Comuneros. Miguel MartinezЧитать онлайн книгу.
El emperador, por su parte, también había intrigado para controlar a la ciudad más díscola. Quería sustituir a algunos de los regidores de su ayuntamiento y facilitar el envío a Cortes de procuradores dispuestos a transar. Para ello, al tiempo que rechazaba las embajadas que le enviaba la ciudad para negociar el bien público del reino, mandó a principios de abril una cédula llamando a Padilla, Gaitán y Ávalos: debían salir inmediatamente de Toledo camino de Galicia. Era la mejor forma de descabezar lo que la corte de Carlos ya auguraba como una rebelión incipiente.
El pueblo toledano, sin embargo, en un acto tal vez coreografiado con el beneplácito de sus propios líderes, se congregó para impedir la salida de los caballeros, escenificando así la ruptura con su soberano en un acto multitudinario. Los toledanos, cuenta Juan Maldonado en su excelente crónica latina, «corrían gritando por aldeas y plazas: “¡Viva, viva el pueblo!”, grito que representaba por entonces para el común el símbolo de la guerra civil en las ciudades». Vivat populus era la voz del común, vox plebeis. Si en todas las revoluciones hay un punto de no retorno, una acción a partir de la cual ya se vuelve imposible moverse dentro de la legitimidad previamente constituida, seguramente este es el momento más emblemático del desafío comunero, el umbral del desacato. «Estos señores —se dijo entonces— se habían puesto por la libertad de este pueblo». Y el pueblo, según el cronista Sandoval, correspondía con gritos multitudinarios: «¡Mueran, mueran Xevres y los flamencos que han robado a España, y vivan, vivan Hernando de Ávalos y Juan de Padilla, padres y defensores de esta república!».24
Unas Coplas a Juan de Padilla, escritas en el verano de 1520, corroboran la excitación popular del estallido toledano del 15 de abril. Los versos celebraban a un capitán que, a pesar de su alcurnia, se comprometía con sus conciudadanos:
Viendo a la Comunidad
que comienza de llorar
la cubija con su manto;
y queriéndonos cubrir
con ropas de libertad
él acuerda de morir
por nosotros.
Padilla es paladín del pueblo y padre, pero se conduce «llamando a todos hermanos». Como capitán es mejor que Carlomagno y los doce pares,
porque estos hicieron guerra
con corazones muy crudos
por ganar siempre más tierra
y aqueste siempre con pena
volviendo por los menudos.
Frente a la guerra de conquista, esta es una empresa defensiva y libertadora. Los primeros compases del movimiento sonaban a revolución protagonizada por el pueblo menudo.25
La insurrección se transforma rápidamente, de hecho, en poder popular. Los barrios envían diputados para formar un nuevo consejo municipal. Comienza a apellidarse comunidad. Así lo declara un testigo en el juicio posterior contra el comunero toledano Juan Gaitán: «¡Comunidad! ¡Comunidad! ¡Libertad! ¡Libertad! Esto decían los cardadores e zapateros e un Borja, hilador de seda».26 La multitud comunera fuerza la renuncia del corregidor —máxima autoridad local designada por el rey y que dirigía en su nombre el gobierno municipal—, quien acabará abandonando Toledo a finales de mayo. Mientras, el principal patricio del bando realista, Juan de Ribera, se refugia en el alcázar con unos pocos fieles. Los comuneros lo rodean y los obligan a rendirse. Con la destitución de las autoridades reales, la constitución del poder comunero y la organización de la autodefensa, se consuma la ruptura. La revolución ha triunfado en Toledo.
