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El agente secreto. Джозеф КонрадЧитать онлайн книгу.

El agente secreto - Джозеф Конрад


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son hechos en lugar de patrañas, le conviene tratar de sacar provecho de lo que me estoy tomando el trabajo de explicarle. El fetiche sacrosanto es hoy en día la ciencia. ¿Por qué no consigue que algunos de sus amigos arremetan contra ese mascarón de proa, eh? ¿No forma parte de esas instituciones que hay que barrer para que el F. P. prospere?

      El señor Verloc no dijo nada. Tenía miedo de abrir los labios por si se le escapaba un gemido.

      —Eso es lo que deberían intentar. Un atentado contra una testa coronada o un presidente es bastante sensacional en cierto modo, pero no tanto como solía. Ha ingresado en la concepción general de la existencia de todos los jefes de Estado. Resulta casi convencional, sobre todo dado que tantos presidentes han sido asesinados. Ahora bien: supongamos un atentado contra, digamos, una iglesia. Bastante horrible a primera vista, sin duda, y sin embargo no lo bastante eficaz como una persona de mente corriente podría pensar. Por revolucionario y anarquista que sea en principio, habría suficientes tontos como para dar a un atentado de esa naturaleza el carácter de una manifestación religiosa. Y eso en detrimento del particular significado de alarma que pretendemos darle al acto. Un intento de asesinato en un restaurante o un teatro podría igualmente sugerir una pasión no política; la exasperación de un sujeto hambriento, un acto de venganza social. Todo eso está gastado; ya no resulta instructivo, como lección objetiva, en el anarquismo revolucionario. Todo periódico cuenta con frases hechas para dar a tales manifestaciones una explicación convincente. Me dispongo a explicarle la filosofía del atentado con bomba desde mi punto de vista; desde el punto de vista al que usted pretende haber estado sirviendo los últimos once años. Intentaré hacerme entender. La sensibilidad de la clase a la que ustedes atacan se debilita pronto. La propiedad les parece una cosa indestructible. No se puede contar por mucho tiempo con sus emociones, sean de lástima o de miedo. Para que un atentado con bomba tenga en la actualidad cierta influencia sobre la opinión pública, debe ir más allá de la intención de venganza o de acto terrorista. Debe ser puramente destructivo. Debe ser eso, y sólo eso, ajeno a la más leve sugerencia de todo otro motivo. Ustedes los anarquistas deben dejar claro que están cien por ciento resueltos a barrer en su totalidad la estructura social. Pero ¿cómo lograr que esa idea tan absurda penetre en la cabeza de la clase media de tal manera que no haya confusión posible? Ésa es la cuestión. Dirigiendo los golpes a algo ajeno a las pasiones corrientes de la humanidad: ésa es la respuesta. Está, naturalmente, el arte. Una bomba en la National Gallery provocaría cierto ruido. Pero no sería lo bastante grave. El arte no ha sido nunca para ellos una obsesión. Sería como romperle a un hombre algunas ventanas traseras de su casa, cuando para ponerlo realmente en vilo habría que intentar cuando menos volarle el techo. Por supuesto que habría un cierto escándalo, pero ¿por parte de quién? De los artistas, los críticos de arte y semejantes, gente que apenas cuenta. A nadie le importa lo que digan. En cambio, está el saber, la ciencia. Cualquier imbécil que cuente con ingresos cree en ella. Ignora por qué, pero cree que importa de algún modo. Es el fetiche sacrosanto. Todos los malditos profesores son en su fuero íntimo radicales. Hagan que se enteren de que también su gran figurón ha de irse para dejar sitio al Futuro del Proletariado. Un clamor por parte de todos esos idiotas intelectuales ayudará seguramente al progreso de los trabajos del Congreso de Milán. Escribirán a los periódicos. Su indignación estará por encima de toda sospecha, al no haber intereses materiales en juego, y el atentado hará que se agiten todos los egoísmos de la clase a la que se debe asustar. Ellos creen que, de un modo misterioso, la ciencia está en el origen de su prosperidad material. Lo creen. Y la absurda ferocidad de una demostración semejante los afectará más hondo que el arrasamiento de una calle —o un teatro— colmada de los suyos. Ante tal cosa siempre pueden decir: “¡Oh!, se trata de simple odio de clase.” Pero ¿qué cabe decir frente a un acto de ferocidad destructiva tan absurdo que resulta incomprensible, inexplicable, punto menos que impensable, en realidad, demencial? Sólo la locura es verdaderamente aterradora, en cuanto que no se la puede aplacar con la amenaza, la persuasión, el soborno. Por otra parte, yo soy un hombre civilizado. Jamás soñaría con encomendarle la organización de una carnicería, incluso si esperase sacar el mejor partido de ello. Tampoco esperaría de una carnicería el resultado que deseo. El crimen está siempre con nosotros. Es casi una institución. La demostración debe ser contra el saber, contra la ciencia. Pero cualquier ciencia no servirá. El ataque debe poseer toda la chocante insensatez de la blasfemia gratuita. Puesto que las bombas son su medio de expresión, sería bastante elocuente poder arrojarle una a la matemática pura. Pero eso es imposible. Intentando educarlo, le he expuesto la filosofía superior de su utilidad y le he sugerido algunos argumentos aprovechables. La aplicación práctica de mi enseñanza le interesa principalmente a usted. Pero desde el momento en que convine en entrevistarlo he dedicado también cierta atención al aspecto práctico del asunto. ¿Qué le parece si hace una prueba con la astronomía?

