Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre DíazЧитать онлайн книгу.
los cuidados que reclaman sus varias enfermedades, según afirma la generalidad de las fuentes:
Los hermanos le aconsejaban frecuentemente, e insistentemente le rogaban que tratara de restablecer su cuerpo enfermo y debilitado en extremo con la ayuda de los médicos. Él, empero, hombre de noble espíritu, dirigido siempre al cielo, que no ansiaba otra cosa que morir y estar con Cristo, se negaba en redondo a ello (1Cel 98; cf. LP 77).
Una lectura afinadamente crítica de las fuentes biográficas franciscanas obliga, sin embargo, a matizar la afirmación de Tomás de Celano, reconociendo que en Francisco se da una clara ambivalencia en relación con los cuidados especiales que reclamaban su frágil salud y sus muchas dolencias, ambivalencia que no es, en definitiva, sino una expresión más del desfase obligado en su vida entre la desmesura del radicalismo evangélico en el seguimiento de Cristo y su propósito de ejemplaridad, por una parte, y la limitación y fragilidad de la condición humana, por otra. Siente que la búsqueda de cuidados especiales podría alejarle de su vocación y misión de hermano menor –llamado a la identificación afectiva y efectiva con Cristo pobre y crucificado– y poner en entredicho su confianza incondicional en Dios, de lo que parece ser un eco cuanto dice en la Regla (cf. Rnb 10,3-4); por ello se despreocupa totalmente de su enfermedad, y, cuando se ve obligado por ella a particulares cuidados en el vestido, la alimentación, etc., se acusa públicamente de glotón, de dar una falsa imagen de santo pobre y penitente (cf. 1Cel 52; LP 80-81). Pero, al mismo tiempo, busca alivio a los dolores de su enfermedad pidiendo expresamente ciertos alimentos y bebidas desacostumbradas en su fraternidad (cf. 1Cel 61; 2Cel 170; LM 5,19; LP 71), procurándose la cercanía y los cuidados de sus compañeros más íntimos (cf. 1Cel 102), escuchando un poco de música (cf. LP 66, LM 5,11) o cantando y haciéndose cantar su Cántico de las criaturas (cf. LP 99; cf. 1Cel 109)… y pide a Clara y las hermanas de San Damián moderación en su pobreza y penitencia y asegurarse los necesarios cuidados y ayuda en sus enfermedades (cf. ExhCl 4-6) 12.
En los últimos meses de su vida, reconciliado con su arqueología, su fragilidad y su enfermedad, pide perdón a su cuerpo por haber pretendido negar sus necesidades –«Alégrate, hermano cuerpo, y perdóname, que ya desde ahora condesciendo de buena gana a tus deseos y me apresto a atender tus quejas» (2Cel 210)– y agradece tener a la cabecera de su cama a su vieja amiga Jacoba de Settesoli (fray Jacoba), que llega a Santa María de los Ángeles con los dulces que le daba cuando estuvo enfermo en Roma y que él le había pedido formalmente que le trajera (cf. CtaJac).
b) Enfermo entre los enfermos
Tomás de Celano, y con él la generalidad de los primitivos biógrafos de san Francisco, deja constancia de que el santo «tenía mucha compasión de los enfermos» y era muy solícito en salir al encuentro de sus necesidades, haciendo todo lo posible para aliviar sus dolencias, fuera lo que fuera (cf. 2Cel 175); así, por ejemplo, le vemos que «en días de ayuno comía también él, para que los enfermos no se avergonzaran de comer» (2Cel 175), y en la Regla hace una excepción en su prohibición absoluta del dinero en relación con los enfermos: «Ninguno de los hermanos, dondequiera que esté y adondequiera que vaya, tome, reciba o haga recibir pecunia o dinero, absolutamente por ninguna razón, a no ser en caso de manifiesta necesidad de los hermanos enfermos» (Rnb 8,3) 13.
