Memorias de Cienfuegos. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.
no hay quien se os compare. En estos momentos sois el hombre más valioso del imperio. ¿Aceptaríais colaborar?
–Si el emperador manda, obedezco.
Pese a que resultaba evidente que aquella era la respuesta que esperaba, don Bernardo Olivar sonrió satisfecho, hizo repicar una campanilla y al poco se abrió la puerta e hizo acto de presencia un hombre alto, flaco y de rostro tan cerúleo que parecía no haber visto el sol en media vida.
El Marqués de Peñagrande lo saludó con un leve gesto de cabeza al tiempo que señalaba:
–Fray Gaspar de Vinuesa dejará cumplida constancia, palabra por palabra, de cuanto tengáis a bien contarme.
El desgarbado larguirucho tomó asiento y tras extraer de una resobada cartera un grueso fajo de hojas, un tintero y una docena de afiladas plumas, carraspeó respetuosamente, con lo que al parecer pretendía dejar de manifiesto que estaba dispuesto.
Don Bernardo Olivar alzó los ojos y se santiguó como rogando ayuda a los cielos:
–Que el Señor tenga a bien iluminarnos. ¿Cómo os llamáis?
–Cienfuegos.
–¿Nombre completo?
–Cienfuegos. Nunca he tenido otro porque nunca fui bautizado, y nunca he sabido si se debe al color de mi pelo o a un simple apodo de razón desconocida.
–¿Lugar de nacimiento?
–Isla de La Gomera.
–¿Fecha?
–Supongo que sobre mil cuatrocientos setenta y seis, pero no puedo asegurarlo.
–¿Nombre de vuestros padres?
–Por lo que me contaron, mi padre debió ser un marino noruego de paso por la isla, y a mi madre siempre la llamé simplemente «madre».
–Pero algún nombre tendría.
–Lo supongo, pero era una «cabrera de barranco», hija y nieta de «cabreros de barranco», que tenemos fama de ser los únicos que nos entendemos por silbidos, y aunque soy capaz de emitir el tono por el que la llamaban, no sabría cómo explicarlo con palabras.
–¿Y a qué se debe esa rara costumbre de entenderse por silbidos en lugar de palabras?
–A que sabido es que los silbidos se transmiten mucho más lejos que la voz humana y la isla es extremadamente montañosa, con altos riscos y barrancos profundos.
–¡Curioso, vive Dios…!
–Quien no se adapta a la naturaleza no sobrevive.
–Cierto. Hábleme de su madre.
–Falleció siendo yo un muchacho y debió morir del llamado «cólico miserere» porque se retorcía de dolor tocándose el estómago. La enterré detrás de la cabaña y a partir de ese día siempre estuve solo. Mi madre nunca supo leer ni escribir, y por lo tanto yo tampoco, aunque de nada me hubiera servido, ya que la mayoría de las palabras me resultaban desconocidas. Lo que sí os aseguro es que no había nadie que conociera mejor la isla o fuera capaz de lanzarse mejor por los acantilados y los riscos. Supongo que por aquel entonces tenía algo de cabra, algo de mono y algo de cernícalo.
Fray Gaspar de Vinuesa alzó la mano como pidiendo tiempo para terminar la frase con su perfecta caligrafía y en cuanto la hubo bajado de nuevo Cienfuegos añadió:
–Me bastaban un poco de leche, algo de queso y lo que cazaba a pedradas, y al no conocer más que aquella vida en la que no tenía que depender de un lugar que pudiera considerar casa, vagabundeaba tras el ganado sin rendir cuentas más que al capataz, que subía dos veces al año a comprobar que los animales continuaban aumentando, aunque a nadie le importaban gran cosa ya que el amo se interesaba más por el tráfico de esclavos.
–¿Tráfico de esclavos…? ¿Esclavos africanos?
–Esclavos tinerfeños.
–¿Qué pretende decir con eso de esclavos tinerfeños?
