El conde de montecristo. Alexandre DumasЧитать онлайн книгу.
Luis XVI? ¡Extraños y misteriosos decretos del Altísimo! ¿Cuál es el objeto de la Providencia haciendo caer al hombre que había elevado, y elevar al que había hecho caer?
Dantés seguía con la vista a aquel hombre que olvidaba un momento su propio destino para ocuparse de tal del mundo.
-Sí, sí -prosiguió-, lo mismo que en Inglaterra. Después de Carlos I, Cromwell; después de Cromwell, Carlos II, y quizá después de Jacobo II, algún pariente, algún príncipe de Orange, algún Statuder que se corone rey, y con él nuevas concesiones al pueblo, y ¡constitución y libertad! Vos lo veréis, joven -dijo volviéndose hacia Dantés, y mirándole con ojos brillantes y profundos, como debían de tenerlos los profetas. Vos lo veréis, puesto que todavía tenéis edad para verlo.
-¡Ay!, si salgo de aquí.
-Justamente -respondió el abate Faria-. Estamos presos aunque hay momentos en que lo olvido y que me creo libre, atravesando mi vista por entre los muros que me encierran.
-Pero ¿por qué estáis preso?
-Por haber soñado en 1807 lo que Napoleón quiso realizar en 1811; porque como él, quise formar con todos esos principados que hacen de Italia un nido de reyezuelos tiránicos y débiles, un imperio compacto y fortísimo; porque creí hallar mi César Borgia en un bobo coronado que aparentó comprenderme para engañarme mejor. Mi proyecto era el de Alejandro VI y el de Clemente VII; siempre fracasará, puesto que ellos lo emprendieron inútilmente, y Napoleón no pudo acabar de realizarlo. No hay duda: ¡Italia está maldita!
El anciano inclinó la cabeza… Dantés no comprendía cómo un hombre puede arriesgar su existencia por semejantes intereses; bien que a decir verdad, si conocía a Napoleón por haberle visto y haberle hablado, en cambio, ignoraba completamente quiénes fuesen Clemente VII y Alejandro VI. Con lo cual fue contagiándose de la creencia de su carcelero, creencia general en el castillo de If, y dijo al anciano:
-¿No sois vos el eclesiástico a quien se cree… enfermo?
-A quien se cree loco, queréis decir, ¿no es verdad?
-No me atrevía -dijo sonriendo Dantés.
-Sí, sí -prosiguió el abate con amarga sonrisa- yo soy el que pasa por loco, soy el que divierte hace tanto tiempo a los huéspedes de este castillo, y el que divertiría a los niños, si los hubiera en esta mansión del duelo sin esperanza.
Quedóse Dantés un momento inmóvil y mudo.
-¿Conque renunciáis a huir? -dijo al cabo.
-Lo reconozco imposible. Es volverse contra Dios intentar lo que Dios no quiere.
-¿Por qué os desanimáis? También es pedir mucho a la Providencia querer a la primera tentativa, de manera que ¿no podéis volver a la excavación por otro lado?
-Pero ¿así habláis de volver? ¿No sabéis lo que ya he hecho? ¿Ignoráis que he necesitado cuatro años para construir las herramientas que poseo? ¿No sabéis que hace diez años que pico y cavo una tierra tan dura como el granito? ¿Sabéis que he necesitado desencajar piedras que en otro tiempo hubiera yo creído imposible mover; que he pasado días enteros en esa empresa titánica, creyéndome dichoso por la noche con haber minado una pulgada en cuadro de ese vetusto cimiento, que hoy está ya tan duro como la misma piedra? ¿Ignoráis acaso que para ocultar los escombros que sacaba, he necesitado horadar la bóveda de una escalera, y que en ella los he ido depositando hasta el punto de que hoy no puede ya contener un puñado de polvo más? ¿No sabéis, por último, que ya creía tocar al fin de mi trabajo, que no me quedaban más fuerzas que las precisas para esto, cuando Dios no solamente lo aleja sino que lo alarga indefinidamente? Así, os repito lo que os dije: nada haré desde ahora para alcanzar mi libertad, puesto que Dios quiere que por siempre la haya perdido.
