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Diferentes razones tiene la muerte. María Elvira BermúdezЧитать онлайн книгу.

Diferentes razones tiene la muerte - María Elvira Bermúdez


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a ser retedivertido. Algo diferente, no lo mismo de toda la vida: el juego y el cine; el cine y el juego.

      —Mira, mira, como si tú no fueras a donde quieres.

      —Bueno, pues por eso ahora iré a casa de Georgina.

      —Pero tu papá, ¿qué dirá?

      —Mi papá... Oye, ¿no podrá cazar conejos o gorriones en esa quinta? Mira, mamá: mi papá va si nosotros le decimos que vamos.

      —¿A dónde? —preguntó una voz masculina desde la puerta de la sala.

      Celia y Adela se miraron sorprendidas y se ruborizaron. Celia pensó: “¿Habrá oído lo de los conejos y lo de los gorriones?” Pero pronto se rehízo y mimosamente llegó hasta Mario Ortiz y le entregó la carta a guisa de explicación.

      El señor la leyó, la guardó nuevamente en su sobre y preguntó:

      —¿Ya ustedes decidieron ir?

      —Pues yo digo que... —empezó Adela, pero calló porque al mismo tiempo Celia decía:

      —Sí, papacito, por favor. Vamos, ¿verdad? Va a ser retedivertido.

      Mario se encogió de hombros, encendió pausadamente su pipa y al fin dijo:

      —No creo que resulte divertido, pero en fin...

      Y así, en ese mismo lunes de septiembre, quedó decidido que la familia Ortiz sería huésped de Georgina Llorente en la quinta de Coyoacán.

      ***

      Despierta aún, Celia urdía un sinfín de ensueños. Cinco veces por lo menos había hecho el inventario de su guardarropa para el fin de semana, y como no le bastaba lo que poseía, decidió ir al día siguiente a Liverpool a proveerse de otro traje de baño, batas, vestidos y un extenso surtido de artículos diversos.

      Imaginaba la casa de Georgina como una mansión de novela, y esperaba de esos días, aventura y emoción. “Quizá conoceré a algún hombre interesante y se iniciará entonces un romance apasionado... o dos romances, mejor: dos rivales a punto de matarse por mi amor… ¡Qué interesante!”

      En la penumbra de su alcoba, Celia soñaba. Una veladora eléctrica esparcía suave luz. La joven, desde pequeña, tenía miedo a la oscuridad, un miedo enfermizo que se avenía mal con sus ímpetus apasionados y su sed de emociones fuertes.

      Pronto aprendería la pobre una dura lección y quedaría para siempre curada de sus aventureros afanes.

      ***

      Adela, en su lecho solitario, no podía conciliar el sueño. Se arrepentía de haber cedido sin lucha a la voluntad de su hija, pero al mismo tiempo sabía que era preferible ir contra sus propios deseos que oponerse a los de Celia.

      La muchacha no se daba cuenta, o no quería darse cuenta de la vida desunida y amarga que hacía el matrimonio. Adela, histérica y frívola, atormentada por un recuerdo de su juventud, oscilaba siempre entre el agradecimiento y el desprecio hacia su marido. Y hacía tiempo que el segundo de esos sentimientos amenazaba con imponerse hasta llegar al odio. La sulfuraba la actitud plena de insolencia de su esposo, y si no se separaba de él era por temor a Celia. Mejor dicho, porque Celia no se lo hubiera permitido.

      Y ella, Adela, no podía dar a conocer a su hija el único motivo por el cual ésta se hubiera convencido de que esa vida era una farsa odiosa e insufrible. Persuadida de que Mario, por propia conveniencia, seguiría la rutina, había optado por imitarlo. Lo detestaba y anhelaba librarse de su presencia, pero revelar aquello a su hija era imposible. Simplemente la idea de tener que hacerlo, la asustaba.

      “Y ahora, esta invitación de Georgina. ¿Qué se oculta tras ella?”

      Adela, sin saber por qué, quizá únicamente por el recuerdo del lejano pasado, pensaba en Octavio. Ninguna relación existía entre Georgina y Octavio, que ella supiera. Ninguna, excepto que Georgina era el amor pretérito en la vida de su marido, como Octavio lo era en la suya.

      Una nube oscura y pesada fue envolviendo la mente de Adela.