La escena se repite, con mayor intensidad, en otras ciudades de Castilla. En Guadalajara, ciudad sometida al poder descomunal del duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza de la Vega y Luna (1461-1531), una masa de pecheros se planta en el palacio del señor para exigir responsabilidades por el comportamiento de los procuradores de la ciudad. La mayoría eran artesanos —sastres, alabarderos, tejedores— y tenderos. También estuvieron presentes «muchos labradores del común de la tierra». La entrevista no resuelve nada y la multitud, como hará en otros lugares, terminó quemando las casas de los dos representantes. El carpintero Pedro de Coca, el albañil (solador) Diego de Medina y un letrado llamado Francisco de Medina se contaban entre los líderes de las primeras agitaciones populares. A la hora de elegir a su capitán, la ciudad se decantó por el primogénito del propio duque del Infantado, que acabaría cortando la cabeza a quienes encumbraron a su hijo. A uno de los agitadores populares que se salvó de la horca del duque le decían el Gigante: quizás Castrillo no iba tan desencaminado con su analogía ovidiana sobre los titanes.27
En Zamora, un tribunal de cuatro regidores organizados por el magnate local que tomó partido inicialmente por la revuelta, el conde Alba de Liste, condenó a sus procuradores corruptos, cuyas casas trató de quemar la multitud. En Burgos, el pueblo respondió a las amenazas del corregidor destruyendo en la plaza las cántaras usadas para calcular la alcabala del vino. La alcabala era un impuesto indirecto prácticamente universal sobre la venta de determinadas mercancías; la reforma de su administración y recaudación sería una de las principales demandas comuneras. El pueblo se dotó de un nuevo corregidor, ignorando ya abiertamente la autoridad real, y asaltó las casas de varios recaudadores de impuestos y patricios locales, incluida la de Garci Ruiz de la Mota, procurador y hermano del obispo Mota, fidelísimo imperial, «sacándolo [todo] a la plaza, donde hicieron la hoguera, a la cual llevaron todo el mueble que se halló en su casa de ropa blanca y tapicería muy rica y vestidos y cuantas arcas había en ella. Y lo sacaron y lo quemaron públicamente sin se querer aprovechar de cosa alguna, que es harto de maravillar, considerada la condición de la gente baja». Algo parecido ocurrió en Valladolid con las casas de varios procuradores, incluido Pedro Portillo, «opulento comerciante» que «había accedido al cambio de la primitiva ordenación de los tributos de la alcabala».28 En lugar de apropiarse del botín, el pueblo prende fuego a los signos ostentosos de la riqueza y el poder. Al mismo tiempo, las ciudades castellanas, en aquellos días encendidos de 1520, gritaban un sonoro «No nos representan» —valga la analogía— contra los procuradores que volvían vencidos o comprados de las cortes de Galicia, habiendo traicionado el mandato municipal. Lo que siguió fue una más o menos radical impugnación de la institucionalidad previa al levantamiento y la constitución de nuevos mecanismos representativos y decisorios.
Tras el primer relámpago de la revuelta, los magnates de Zamora, Guadalajara y Burgos se las arreglaron para contener momentáneamente las llamas populares. En Segovia, sin embargo, las malas noticias de las Cortes llegan mientras «el común de la república», según el cronista local Diego de Colmenares (1586-1651), se reúne a las puertas de la iglesia del Corpus Christi para elegir a sus cargos representativos. Se intercambiaban pareceres sobre los ministros de justicia de la ciudad, alguaciles y corchetes (lo más parecido a la policía municipal en el Antiguo Régimen). Uno de ellos, llamado Hernán López Melón, afeó a los vecinos el tono con que hablaban de los oficiales del rey y amenazó con tomar medidas. «El fuego, hasta entonces lento, levantó llama; y con ímpetu furioso comenzaron algunos a vocear que era un traidor, enemigo del bien común». La rabia popular acabó con su vida y con la de otro corchete, Roque Portal, que anotaba en un papel los nombres de los alborotadores: después de arrastrarlos por las calles, la multitud los colgó, boca abajo como a los traidores, de una horca levantada de improviso junto a la Cruz del Mercado. Con leños de los pinares de Valsaín, coto de caza de los reyes castellanos.
Mientras, los procuradores segovianos habían regresado a su ciudad. Ya se sabía que habían votado el servicio de Carlos en las Cortes de Santiago y A Coruña, en contra de los deseos y las órdenes de Segovia. Uno de ellos logró librarse de la furia. Rodrigo de Tordesillas, sin embargo, cuyo voto en Cortes había comprado el rey por 300 ducados, decidió presentarse en el ayuntamiento para dar cuenta de su procuración. Ya era tarde. El pueblo «levantó una vocería tan confusa, que nada se entendía: