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Sí, así es la gente.
Volvió entonces el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: —Abran, pequeñas; es su querida madrecita, que está de regreso y les traigo cosas buenas del bosque.
Las cabritas replicaron:
—Enséñanos la pata, queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.
La fiera puso la pata en la ventana y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas!
Una se metió debajo de la mesa, la otra en la cama, la tercera en el horno, la cuarta en la cocina, la quinta en el armario, la sexta debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar de sus garras
Lleno y satisfecho, el lobo se alejó a trote ligero y, llegado a un verde prado, se tumbó a dormir a la sombra de un árbol.
Al cabo de poco tiempo, la vieja cabra regresó a casa. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamó a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que, con una vocecita muy queda, dijo la más pequeña de las cabritas:
—Madre querida, estoy en la caja del reloj.
La cabra sacó a su pequeña, y entonces le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginen con qué desconsuelo lloraba la madre por la pérdida de sus hijitas!
Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuerte que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, pareció que algo se movía y agitaba en su abultada barriga.
“¡Válgame Dios! —pensó—. ¿Serán mis pobres hijitas que se las ha merendado y que están vivas aún?”. Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo.
Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Habrían de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su madrecita, brincando como chapulines!
Pero la cabra dijo:
—Ahora tráiganme las piedras que encuentren; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que ahora duerme.
Las siete cabritas corrieron buscando piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada, ni hizo el menor movimiento.
Terminada su siesta, el lobo se levantó y, como los guijarros que le llenaban el estómago le dieron mucha sed, caminó a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
—¿Qué será este ruido que suena en mi barriga? Creí que eran seis cabritas. Mas ahora me parecen campanitas.
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente.
Viéndolo, las cabritas acudieron corriendo y, jubilosas, gritaron: —¡El lobo está muerto! ¡El lobo está muerto!
Y, junto con su madre, se pusieron a bailar en torno al pozo.
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