Pero, para entender en toda su densidad la actitud de Francisco en relación con los enfermos –que el biógrafo considera fruto de su «compasión»–, es necesario verla a la luz de su proyecto de vida. Baste para ello remitir al capítulo 6 de la Regla bulada de los hermanos menores (1223), que tiene un doble centro de atención: la pobreza (vv. 4-6) y la fraternidad (vv. 7-9), en su correlación e interrelación; en un mismo contexto se pone fin al tema de la pobreza, con el encumbramiento mayor que de ella pueda hacerse, y se inicia el de la fraternidad con la afirmación también más encumbrada de la misma. La correlación no es al acaso: solo es posible vivir gozosamente la radicalidad de vida que reclama la Regla, y particularmente el desvalimiento de la pobreza, desde el calor de la fraternidad; solo puede radicalizarse la pobreza si, a la vez, se radicaliza la fraternidad, que ha de ser tanto más viva e intensa cuanto más duras son las condiciones de vida. El capítulo concluye con estas palabras:
Y dondequiera que estén y se encuentren unos con otros los hermanos, muéstrense mutuamente familiares entre sí. Y con total confianza manifieste el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y ama a su hijo carnal, ¡cuánto más amorosamente debe cada uno amar y nutrir a su hermano espiritual! Y si alguno de ellos cayera enfermo, los otros hermanos le deben servir como querrían ellos ser servidos (Rb 6,7-9).
El texto recoge tres aspectos determinantes de la concepción y praxis de la fraternidad franciscana:
1) El primado de lo interpersonal: en la medida en que la vida fraterna no se identifica con «la vida en común», en ella son decisivos los lazos interpersonales hechos de familiaridad, afecto y ayuda, vividos en la reciprocidad que todo lo da y todo lo acoge, y en la que el pedir y el dar se viven en el respeto sacrosanto a la libertad del otro: el que pide no exige, y el que da no impone desde la autosuficiencia inferiorizadora vestida de generosidad ni niega al otro su libertad y responsabilidad.
2) La calidad de estas relaciones interpersonales es para los hermanos el calor de hogar que les permite asumir la radicalidad de su forma de vida, y especialmente la enfermedad. Por ello Francisco, tan cautivado por la fraternidad, no encuentra el typus de las relaciones fraternas en las de los hermanos en el marco de la familia, sino en el amor de la madre, más aún, mayor que el de una madre, es decir, la relación más emotiva, la actitud más oblativa, y señala las exigencias de la vida fraterna con verbos tan maternos como amar y nutrir.
3) La fraternidad es, al igual que la pobreza, una prioridad en la vida de los hermanos: ser hermanos es fin en sí mismo, por lo que los enfermos, los más necesitados de cuidados en la fraternidad, han de ser los preferidos en ella, pues son, por excelencia, el sacramento de la gratuidad de su vida fraterna, que Francisco siempre ejemplariza en relación con los enfermos (cf. Rnb 5,7-8): la actitud para con ellos es lugar privilegiado de discernimiento no solo de la calidad de la vida fraterna de los hermanos, sino también de la calidad de su vida evangélica en absoluto (cf. Adm 24; Rnb 9,2).
Pero poner a los enfermos en el centro de la vida de la fraternidad no significa hacer ley de sus caprichos ni idealizarlos. En este sentido van las palabras de Francisco de la Regla no bulada (1209-1222), donde pide al enfermo no solo que no se irrite ni imponga cargas indebidas a los hermanos, sino también asumir positivamente su enfermedad, pues esta es una de sus formas de vivir la reciprocidad en la vida fraterna, su «dar»:
Pero si alguno se turba o se irrita contra Dios o contra los hermanos, o si acaso reclama con inquietud medicinas […] es carnal y no parece ser uno de los hermanos. Y ruego al hermano enfermo que dé gracias por todo al Creador, y que desee estar, sano o enfermo, tal como le quiere el Señor […] (Rnb 10,3-4).
Hay un texto en los escritos de san Francisco que nos ofrece la clave de lectura de estas últimas palabras: la carta que escribe a un ministro [superior] que, ante las grandes dificultades que encuentra en su servicio a los hermanos, ha decidido, después del oportuno discernimiento, retirarse a un eremitorio, y pide para ello el visto bueno del santo, que este le niega, apremiándole a hacer un nuevo discernimiento, poniendo sobre la mesa algunas cartas que ha olvidado, especialmente las siguientes 14:
1) «Todas las cosas que te son un obstáculo para amar al Señor Dios [...] debes tenerlo por gracia» (CtaM 2): Francisco le invita a cambiar su valoración de las cosas, a transformar su mirada sobre la realidad, para ver, en medio de la ambigüedad de todo lo humano, y hasta de su perversión, la dimensión de gracia que esta siempre tiene: «Aunque te azotaran debes tenerlo por gracia».
2) «Y quiérelo así y no otra cosa» (CtaM 3): transformada la mirada, es necesario transformar la voluntad en la aceptación de lo real, que es grandeza y miseria, capacidad de transformación e incapacidad de cambio, cumplimiento de las propias expectativas y frustración.
3) «Y ama a los que esto te hacen […] Y ámalos precisamente en esto, y no quieras