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Esta bestia que habitamos. Bernardo (Bef) FernándezЧитать онлайн книгу.

Esta bestia que habitamos - Bernardo (Bef) Fernández


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sus jeans y se agenció las botas militares del abuelo muerto. Se colgó al cuello una placa de vacuna antirrábica para perro y rayó con un marcador Esterbrook sus camisetas blancas con mensajes como “Sin dios ni amo”, “Rock!”, “Muera el estado opresor”, “ezln”, “Allez-vous faire foutre les flics” (en francés, para evitar que los tiras le pusieran una madriza) y su favorita, “Güevos, putos”.

      La devoción religiosa por el punk le ganó su apodo en la escuela: el Járcor.

      El menor de los hermanos, Daniel el Gordo… él sólo tomaba cerveza, jugaba básquet y leía El Hombre Araña y La espada salvaje de Conan el Bárbaro, que luego rolaba a sus dos hermanos, que los devoraban a escondidas con placer culpable.

      Los tres se soportaban en estoica tensión, que cada tanto reventaba en peleas tan cortas como violentas. Usualmente Samuel era el que apaciguaba los ánimos. Eran los otros dos los que solían agarrarse a trompadas.

      No era una familia disfuncional.

      Todo lo contrario, un grupo de extraños unidos por sus diferencias y separados por las similitudes. Tres tristes tigres destinados a tomar caminos separados una vez que se fueran de la sofocante casa paterna.

      Al menos eso intuían hasta el día en que se organizó una fiesta en casa de Mickey.

      —Ven —le dijo a Samuel.

      —No mames, no.

      —Ándale. Van a venir las amigas del Instituto Miguel Ángel de mis hermanas.

      No era en ellas en quien pensaba Samuel, sino en Adriana, hermana del Mickey, un año menor que ellos. Ojos castaños, cabello jengibre. La que sonreía poco y hablaba menos. Adriana, con sus labios de cereza y uniforme de colegio de monjas bajo el que Samuel intuía vagamente las formas de un cuerpo femenino tan cercano e inalcanzable como la Luna. A la que nunca le dirigía la palabra más de lo indispensable pero que lo hipnotizaba. Sería la oportunidad de hablarle más relajado, quizás hasta de bailar un poco y…

      Recordó a los otros invitados a la fiesta. Los fresas de su cuadra.

      —Van a venir todos tus cuates, no mames, mejor no. Paso.

      —Ándale, cabrón, no seas joto.

      —Tengo que pedir permiso.

      —Pos ya estuvieras —Mickey zanjó el asunto encendiendo un Marlboro. Ofreció uno a Samuel, que lo rechazó. Güemes había tapizado una pared de su cuarto con las cajetillas rojas. En esa casa todos fumaban, comían con vino y cerveza —aun los menores— y proferían todo tipo de maldiciones, peninsulares y mexicanas, en presencia de niños y viejos. En casa de los Robles se observaba disciplina militar y se practicaba una sobriedad asceta, excepto la mamá, que emitía humo con persistencia industrial.

      —Mamá —dijo esa noche Samuel, durante la merienda—, el sábado hay una fiesta en casa del Mickey, ¿puedo ir?

      Cayó un silencio sobre la mesa, únicamente se escuchaba al Gordo masticar su mollete.

      La señora suspiró. Miró largamente al vacío, expresión de hastío en el rostro, melancolía infinita al responder:

      —Sólo si llevas a tus hermanitos.

      —¡Ay, mamá, no! Si de por sí somos los apestados de la Marte.

      El Járcor y el Gordo miraron, expectantes. Nunca salían de noche, lo tenían prohibido.

      —Los quiero de regreso a las once —remató la mamá y se levantó de la mesa, dejando a Samuel con la rabia atorada en la garganta—. Laven los trastes —ordenó desde la escalera, camino a su recámara.

      El Gordo comenzó a reírse. Ismael dijo:

      —Ni madre que voy con esos pendejos.