–Lo que he dicho; el amo organizaba expediciones a Tenerife, que era la única isla que aún no había sido conquistada, y a los pocos días regresaba con un cargamento de hombres, mujeres y niños.
–No existe constancia oficial de dicho tráfico.
–Pues yo lo vi, y si Su Excelencia empieza a dudar de lo que digo no quiero ni imaginar lo que pensará cuando le hable de cuanto me ocurrió posteriormente.
–Mis disculpas.
–No tiene por qué darlas, pero si se ve obligado a hacerlo cada vez que le cuente algo que le parezca inverosímil corremos el peligro de morir de viejos a mitad de camino, así que sigamos con lo nuestro.
–Como gustéis.
–La única vez que bajé al pueblo un cura intentó bautizarme y una gorda bigotuda me aseguró haber sido amiga de mi madre, y por lo tanto no podía permitir que el hijo de un ser del que conservaba tan gratos recuerdos durmiera en la calle. Me metió en un barreño frotándome y enjabonándome hasta dejarme reluciente, y al poco aconteció una cosa inconcebible, ya que a pesar de que nunca había oído hablar de cristianos antropófagos, creyendo siempre que era una costumbre limitada a los salvajes, intentó devorarme, y además lo hizo comenzando por mis partes más íntimas.
–¡Dios Bendito!
–Aterrorizado di un salto a riesgo de dejarle un trozo de prepucio entre sus dientes y lanzándome por la ventana caí en una cochiquera donde a punto estuve de que un puerco acabara quedándose lo que no había conseguido comerse la gorda.
El escribano alzó de nuevo la mano, pero en esta ocasión no fue para pedir que le diera tiempo, sino para evitar que la mano le temblara por la risa.
Al marqués se le advertía ciertamente desconcertado:
–Esa mujer debería estar en la cárcel por corruptora de menores.
–En aquel tiempo, y tan ignorante como era, tan solo pensé que la pobre tenía hambre, pero lo cierto es que escapé del pueblo desnudo, apestando a estiércol y jurándome no volver a bajar, puesto que la costa se me antojaba un lugar tenebroso cuyas reglas de conducta renunciaba a comprender. Durante algún tiempo mis únicos contactos fueron por silbidos, o con el capataz, que un día me anunció que el viejo amo había muerto y que a su hijo, que había desembarcado en la isla unos días antes, también le interesaban más los esclavos que las cabras. Se solían pagar doce cabras por esclavo.
–¿Quién era ese nuevo amo?
–El capitán León de Luna, Vizconde de Teguise, que llegó con su esposa, que era una joven alemana amante de la naturaleza. Solía abandonar muy de mañana el viejo caserón, unas veces a pie y otras a caballo, y se adentraba en los valles o se perdía en los bosques, por lo que lo inevitable ocurrió un caluroso mediodía en el que por casualidad coincidimos a orillas de una laguna.
–¿Lo inevitable…? ¿Estáis insinuando que os atrevisteis a violar a una vizcondesa?
–No fue violación; fue mutuo acuerdo.
–Pero seguía siendo una vizcondesa… ¡Y casada!
–Yo no sabía que era vizcondesa, ni que estuviera casada. Apenas la entendía porque casi siempre hablaba alemán y ni siquiera sabía silbar.
–¡Bendito sea Dios! ¿Tenéis idea de lo que significa haber mantenido relaciones carnales con la esposa de un vizconde?
–¿Cómo que si la tengo? ¡Naturalmente que la tengo! Todo cuanto me ha sucedido posteriormente ha venido motivado por ello, pero os aseguro que pese a las incontables penalidades y desventuras que he sufrido no me he arrepentido ni un solo instante.
–Cometieron adulterio...
–¿Y quién no lo ha cometido alguna vez? ¿Acaso Vos no?
–No se trata de mi historia sino de la vuestra –fue la evasiva