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Persecución. Joyce Carol OatesЧитать онлайн книгу.

Persecución - Joyce Carol Oates


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o no qué había soñado; quizás era mejor dejar que lo olvidara.

      Incluso los malos sueños son solo vapor. Le daría un beso y un abrazo, la consolaría y…

      Ella lo apartó de sí, aterrorizada.

      —¡Lo siento! Lo siento —murmuró Abby a modo de respuesta. Y huyó hacia el cuarto de baño.

      ¡Ay, demonios! Su intención había sido entrar corriendo al baño antes que ella y tirar de la cadena. Se le había olvidado totalmente.

      En la cama, Willem se quedó mirando al techo. Escuchó el tamborileo de la ducha, y se dijo que era natural, y normal, que su joven (y virginal) esposa le tuviera miedo. No a él, sino a la intimidad de sus cuerpos en el lecho.

      Ninguno de los dos estaba preparado. En especial no lo estaba Abby, suponía. La había visto encogerse cuando oía a alguien soltar obscenidades: se ruborizaba y su rostro esbozaba una expresión de desdicha, como si deseara terriblemente hallarse en otra parte.

      En su papel de marido, él la protegería. Esa era su misión. Nunca la obligaría a hacer nada que no la hiciera sentir cómoda; eso lo había decidido de antemano. Y le producía cierto alivio que la dura prueba de hacer el amor por primera vez con su virginal y asustadiza mujer hubiera quedado pospuesta.

      También era la primera vez para Willem. Pero él no estaba tan preocupado.

      Esa mañana, ambos debían salir del departamento más o menos a la misma hora. Ninguno había querido pedir el día libre, ni Abby en el Centro de Rehabilitación, ni Willem en la universidad. Cuando Abby se disponía a salir, la vio menos nerviosa, más tranquila; había recuperado en parte su sentido del humor y no se puso tensa cuando Willem la besó mientras se abrochaba el abrigo y se ajustaba el gorrito de lana lavanda en la cabeza. Aunque estaban a principios de abril, el tiempo seguía gélido y ventoso. Solo hacía unos días que los últimos y pertinaces vestigios de nieve maltrecha se habían fundido en los sitios que quedaban fuera del alcance del sol.

      Había algo curioso: en algún lugar del departamento, por lo visto, Abby había encontrado un trozo de cordón, de unos veinticinco centímetros, y se había rodeado varias veces con él la muñeca derecha, muy ajustada. Lo había hecho en el cuarto de baño, suponía Willem.

      —¿Qué es eso? —quiso saber él, y Abby respondió:

      —Nada. No es… nada. —Como si por un momento hubiera olvidado aquel cordón y no supiera en absoluto qué era, solo que le daba vergüenza que Willem lo viera.

      Se apuró a quitárselo y se dio vuelta. Willem advirtió que una marca roja como un sarpullido le rodeaba la muñeca derecha.

      ¿Debería ofrecerse a besarle esa muñeca, para sanarla? Mejor no.

      Estaba resuelto a no ofenderse. La forma en que Abby había parecido presa del pánico y se había liberado de sus brazos para ocultarse en el baño… ¡Qué avergonzado lo haría sentir que sus hermanos o alguno de sus primos (varones) se enteraran! Se habían burlado de él antes de la boda, de su (supuesta) inexperiencia. (¿Y qué «experiencia» tenían ellos? Willem abrigaba serias dudas al respecto).

      Comprendía que su mujer recién casada sintiera alivio de irse del departamento y dejar a su marido, tranquilidad ante la perspectiva de estar sola de nuevo, aunque fuera por unas horas. ¡Ay, cómo la entendía! Todas las chicas a las que conocía bien, chicas de su familia o de la Iglesia, se avergonzaban de su propio cuerpo, cohibidas de su aspecto. Cuanto más linda y femenina era la chica, más cohibida. Era consciente de cómo agradecía Abby que él, Willem, se mostrara tan comprensivo pese a toda su inexperiencia. No trataba de tocarla, ni mucho menos acorralarla, y tampoco razonaba ni discutía con ella; no expresaba ira ni decepción, como (seguramente) habría hecho cualquier hombre en su lugar.

      La vanidad masculina herida. La vanidad sexual. Willem estaba por encima de eso.

      —Esta noche será distinto, Abby —le dijo—. Te lo prometo.

      No quedaba muy claro qué quería decir, pero sonrió con valentía y volvió a besar a su mujer, y Abby le dio también un beso, cariñoso y sincero, si bien no exactamente en los labios, antes de bajar a toda velocidad por las escaleras para tomar el autobús de Raritan Avenue.

      Más tarde, Willem encontraría el cordón en una papelera, donde Abby lo había tirado.

      Recibió la llamada a última hora de la mañana, en la universidad: ¿Es usted William Zengler? ¿Pariente de Abby Zengler? Lamento mucho comunicarle, señor Zengler, que un autobús ha atropellado a su esposa esta mañana en el centro, y que la han llevado a Urgencias del Hammond Medical Clinic.

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