, para poder descubrir esta señal. Pero con Mira esto ni siquiera ha sido necesario. Ella tiene un lunar a la altura del labio superior, justo debajo de la nariz, sobre el cual, además, crecen pelos. Padre Ignazio afirma que eso es una señal inequívoca y yo, después de haber leído este texto, estoy de acuerdo con él.
―¿Y todo esto qué tiene que ver con la muerte de mi tío?
―Tiene que ver, más de lo que vos, incluso como testigo, podáis imaginar. El hecho de que Mira sea una bruja se confirma no sólo con el lunar sino también por los vestidos que llevaba puestos aquel día. Los mismos expertos a los que hemos preguntado nos han confirmado que esos son hábitos que se ponen las brujas más poderosas, hábitos que se traspasan de generación en generación, de madre a hija. Y vayamos, por lo tanto, con la reconstrucción de los hechos, como ahora ya está claro que han ocurrido. Mira, sintiéndose fuerte con sus poderes, entra en el estudio del Cardenal, con la clara intención de seducirlo y de enfermarlo. La meta es obtener dinero, mucho dinero, a cambio de la prestación amorosa. El Cardenal cae en la trampa, se deja seducir, se quita las calzas y se prepara para yacer con vuestra sirvienta. Pero ella quiere aumentar todavía más la satisfacción de los sentidos de su víctima y usa el ungüento para inducirle un mayor placer y, por ende, a darle una donación más generosa en metálico. Sólo que ese ungüento en una dosis justa aumenta el placer de la carne pero en cantidad excesiva provoca alucinaciones y visiones. No, Mira no quiere matar al Cardenal, es la última de sus intenciones: no se mata a la gallina de los huevos de oro. Pero la situación ahora ya se le ha escapado de las manos. ¿Quién ha empuñado el cuchillo primero?