Memorias de Cienfuegos. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.
que las brújulas nordesteaban casi una cuarta.
–¿Y eso qué significa?
–Que en lugar de señalar directamente al norte, como siempre ha ocurrido, declinaban unos quince grados, lo cual tan solo puede deberse a que la Estrella Polar hubiera cambiado de lugar, cosa impensable, o que todas las brújulas se hubieran averiado a un tiempo.
–Una posibilidad también harto improbable.
–En efecto, pero como yo aún no sabía cómo funcionaba una brújula, y en cierto modo se me antojaba demoníaca brujería que un pedazo de metal apuntase siempre en la misma dirección, decidí desentenderme del tema.
–Resulta comprensible.
–Yo seguía a lo mío, fregar cubiertas e intentar llenarme la tripa, pero esa noche nadie pareció capaz de descansar a bordo debido a que el eterno coro de asustadizos consideró un síntoma de terrible agüero el que la Estrella Polar, que había demostrado a través de los siglos una inquebrantable fidelidad a los hombres de mar, decidiera abandonarlos a su suerte en pleno corazón del océano. «¡Volvamos! –suplicaban–. La Polar nos está dando el definitivo aviso de que Dios no desea que sigamos adelante».
–¿Y vos qué pensabais sobre ello…?
–Yo por aquel tiempo no solía pensar más que en Ingrid, y por lo que me contaron ese día el Almirante reunió a sus pilotos y capitanes para comunicarles que en su opinión el inquietante hecho nada tenía que ver con designios divinos, sino tan solo con algún desconocido fenómeno astronómico, o con que tal vez la Tierra no fuera absolutamente redonda sino en forma de pera, lo cual explicaría el que al pasar de una determinada latitud, la posición de la estrella sufriera una ligera variación.
–¡Inadmisible teoría…! –no pudo por menos que exclamar Fray Gaspar de Vinuesa–. En forma de pera… ¿A quién se le ocurre?
–Al mismo que había dicho que era en forma de manzana y que pese a las burlas resultó que tenía razón –le hizo notar Cienfuegos–. Lo que sí recuerdo es que con ese motivo Vicente Yáñez Pinzón, que estaba considerado el más experimentado de los pilotos, aconsejó alterar el rumbo al sudoeste, porque en aquella época del año los vientos soplan insistentemente en esa dirección, y al tomarnos de popa nos permitirían avanzar más aprisa y con menos quebranto para unos cascos ya de por sí muy castigados.
–Sabiendo lo que ahora sabemos era una decisión bastante acertada.
–Pero por aquel entonces no lo sabíamos, y como el Almirante aseguraba que China estaba frente a nosotros y en diez días avistaríamos sus costas, cualquier desvío de la ruta se le antojaba una pérdida de tiempo. Ello no impidió que entre una parte de la marinería cundiera el descontento, ya que los más cualificados habían advertido que el hecho de abandonar la ruta natural de los vientos dominantes les iba adentrando en una región de grandes calmas. Y para un buen marino el peor peligro es quedarse sin viento… ¿Puedo fumar?
–¿Fumar…?
–Eso he dicho.
–¿Y para qué?
–Para nada. Puro placer.
–¿Y qué placer se puede obtener de aspirar humo y quemarse los pulmones?
–Resulta difícil de explicar, pero podéis probarlo.
–¡Dios me libre! Eso debe ser muy perjudicial para la salud…
–No lo creo. Obliga a toser, con lo cual se expulsan los malos humores y se limpian los pulmones.
–¡Absurdo!
–Pues los indígenas de Cuba fuman a todas horas y tienen un aspecto excelente; no como sus señorías que, con perdón, están más verdes que un apio. Sobre todo vos, Fray Gaspar, al que os vendrían muy bien unos paseos matutinos a orillas del Guadalquivir.
Mientras hablaba había extraído un grueso cigarro, dedicando tiempo y mimo a prepararlo, encenderlo y lanzar una primera bocanada, que pareció saberle a gloria.
