El tesoro de los Padres. José Antonio Loarte GonzálezЧитать онлайн книгу.
Dios omnipotente que no nos lleve a la tentación, corno dijo el Señor: Porque el espíritu está pronto, pero la carne es flaca.
Mantengámonos, pues, incesantemente adheridos a nuestra esperanza y prenda de nuestra justicia, que es Jesucristo, el cual levantó sobre la cruz nuestros pecados en su propio cuerpo: Él, que jamás cometió pecado, y en cuya boca no fue hallado engaño, sino que, para que vivamos en Él, lo soportó todo por nosotros.
Seamos, pues, imitadores de su paciencia y, si por causa de su nombre tenernos que sufrir, glorifiquérnosle. Porque ése fue el dechado que Él nos dejó en su propia persona y eso es lo que nosotros hemos creído.
Os exhorto, pues, a todos a que obedezcáis a la palabra de la justicia y ejecutéis toda paciencia, aquella, por cierto, que visteis con vuestros propios ojos, no sólo en los bienaventurados Ignacio, Zósimo y Rufo, sino también en otros de entre vosotros mismos, y hasta en el mismo Pablo y los demás Apóstoles. Imitadlos, digo, bien persuadidos de que todos éstos no corrieron en vano, sino en fe y justicia, y que están ahora en el lugar que les es debido junto al Señor, con quien juntamente padecieron. Porque no amaron el tiempo presente, sino a Aquél que murió por nosotros y que, por nosotros también, resucitó por virtud de Dios.
Así, pues, permaneced en estas virtudes y seguid el ejemplo del Señor, firmes e inmóviles en la fe, amadores de la fraternidad, dándoos mutuamente pruebas de afecto, unidos en la verdad, adelantándoos los unos a los otros en la mansedumbre del Señor, no menospreciando a nadie. Si tenéis posibilidad de hacer bien, no lo difiráis, pues la limosna libra de la muerte. Estad sujetos los unos a los otros, manteniendo una conducta irreprochable entre los gentiles, para que recibáis alabanza por causa de vuestras buenas obras y el nombre del Señor no sea blasfemado por culpa vuestra. Mas ¡ay de aquél por cuya culpa se blasfema el nombre del Señor! Enseñad, pues, a todos la templanza, en la que también vosotros vivís.
El martirio de Policarpo
(Carta de la Iglesia de Esmirna a la Iglesia de Filomelium, I, 7-11, /3-16)
Os escribimos, hermanos, la presente carta sobre los sucesos de los mártires, y señaladamente sobre el bienaventurado Policarpo, quien, como el que estampa un sello, hizo cesar con su martirio la persecución. Podemos decir que todos los acontecimientos que le precedieron no tuvieron otro fin que mostrarnos nuevamente el propio martirio del Señor, tal como nos relata el Evangelio. Policarpo, en efecto, esperó a ser entregado, como lo hizo también el Señor, a fin de que también nosotros le imitemos, no mirando sólo nuestro propio interés, sino también el de nuestros prójimos (Fil 2, 4). Porque es obra de verdadera y sólida caridad no buscar sólo la propia salvación, sino también la de todos los hermanos (...).
Sabiendo que habían llegado sus perseguidores, bajó y se puso a conversar con ellos. Se quedaron maravillados al ver la edad avanzada y su enorme serenidad, y no se explicaban todo aquel aparato y afán para prender a un anciano como él. Al momento, Policarpo dio órdenes de que se les sirviera de comer y de beber cuanto apetecieran, y les rogó, por su parte, que le concedieran una hora para orar tranquilamente. Se lo permitieron y, puesto en pie, se puso a orar tan lleno de gracia de Dios, que por espacio de dos horas no le fue posible callar. Todos los que le oían estaban maravillados, y muchos sentían remordimientos de haber venido a prender a un anciano tan santo.
Una vez terminada su oración, después de haber hecho en ella memoria de cuantos en su vida habían tenido trato con él, lo montaron sobre un pollino y así le condujeron a la ciudad, día que era de gran sábado. Por el camino se encontraron al jefe de policía Herodes, y a su padre Nicetas, que lo hicieron montar en su carro y sentándose a su lado, trataban de persuadirle, diciendo: «¿Pero qué inconveniente hay en decir: César es el Señor, y sacrificar y cumplir los demás ritos y con ello salvar la vida?»
