La vida de los Maestros. Baird T. SpaldingЧитать онлайн книгу.
se extendía de norte a sur un centenar de kilómetros y de este a oeste unos cincuenta. Fuera del túnel inclinado, el único acceso a la meseta se encontraba en el lugar más ancho, Allí un sendero conducía a un puerto defendido por una muralla similar a la nuestra.
En tanto que nosotros comentábamos las ventajas de este dispositivo, la hermana y la sobrina de Emilio se nos reunieron. Un poco más tarde su cuñado y su sobrino también vinieron. Notamos en ellos síntomas de agitación contenida, y la hermana de Emilio no tardó en decirnos que esperaba la visita de su madre. Nos dijo: «Estamos tan dichosos que a duras penas podemos contenernos, tanto amamos a nuestra madre. Nosotros amamos a todos los que viven en las esferas más altas de la realización, ya que ellos son todos bellos, nobles y compasivos. Pero nuestra madre es tan bella, tan exquisita y adorable, servicial y amante, que no podemos negarnos a amarla mil veces más. Por otra parte somos de su carne y de su sangre. Sabemos que vosotros la amaréis también».
Preguntamos si venía con frecuencia. Se nos respondió: «¡Oh! sí, viene siempre que tenemos necesidad de ella. Pero está tan ocupada con su trabajo en su esfera, que viene solamente dos veces al año por sí misma, hoy es el día de una de sus visitas anuales. Esta vez se quedará una semana. Estamos tan dichosos que no sabemos qué hacer mientras la esperamos».
La conversación se orientó sobre nuestras experiencias después de nuestra separación, y ya había tomado un cariz animado cuando un súbito silencio se abatió sobre nosotros. Antes de habernos podido dar cuenta, estuvimos sentados sin decir ni palabra y sin que ninguno hiciera una reflexión. Las sombras de la tarde se habían agrandado y la cadena nevada de las lejanas montañas era semejante a un monstruo enorme dispuesto a lanzar sus zarpas de hielo en el valle. Después oímos un ligero rumor nacido del silencio, como si un pájaro se posara. Una niebla pareció condensarse al este del parapeto, y súbitamente adquirió la forma, ante nosotros, de una mujer magníficamente bella de rostro y aspecto, rodeada de un brillo luminoso tan intenso que apenas podíamos mirarla. La familia se precipitó hacia ella, los brazos extendidos y exclamando a una sola voz: «Madre». La dama descendió con ligereza del parapeto a la terraza del techo y abrazó a los miembros de su familia como cualquier tierna madre lo hubiera hecho; después nos presentaron. La dama dijo: «¡Oh! ¿Sois vosotros los queridos hermanos venidos de la lejana América para visitarnos? Estoy muy feliz de daros la bienvenida a nuestro país. Nuestros corazones van hacia todos, y si los hombres nos dejaran hacer, los estrecharíamos a todos en nuestros brazos, como yo acabo de hacer con aquellos a los que llamo míos, ya que en realidad no formamos más que una familia, la de los hijos de Dios Padre. ¿Por qué no podemos reunirnos todos como hermanos?».
Habíamos notado que el atardecer se había vuelto muy fresco. Pero cuando la dama apareció, el brillo de su presencia transformó el ambiente en una noche de verano. El aire pareció cargado de perfumes de flores. Una luz similar a la de la luna llena impregnaba todos los objetos y reinaba una tibieza brillante que no acierto a describir. Sin embargo ningún gesto de los Maestros era teatral. Las maneras de esas gentes eran profundamente amables y de una simplicidad infantil.
Alguno sugirió descender. La Madre y las otras damas pasaron las primeras. Nosotros las seguimos y los hombres de la casa cerraron la marcha. Mientras descendíamos por las escaleras de la manera habitual, notamos que nuestros pies no hacían ningún ruido. Sin embargo no nos esforzábamos por hacer silencio. Uno de nosotros probó a hacer ruido, pero no lo logró. Parecía que nuestros pies no entraban en contacto con el suelo de la terraza ni con los peldaños de la escalera.
En la planta donde se encontraba nuestros cuartos, entramos a una habitación magníficamente amueblada y nos sentamos. Notamos allí también una tibieza brillante y la habitación se iluminó con una suave luz inexplicable para nosotros. Un profundo silencio reinó por algún tiempo, después la Madre nos preguntó si estábamos bien instalados, si se ocupaban de nosotros, si nuestro viaje nos había satisfecho hasta ese momento.
La conversación se orientó sobre las cosas de la vida ordinaria, sobre las cuales ella parecía muy familiarizada. Después conversamos sobre nuestra vida de familia. La Madre nos citó el nombre de nuestros padres, hermanos y hermanas, y nos sorprendió haciéndonos una descripción detallada de nuestras vidas, sin hacernos la menor pregunta. Nos indicó los países que habíamos visitado, los trabajos que habíamos hecho y los errores que habíamos cometido. No hablaba de una manera vaga que nos hubiera obligado a adaptar nuestros recuerdos. Cada detalle destacaba como si reviviéramos las escenas correspondientes.
Cuando nuestros amigos nos hubieron dado las buenas noches, no podíamos más que expresar nuestra admiración, sabiendo que ninguno de ellos tenía menos de cien años y que la Madre tenía setecientos, de los cuales seiscientos fueron pasados en la tierra en su cuerpo físico. Sin embargo, todos ellos estaban plenos de entusiasmo y tenían el corazón ligero como a los veinte años, sin ninguna afectación. Todo era como si viviéramos con jóvenes.
Antes de retirarse esa noche, nos avisaron que había un elevado número de personas dispuestas a cenar en el albergue al día siguiente, y que estábamos invitados.
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