      —¡No seas cabrón! Si no, no me dejan ir.

      —¿Por qué tanto interés?— terció el hermano menor.

      —Porque… porque… Mickey pone buena música.

      —Ay, ¡no mames! —tronó el Járcor.

      —Te gusta Adriana, ¿verdad, Samo? —añadió el Gordo.

      Los dos hermanos menores se rieron al tiempo que Samuel enrojecía como amapola.

      El señor Robles entró en ese momento, arrastrando los pies y su derrota.

      —Muy buenas… —murmuró. Los hijos le contestaron con un gruñido. El papá fue directo al refri y hurgó en busca de algo que comer; sólo encontró sobras incomestibles. Sin decir nada, se sirvió un vaso de leche, tomó un plátano ennegrecido y subió hacia su habitación—. Que descansen, muchachos —por una vez no se sentó a ver el noticiero.

      —Viene puteadísimo —dijo el Gordo.

      —Ay, mi jefe —lamentó el Járcor.

      —Bueno, ¿me tiran el paro o no, culeros? —insistió Samuel.

      Se miraron en silencio.

      —Güey, para esos cabrones somos como marcianos —dijo el Gordo.

      —¿Marcianos? ¡Somos el pinche proletariado lumpen! — declaró el Járcor.

      —Somos el asiento que queda en un vaso de destilación —lamentó Samuel.

      —Por lo menos no somos taxistas… aún —remató Járcor.

      Se miraron.

      —¿Habrá pizza gratis? —preguntó el Gordo.

      Rompieron en una carcajada amarga.

      El sábado, vestido con su mejor camisa, Samuel caminó las cuatro calles que separaban su casa de la de los Güemes, escoltado por sus dos hermanos menores. “No hagan pendejadas, culeros”, advirtió antes de salir.

      La expresión agria del Mickey fue evidente al momento de abrirles la puerta.

      —Era… sin Samuel, amigos —bromeó con un rictus congelado en el rostro.

      Los dejó pasar a regañadientes a la sala, donde ya sonaba “We Didn’t Start the Fire”, de Billy Joel.

      —Mta madre —dijo el Járcor al oír la música. Samuel le dio un codazo.

      Al entrar les cayó una lluvia de miradas entre sorprendidas, burlonas y de franca desaprobación. Samuel recordaría el resto de su vida la expresión de asco con la que Adriana observó a los tres hermanos Robles.

      La sala, tapizada de madera, había sido despejada para improvisar una pista de baile. Mickey bajó el estéreo de su cuarto y alternaba música con la tornamesa familiar a través de una mezcladora. Llevaba puestos unos lentes oscuros a pesar de que eran las ocho de la noche y bailoteaba solo; sostenía unos audífonos enormes sobre su oído izquierdo al tiempo que colocaba discos con la otra mano.

      Sus hermanas y varias amigas bailaban de un lado. Todas alumnas de colegio de monjas, vestidas con faldones y suéteres holgados de colores pastel. Los amigos del cum de Mickey y sus vecinos fresones estaban al otro extremo, atisbando a las chicas entre fumada y fumada. Todos peinados con litros de gel fijador.

      Todos, menos los hermanos Robles. Se instalaron a un lado de la mesa del comedor, arrimada a la pared para hacer espacio y sostener botanas y bebidas.

      Había papas fritas y chicharrones de harina. Botellas de Coca-Cola, Squirt y una olla en la que dos de los vecinos de los Robles vaciaban botellas de Coca y de Bacardí, para luego añadir hielo.

      Circularon vasos de plástico con cubas, al tiempo que todo mundo encendía Marlboros y Camel. Las chicas fumaban Benson mentolados.

      Samuel se paralizó, incapaz de acercarse a Adriana, que estaba a un par de metros de él. Ella bailaba “Me colé en una fiesta” de Mecano con torpeza adolescente, sublime a los ojos de Samuel. Alguien lo arrancó de la contemplación ofreciéndole una cuba; la rechazó.

      Volteó


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