      Ya hacía un rato que la inmovilidad del señor Verloc junto al sillón se parecía a la postración de un estado de coma, una especie de pasiva insensibilidad interrumpida por leves arranques convulsivos, como la que puede observarse en el perro doméstico que está sufriendo una pesadilla mientras duerme sobre la alfombrilla delante del hogar. Y fue con un inquieto gruñido perruno como repitió aquella palabra:

      —Astronomía.

      Todavía no se había recuperado por completo del estado de aturdimiento suscitado por el esfuerzo de seguir la rápida e incisiva exposición del señor Vladimir. Esta última había superado su poder de asimilación. Lo había irritado. Una irritación incrementada por la incredulidad. Y de súbito se le ocurrió que todo aquello era una estudiada broma. El señor Vladimir exhibía su blanca dentadura en una sonrisa de autosatisfacción, con hoyuelos en su redondo rostro lleno inclinado por encima del encrespado lazo de la corbata. El favorito de las señoras de sociedad inteligentes había adoptado la actitud de salón con que acompañaba el alumbramiento de sus finas agudezas. Sentado bien adelante, la blanca mano en alto, parecía sostener de forma delicada entre el pulgar y el índice la sutileza de su sugerencia.

      —Nada podría ser mejor. Una atrocidad como ésa combina la mayor de las consideraciones posibles por la humanidad con la más alarmante muestra de feroz imbecilidad. Desafío el ingenio de los periodistas para persuadir a su público de que un miembro cualquiera del proletariado pueda tener un agravio personal contra la astronomía. Sería difícil traer a colación el hambre de los trabajadores, ¿eh? Y hay otras ventajas. Todo el mundo civilizado ha oído hablar de Greenwich. Hasta los limpiabotas del subsuelo de la estación de Charing Cross saben algo al respecto. ¿Se da cuenta?

      Los rasgos del señor Vladimir, tan bien conocidos en la mejor sociedad por su cortés gracejo, resplandecieron con una cínica satisfacción, que hubiera asombrado a aquellas inteligentes mujeres a las que su ingenio entretenía tan exquisitamente.

      —Sí —prosiguió, con una sonrisa despectiva—, la voladura del primer meridiano levantará con toda seguridad un clamor de execración.

      —Un asunto difícil —farfulló el señor Verloc, sintiendo que era el único comentario inocuo posible.

      —¿Qué pasa? ¿No tiene usted a toda la banda bajo control? ¿A la flor y nata? Está aquí el viejo terrorista Yundt. Lo veo casi a diario andando por Piccadilly con su cogotera verde. Y no me diga que no sabe dónde está Michaelis, el apóstol en libertad condicional. Porque en ese caso, yo puedo decírselo —continuó el señor Vladimir en tono amenazador—. Si se imagina que es usted el único que está en la lista del fondo secreto, se equivoca.

      Esta insinuación tan gratuita hizo que el señor Verloc moviera levemente los pies en ademán de impaciencia.

      —Y la banda completa de Lausana, ¿eh? ¿No se han estado congregando aquí ante el primer indicio del Congreso de Milán? Este país es absurdo.

      —Costará dinero —dijo el señor Verloc, casi por instinto.

      —De eso nada —replicó el señor Vladimir con un acento asombrosamente inglés—. Usted tendrá su paga todos los meses y nada más hasta que ocurra algo. Y si no ocurre nada muy pronto, ni siquiera eso. ¿Cuál es su ocupación


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