Ateos y creyentes. Jesús Martínez GordoЧитать онлайн книгу.
cargo de lo que, en términos deístas, se trasluce en el cosmos, en la vida o en la naturaleza como inteligencia originaria, creativa y teleológica, como fundamento y objeto del deseo humano, como el infinito perceptible en la finitud o como la bondad que emerge en medio del poder del mal, sino también de lo que los discípulos de Jesús de Nazaret percibieron en lo que dijo, hizo y encomendó este personaje histórico. Podríamos decir, en coherencia con ellos y mirando a los ateos contemporáneos, que, si no era Dios, se lo merecía.
Hablamos, por tanto, de un Dios que no solo se transparenta como conjunción de regularidad (legiformidad) y novedad (asimetría) a partir de las evidencias científico-empíricas que se vienen alcanzando en la astrofísica y en la protobiología contemporáneas, sino también como articulación de bondad y poder: es lo suficientemente fuerte como para encarnarse –obviamente, por amor– y hacerse perceptible en lo débil y pequeño, en lo frágil y limitado.
La historia del cristianismo y de la teología es una larga y permanente reconsideración de este equilibrio entre omnipotencia y debilidad por amor, no faltando las acentuaciones desmedidas ni los olvidos inaceptables. Pero tampoco los momentos en los que se han alcanzado felices formulaciones, racionalmente consistentes, cuando se ha prestado más atención a la unidad sin confusión y a la distinción sin separación entre Jesús y Cristo o entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Concilios de Nicea [325] y Constantinopla [381]). O cuando se ha atendido, de manera preferente, la diferencia y comunión de cada una de las tres Personas a las que nos referimos cuando decimos «Dios»: siendo mucha la unidad existente entre ellas, es mucho mayor la singularidad de cada una (Concilio IV de Letrán [1215-1216]).
A nosotros nos corresponde mostrar argumentadamente que los cristianos, cuando decimos «Dios», nos referimos a este equilibrio, permanentemente inestable, de unidad y singularidad entre Jesús y Cristo o de comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que denominamos «misterio». Y que lo hacemos no solo en términos de articulación entre unidad o comunión y singularidad, sino también entre verdad e historicidad, belleza y ocultamiento y, sobre todo, entre bondad y justicia.
Percatarse de esta confluencia formal no solo muestra la unidad de la verdad y su convergencia en la Verdad (de la que nuestro mundo, cosmos y vida es toda una transparencia y, a la vez, una anticipación), sino también lo saludable –y necesario– de una explicación análoga para quienes han preferido asomarse al misterio de Dios desde la bondad que se transparenta y anticipa en Jesucristo, así como en la entrega de tantas personas a lo largo de la historia y de nuestros días. Y otro tanto se podría decir cuando la referencia central de lo que decimos cuando decimos «Dios» es, además de Verdad y Bondad, Unidad y Belleza.
Caminar en esta dirección permite afrontar –y espero que superar– la parte de razón que asiste a la crítica de Paolo Flores d’Arcais sobre un cristianismo solo dispensador y consumidor de sentido, sin consistencia veritativa alguna. La tarea puede ser complicada, pero no por eso deja de ser igualmente apasionante.
Estas páginas se suman al trabajo realizado por otras muchas personas en la misma dirección y sentido… indudablemente veritativo. Y se hace con la voluntad de despejar, en el caso de que exista, algún complejo, en particular a quienes, sin tiempo para tareas más especulativas, han apostado acertadamente por disfrutar y mostrar el rostro, amoroso, comprometido y consolador, de Dios con los parias y crucificados de nuestros días.
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