Policarpo, al principio, no les contestó nada; pero como volvieron a preguntar de nuevo, les dijo finalmente: «No tengo intención de hacer lo que me aconsejáis». Ellos, al ver su fracaso de intentar convencerle por las buenas, comenzaron a proferir palabras injuriosas y le hicieron bajar tan precipitadamente del carro, que se hirió en la espinilla. Sin embargo, sin hacer el menor caso, como si nada hubiera pasado, comenzó a caminar a pie animosamente, conducido al estadio, en el que reinaba tan gran tumulto que era imposible entender a alguien.
En el mismo momento que Policarpo entraba en el estadio, una voz sobrevino del cielo y le dijo: «ten buen ánimo, Policarpo, y pórtate varonilmente». Nadie vio al que dijo esto; pero la voz la oyeron los que de los nuestros se hallaban presentes. Seguidamente, mientras lo conducían hacia el tribunal, se levantó un gran tumulto al correrse la voz de que habían prendido a Policarpo.
Al llegar a presencia del procónsul, le preguntó si él era Policarpo. Respondiendo afirmativamente el mártir, el procónsul trataba de persuadirle para que renegase de la fe, diciéndole: «Ten consideración a tu avanzada edad», y otras cosas por el estilo, según tienen por costumbre, como: «Jura por el genio del César; muda de modo de pensar; grita: ¡Mueran los ateos!».
A estas palabras, Policarpo, mirando con grave rostro a toda la muchedumbre de paganos que llenaban el estadio, tendiendo hacia ellos la mano, dando un suspiro y alzando sus ojos al cielo, dijo:
—Sí, ¡mueran los ateos!
—Jura y te pongo en libertad. Maldice de Cristo.
Entonces Policarpo dijo:
—Ochenta y seis años hace que le sirvo y ningún daño he recibido de Él; ¿cómo puedo maldecir de mi Rey, que me ha salvado?
Nuevamente insistió el procónsul, diciendo:
—Jura por el genio del César.
Respondió Policarpo:
—Si tienes por punto de honor hacerme jurar por el genio, como tú dices, del César, y finges ignorar quién soy yo, óyelo con toda claridad: yo soy cristiano. Y si tienes interés en saber en qué consiste el cristianismo, dame un día de tregua y escúchame.
Respondió el procónsul:
—Convence al pueblo.
Y Policarpo dijo:
—A ti te considero digno de escuchar mi explicación, pues nosotros profesamos una doctrina que nos manda tributar el honor debido a los magistrados y autoridades, que están establecidas por Dios, mientras ello no vaya en detrimento de nuestra conciencia; mas a ese populacho no le considero digno de oír mi defensa.
Dijo el procónsul:
—Tengo fieras a las que te voy a arrojar, si no cambias de parecer.
Respondió Policarpo:
—Puedes traerlas, pues un cambio de sentir de lo bueno a lo malo, nosotros no podemos admitirlo. Lo razonable es cambiar de lo malo a lo justo.
Volvió a insistirle:
—Te haré consumir por el fuego, ya que menosprecias las fieras, como no mudes de opinión.
Y Policarpo dijo:
—Me amenazas con un fuego que arde por un momento y al poco rato se apaga. Bien se ve que desconoces el fuego del juicio venidero y del eterno suplicio que está reservado a los impíos. Pero, en fin, ¿a qué tardas? Trae lo que quieras (...).
Enseguida fueron colocados en tomo a él todos los instrumentos preparados para la pira y como se acercaban también con la intención de clavarle en un poste, dijo:
—Dejadme tal como estoy, pues el que me da fuerza para soportar el fuego, me la dará también, sin necesidad de asegurarme con vuestros clavos, para permanecer inmóvil en la hoguera.
Así pues, no le clavaron, sino que se contentaron con atarle. Él entonces, con las manos atrás y atado como un cordero egregio, escogido de entre un gran rebaño preparado para el holocausto acepto a Dios, levantando sus ojos al cielo dijo:
—Señor Dios omnipotente, Padre de tu amado y bendecido siervo Jesucristo, por quien hemos recibido el conocimiento de Ti, Dios de los ángeles y de las potestades, de toda la creación y de toda la casta de