      Minutos más tarde, hablaba en sueños, se ponía de pie, atravesaba la habitación y descendía dormida las escaleras como solía hacerlo las noches en que sus nervios se hallaban más excitados que de ordinario.

      ***

      Mario se disponía a acostarse en el diván de su sala de cacería. Éste le servía de lecho desde hacía mucho tiempo.

      Verdaderamente era muy incómodo ese empeño de su mujer en ocultar a Celia que dormían separados. Él ya no quería tolerar esa molestia y se proponía instalar abiertamente su recámara aparte cuanto antes. Cuando regresaran de casa de Georgina lo haría sin falta. Era verdad que Adela era la del dinero, pero también era cierto que sin él, sin Mario, lo hubiera pasado muy mal en aquella ocasión. Quizá ni viviera ahora. Era menester recordárselo una vez más. “Y si se pone pesada, yo sabré cómo hacerla entrar en razón.” Había sido buena la idea de mostrar tanta condescendencia con Celia, porque la muchacha constituía su mejor arma contra Adela. Antes que todo, lo importante era no tener que trabajar, disfrutar de comodidades y dedicarse a la cinegética. Su afición por la caza, sincera por lo demás, era un pretexto magnífico para alejarse de Adela con frecuencia. “¡Ah! ¡Las mujeres! Aquella Georgina, ¡tan irritante también y tan soberbia!” Él se equivocó cuando creyó que al casarse con ella aseguraba para siempre su propia holgura. Dos años molestos culminaron en un divorcio que lo dejó expuesto a trabajar, pero su buena estrella puso en su camino a Adela en aquellas circunstancias.

      Realmente, Mario no se quejaba de su suerte: había sabido vivir.

      Y ahora, tenía curiosidad de ver a Georgina de cerca. ¿Se conservaba bien? ¿Lo despreciaría aún?

      Se durmió por fin. Y tuvo un extraño sueño: los animales disecados que poblaban su sala se animaron e iniciaron un coro de aullidos y graznidos. Saltaban y revoloteaban. Se apoderaron de las armas orgullosamente coleccionadas por Mario y le apuntaron con precisión. Un ocelote de paladar rosado y artificiales colmillos reía con júbilo y le gritaba: “¡Ha llegado tu hora!”

      iii

      diana la impetuosa

      Las gardenias que flotaban en la piscina dorada por un sol deslumbrante, perdían en esos momentos su carácter estereotipado de flores de muerto. Vida, mucha vida se desbordaba en el elegante hotel Fortín. Los turistas de coloridos indumentos y rubias cabelleras, se extasiaban ante los adornos de antigüedad flamante del edificio, y aspiraban con fruición el aire saturado de perfume de nardos, gardenias y azucenas.

      De ese paraíso terrenal, Diana Leech era una impetuosa y actual Eva. Sus 35 años, corridos en la doble acepción de la palabra, persistían en considerar el mundo como un escenario y a los hombres como instrumentos de placer y de lujo. De padre yanqui y madre mexicana, Diana, apenas entrada en la adolescencia disipó los resabios de su temperamento híbrido y dio a conocer un carácter entero, definido, comparable únicamente al que pudiera tener una orquídea venenosa y sugestiva. Al verla nadar lánguidamente en las aguas luminosas, sacudir de su rostro las inoportunas gardenias y surgir al fin del tanque como moderna Anfitrite que se sabe admirada, fácilmente se adivinaba al ser primitivo, sin escrúpulos, hecho únicamente para la molicie y el goce.

      El ceñido traje de baño hacía resaltar atrevidamente su figura, tanto más atractiva cuanto que unía a las líneas clásicas de la mujer norteamericana el encanto sensual de la mujer latina. Las uñas y labios, de color bugambilia indeleble y provocativo, contrastaban osadamente con la palidez mate de la piel. Diana rehusó siempre adoptar la moda del color tostado de la epidermis y se esmeró en conservar la blancura heredada de sus antepasados yanquis, quizá porque se sentía secretamente avergonzada de su remota ascendencia indígena. Sin embargo, la negrura y rebeldía de su pelo recordaban el origen de su madre. Los verdes ojos, cargados de rímel, sarcásticos, fríos y ligeros, daban la pincelada final de exotismo y sugestividad a esta hermosa e inútil criatura.

      Se


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