Edmundo bajó la cabeza para no revelar a aquel hombre que la alegría de tener un compañero le impedía compartir como debiera el dolor que experimentaba el preso, de no haber podido salvarse. El abate se dejó caer sobre la cama de Edmundo, que permaneció de pie. Jamás había pensado en la fuga el joven. Tienen algunas cosas tal aire de imposibles, que no se nos ocurre la idea de intentarlas, y hasta las evitamos instintivamente. Efectuar una mina de cincuenta pies, empleando tres años para salir por todo triunfo a un precipicio que cae al mar; arrojarse desde cincuenta, sesenta, setenta o acaso cien pies de altura, para hacerse pedazos en una roca, si antes la bala del centinela no ha hecho su oficio; verse obligado, si se escapa de tantos peligros, nada menos que a nadar una legua, era lo bastante para que cualquiera se resignara, y ya hemos visto que a Dantés le faltó poco para llevar esta resignación hasta el suicidio.
Pero ahora que el joven había visto a un anciano agarrarse a su vide con tanta energía, dándole ejemplo de resoluciones desesperadas, se puso a reflexionar y hacer cuentas con su valor. Otro hombre había intentado lo que él no se imaginó siquiera; otro, menos joven, menos fuerte, menos atrevido que él, a fuerza de astucia y de paciencia, se había procurado cuantas herramientas necesitaba para esta operación increíble, que sólo pudo fracasar por una línea mal trazada; todo esto lo había hecho otro hombre, conque nada era imposible a Dantés; Faria había minado cincuenta pies; él minaría ciento; Faria, con cincuenta años de edad, había consagrado tres a su obra; él, que sólo tenía la mitad de los años de Faria, consagraría seis; Faria, hombre de iglesia, abate y sabio, no había temido aventurarse a ir nadando desde el castillo de If a la isla de Daume, de Ratonneau, o de Lamaire; ¿cómo él, Edmundo el marino, el hábil nadador que tantas veces había bajado al fondo del mar a coger una rama de coral, vacilaría para pasar una legua a nado? ¿Una hora solamente, cuando él había estado horas enteras en el mar sin hacer pie ni descanso alguno? No, no, Dantés no tenía necesidad más que de ser estimulado por un ejemplo. Todo lo que pudiese hacer otro hombre lo haría él. Se quedó pensativo diciendo al cabo al anciano:
-Ya encontré lo que buscabais.
Faria se conmovió.
-¿Vos? -exclamó levantando la cabeza, como si diera a entender a Edmundo que a decir verdad, su desaliento no sería de gran duración-. Veamos, ¿qué encontrasteis?
-El túnel que hicisteis para llegar hasta aquí tiene la misma dirección que la galería exterior, ¿no es verdad?
-Sí.
-¿Debe de estar a una distancia de cincuenta pasos?
-A lo sumo.
-Pues bien, hacia la mitad del túnel abrimos otro que forme como los brazos de una cruz. Esta vez tomáis mejor vuestras medidas; salimos a la galería exterior, matamos al centinela y nos escapamos. Sólo dos cosas se necesitan para llevar adelante este plan: ánimo, vos le tenéis; fuerzas, no me faltan a mí. No hablo de paciencia, vos me habéis probado ya la vuestra, y yo os probaré la mía.
-Aguardad, que aún no sabéis, mi querido compañero, de qué especie son mis ánimos -respondió el abate-, y qué uso puedo hacer de mis fuerzas. En cuanto a la paciencia, creo que demostré bastante al volver a empezar por la mañana la tarea de la noche, y por la noche la tarea del día. Pero cuando lo hice, me imaginaba servir a Dios dando libertad a una de sus criaturas, que por ser inocente no podía ser condenado.
-Y ¿no sucede lo mismo ahora que entonces? -le preguntó Dantés-. ¿O es que os reconocéis culpable desde que me habéis encontrado?
-No; pero no quiero llegar a serlo. Hasta ahora no creí tener que habérmelas sino con las cosas, pero según vuestro plan, tendré que habérmelas con los hombres. Yo he podido muy bien atravesar una pared y destruir una escalera, pero no atravesaré un pecho ni destruiré una existencia.
-¡Cómo! -le dijo Dantés haciendo un leve ademán de sorpresa- ¡pudiendo escaparos, renunciaríais por semejante escrúpulo!
-Y vos -repuso Faria-, ¿por qué no habéis asesinado a vuestro carcelero y habéis huido disfrazado con su traje?
-Porque nunca se me ocurrió tal cosa.
-No; no lo hicisteis porque el crimen os inspira horror instintivo, por eso no se os ocurrió tal cosa -replicó el anciano-. Nuestro