Una escuela en salida. Javier Alonso ArroyoЧитать онлайн книгу.
franquear la nube de proyectiles que venían del otro lado de la calle y rescató a los niños para llevarlos a un lugar seguro.
–¿No debíais estar en el orfanato ahora?, ¿qué ha sucedido?
–Es que hay unos niños que nos molestan mucho y se burlan de nosotros. Quieren que trabajemos para ellos robando en las calles. Nos hemos escapado, padre... ya no aguantábamos más.
–Claro, y la solución que habéis elegido es la calle, ¿no es así? Ahora mismo os llevaré a vuestro hogar y hablaré con el director para que ponga más cuidado con todos.
Cuando dejó a los niños en el hospicio, se volvió pensativo a palacio. ¿De qué servía dar comida y techo a los niños si no se les enseñaban también buenas costumbres y conocimientos para que pudieran ganarse la vida de mayores? Estaban demasiado ociosos y era preciso ocuparlos todo el tiempo en cosas útiles. Había que llevarlos a la escuela.
Muy cerca, en la parroquia de Santa Dorotea, el P. Antonio Brendani había abierto una escuelita con ayuda de algunos cofrades de la Doctrina Cristiana. Se daba clase todos los días y los niños del barrio aprendían el catecismo, a leer, a escribir y algo de aritmética. Acudía un buen número de niños, pero debían pagar a los maestros por el servicio. Solo unos poquitos estaban becados porque hacían su servicio como monaguillos.
El padre Brendani era muy celoso del cuidado de los niños. No se fiaba de los maestros del barrio, pagados por el municipio, porque los consideraba vagabundos e inestables y no enseñaban nada a los niños. Así que se decidió a abrir una escuela, aunque fuera de pago.
El padre José pensó que llevar a Gianluca y a Pierino a la escuela de la parroquia de Santa Dorotea podría ser un buen complemento del orfanato. En unos años tendrían que salir del hospicio, ganarse la vida y hacerse independientes. Habría que ayudarles, de lo contrario podrían engrosar la larga lista de ladrones que había en Roma.
Así que, una vez acomodados todos los niños, acompañó a Gianluca y a Pierino a la escuela del P. Brendani para que fueran instruidos en la doctrina cristiana y las letras y así sacarlos de los vicios de la calle. El mayor se resistió a entrar en la escuela, porque quería ponerse a trabajar y ayudar a sus hermanos, pero pronto entendió que la decisión del P. José era lo mejor para él. Además quería honrar la memoria de mamá Andrea al confiar en el sacerdote español, tan dulce y amable.
El padre José había visitado muchas parroquias de Roma donde se daba catecismo a los niños y conocía muchas instituciones de caridad, pero el estilo con que el párroco de Santa Dorotea llevaba la escuela le cautivó.
–Padre Antonio, me gustaría ayudarle en la escuela. Tiene ya muchos niños y creo que necesita de más ayuda. ¿No es cierto? Cuando estaba como arcipreste de Tremp, tuve la ocasión de conocer algunas escuelitas parroquiales que apoyé con verdadero celo. Creo que debemos promover estas iniciativas, porque de ellas depende la reforma de la sociedad cristiana.
–¡Por supuesto, padre! Usted será una bendición para nuestra escuela. Ya ve que soy viejo y estoy cansado. No solo necesitamos braceros para trabajar con los niños, sino nuevas ideas. Así que puede comenzar cuando quiera.
Y así comenzó a visitar diariamente la escuela junto con otros cofrades de la Doctrina Cristiana: el señor Marco Antonio Arcangeli y Santiago Ávila. Era la primavera de 1597.
Después de las visitas a los enfermos y de practicar las devociones propias, el padre José no fallaba un día a la escuela para ayudar en lo que hiciera falta. Estaba muy feliz. Por fin había encontrado un lugar donde canalizar su deseo de servir a los pobres.
Sin embargo, todavía quedaban muchos niños en la calle, porque no podían pagar el dinero que el párroco pedía por recibir clase. Aseguraba que era muy difícil, por no decir imposible, conseguir personas voluntarias que se dedicaran con diligencia a la educación de los niños pobres por puro amor de Dios.
El padre José llevaba unos días con la preocupación de abrir la escuela a más niños, pero eso implicaba hacerla completamente gratuita para todos. Eso ayudaría mucho a las familias pobres que no tenían recursos para que sus hijos recibieran una buena educación. Así que se decidió a comentar con el párroco su genial intuición.
–Ya sabe, padre Antonio, la cantidad de niños que no pueden venir a la escuela porque no tienen dinero para pagarla y están todo el día en la calle entregados a los vicios. Cuando ya tienen edad de trabajar, los jovencitos están tan corrompidos que ya es imposible enderezarlos.
–¿Qué está tramando, padre José? –replicó inquieto el viejito de Brendani.
–Creo que debemos dejar de cobrar para que los niños reciban clases. Así vendrían más niños y podríamos sacarlos de las calles. ¿Qué le parece?
El párroco miraba al P. José con asombro y admiración. Lo de hacer la escuela gratuita era una buena idea, pero había que buscar los recursos económicos. Los maestros tenían que comer, había que comprar plumas, papel, hacer bancos para escribir. No era tan fácil y, de hecho, nadie se había atrevido a hacer algo tan ambicioso. Y, además, con los pobres.
–Es una buena idea, P. Antonio. Dios, en su divina providencia, proveerá cuanto sea necesario con tal de que sirvamos con diligencia a los niños pobres. ¡No nos abandonará! Solo quiero su bendición para este proyecto.
–Confiemos en Dios, pues su entusiasmo me ha convencido. Disponga todo para que en septiembre ya comencemos gratis las escuelas.
No se daba cuenta el P. José de Calasanz de la trascendencia de esta decisión. Al ser gratuita, los niños llegaron a la parroquia de Santa Doroteo por decenas, hubo que buscar maestros y prepararlos, organizar las aulas por grados y buscar recursos económicos para mantener la escuela.
Gianluca, Pierino, Mario y tantos otros ya podían aprender bien a leer y escribir, los fundamentos de la gramática y la aritmética. En pocos años serían aptos para tener un oficio digno en cualquiera de las cancillerías de la ciudad, como contables en un negocio o ingresando con buen nivel en la universidad. Y, cuando eso sucediera, ya nunca más tendrían que pasar su vida en la calle dependiendo de las migajas que les daban los poderosos.
En el otoño de 1597 había comenzado la primera escuela popular cristiana de Europa en el Trastévere, un barrio de la periferia de Roma. Dios había escuchado por fin la voz de un pueblo pobre por el derecho a la educación de sus hijos. Y Dios envió al padre José de Calasanz para llevar a este pueblo a la tierra prometida.
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