–A veces creo que si aquel día no hubiera aceptado compartir el tabaco con los cubanos y permitir que se rieran cuando tosía, me habrían cortado el cuello por melindres. Y también creo que el hecho de saber adaptarme a las costumbres de los lugareños, fueran quienes quiera que fueran, es lo que me ha permitido llegar a viejo.
–Yo jamás lo hubiera conseguido.
–Será porque teníais una sólida educación y unas costumbres muy arraigadas, mientras que yo no era más que un mostrenco para el que todo lo nuevo era bienvenido. –Buscó un recipiente en que depositar la ceniza aprovechando para dar un par de vueltas a la amplia estancia antes de inquirir–: ¿Por dónde íbamos?
–El peor peligro es quedarse sin viento… –repitió de inmediato Fray Gaspar.
–«Malos vientos destrozan naves; malas calmas destrozan hombres». Es una frase atribuida al viejo Vázquez de La Frontera, que en el transcurso de un viaje patrocinado por Enrique el Navegante se adentró en una inmensa barrera vegetal que convertía el agua en una especie de masa impenetrable.
–¿El llamado «Mar de los Sargazos»?
–¡Exactamente! –Cienfuegos señaló un punto en el mapa–. ¡Este de aquí, que el diablo confunda como confundió al Almirante. Si hubiera aceptado el consejo de Vázquez de La Frontera dejándose llevar por los vientos habría encontrado la que ahora llamamos «Ruta de los Alisios», que constituye el auténtico Camino Real hacia las costas del Nuevo Mundo.
–¿Podemos considerar esa «Ruta de los Alisios» el primer derrotero del Nuevo Mundo?
–Desde luego. Para algunos, Vázquez de la Frontera no había sido nunca más que un viejo charlatán que apenas había superado en cincuenta leguas La Gomera, pero otros eran de la opinión de que tenía razón cuando aconsejaba «¡Al sudoeste! ¡Siempre al sudoeste! ¡Dejaos llevar por el viento! ¡El viento nunca engaña!».
–Pues vino a resultar que tenía razón –señalo don Bernardo Olivar–. Pero lo que importa es que acabéis ese dichoso tabaco que nos está haciendo llorar y continuemos con nuestra historia –casi al instante se corrigió a sí mismo–. He querido decir, «vuestra historia».
–A la cuarta noche de haber nordesteado la brújula, algunos marinos expertos percibieron que la andadura de la nave disminuía pese a que el viento no parecía haber perdido fuerza.
–¿Vos lo notasteis?
–¿Yo? Yo era un tarugo que nada entendía de la andadura de un barco. Al poco se escuchó a don Juan De la Cosa lamentarse de que el timón no obedecía con la presteza acostumbrada, y podría creerse que una gigantesca mano se entretuviera en aferrarnos desde el fondo, o que súbitamente el mar se hubiera espesado hasta convertirse en un puré difícilmente navegable. Y, en efecto, la primera claridad del día nos sorprendió observando un mar que parecía haberse convertido en una infinita pradera de hierba de color azul verdoso.
–¿Qué dijo el Almirante?
–Que el Cipango y Catay seguían estando al oeste y aquello no podía ser más que la vegetación que crecía sobre un bajío, por lo que ordenó largar una sonda, que lógicamente nunca alcanzaría un fondo que se encontraba a miles de brazas. No obstante, muchos a bordo se mantenían pendientes del más mínimo detalle que revelase que se hallaban a punto de estrellarse contra un arrecife.
–¿Y eso…?
–La tripulación se dividía en dos grupos: los auténticos marinos, para los que el viaje significaba un paso en la conquista de nuevas rutas comerciales, y los desesperados, para los que embarcarse tan solo había sido una especie de huida hacia delante…
–Y un gomero despistado…
–Y un gomero despistado, en efecto. Estábamos allí, apresados por un viscoso mejunje que al aferrarse a los timones amenazaba con bloquearlos, por lo que de noche las embarcaciones pequeñas acudían